Flickr - Internet Archive Book Images

Biografía peruana

I

El pez es un escritor: Mario Vargas Llosa. El agua turbia en la que con dificultades nada él,  que es un excelente nadador es la política. El viento y la marea que enfrenta son parte de una corriente encrespada, peligrosa, quizá irredimible: la historia del Perú. América Latina es en sí misma un continente trágico: pobre, atrasado, violento, un Occidente excéntrico y casi malogrado. Pero en esa geografía dramática hay de géneros a géneros. Argentina, con sus dimensiones, su riqueza natural y su composición étnica y demográfica pertenece, un poco, misma un continente trágico: pobre, atrasado, violento, un Occidente  excéntrico y casi malogrado. Pero en esa geografía dramática hay de géneros a géneros.  Argentina,con sus dimensiones, su riqueza natural y su composición étnica y demográfica pertenece, un poco, a la tragicomedia. Brasil a un tragicarnaval. México ha tenido una trayectoria intensamente dramática, de epopeya a veces, de sainete otras, pero su dolor histórico no se equipara al del otro antiguo virreinato que algunos autores del siglo XVII confundieron con el bíblico Ophir asiento de las minas del Rey Salomón o con el propio Jardín del Edén.

En la Conquista de México hubo un bautizo espiritual que marcó su destino. A despecho de las masacres, las pavorosas epidemias y las encomiendas, es un país fundado por los franciscanos. En términos generales, sus etnias indígenas se incorporaron de manera creativa y pacífica a la nueva cultura, y dieron lugar a un proceso de mestizaje que terminaría por suavizar las distinciones raciales y religiosas. Todas las denominaciones de casta que solían emplearse en la Colonia desaparecieron en el siglo XIX no sólo porque su infinita variedad las hacía inútiles o triviales, sino porque la noción de igualdad natural había arraigado en la sociedad hasta el punto de permitir que un indio Benito Juárez llegara en 1858, con toda naturalidad, a la Presidencia de la República.

La Conquista del Perú comenzó y concluyó bajo el signo de la brutalidad. El asesinato de Atahualpa convertido ya para entonces al cristianismo y el degüello público, ante miles de dolientes indígenas, de Túpac Amaru, marcaron su destino de país dividido. Por un lado, en las costas, se asentaron los españoles, más tarde los negros, y finalmente los chinos. Por otro, en la sierra y el frío altiplano andino, permanecieron los indios.

La directriz vital de los españoles era "la servidumbre natural'' de los indios en las minas. La directriz vital de los indios ante su dislocación ecológica y cultural fue la resistencia a la prédica cristiana y el tenaz recuerdo de un imperio perdido. Perú no es el único país de América Latina que no es uno sino varios, pero los países del Perú no conviven en la fusión sino "en la desconfianza y la ignorancia recíprocas, en el resentimiento y el prejuicio, en un torbellino de violencias. De violencias en plural''. Esas violencias son ecos de la violencia original. Perú, Ophir, el Edén bíblico, el mítico asiento del Pueblo del Sol, el de las portentosas terrazas arraigadas, no nació de un parto sino de un desgarramiento.

En la variopinta sociedad peruana "variopinta'' es una palabra que emplea mucho Vargas Llosa: blanco y cholo son términos que quieren decir más cosas que raza o etnia... Siempre se es blanco o cholo de alguien, porque siempre se está mejor o peor situado que otros, o se es más o menos pobre o importante, o de rasgos más o menos occidentales o mestizos o indios o africanos o asiáticos que otros, y toda esa selvática nomenclatura que decide buena parte de los destinos individuales se mantiene gracias a una efervescente construcción de prejuicios y sentimientos desdén, desprecio, envidia, rencor, admiración, emulación que es, por debajo de las ideologías, valores y desvalores, la explicación profunda de los conflictos y frustraciones de la vida peruana.

La corriente tumultuosa de esas pulsiones y pasiones que corre debajo de una superficie de rivalidades políticas, ideológicas, profesionales, personales, nace de un "yo recóndito y ciego a la razón, (que) se mama con la leche materna y empieza a formalizarse desde los primeros vagidos y balbuceos del peruano''.

Ese es el país de Mario Vargas Llosa, el que quiere y abomina, el que a veces se ha prometido abandonar, no escribir más sobre de él, olvidar, pero que en verdad ha tenido siempre presente: "Ha sido para mí, afincado en él o expatriado, un motivo constante de mortificación. No puedo librarme de él: cuando no me exaspera me entristece y, a menudo, ambas cosas a la vez''. No ha podido librarse de él, pero ha querido liberarlo, primero mediante la literatura y, más tarde, a través de la acción política.

La novela más compleja, tumultuosa, "variopinta'' de Vargas Llosa, es la vida de Vargas Llosa. El padre, personaje central, fue un fantasma, una pesadilla recóndita y ciega a la razón que irrumpió en la realidad del hijo de 10 años para trastocarla por entero. Creyéndolo muerto y guardando su memoria como la de un ángel en el cielo, el niño había vivido rodeado de nobles figuras paternas, en particular la del abuelo Pedro Llosa, alguna vez Prefecto de Piura, hombre bueno, digno y trabajador "a cuyo recuerdo suelo recurrir cuando me siento muy desesperado de la especie y proclive a creer que la humanidad es, a fin de cuentas, una buena basura''.

De pronto, Ernesto J. Vargas reaparece en escena y por largos años descarga sobre su hijo Mario la culpa de haberlo abandonado. "El gritaba... y golpeaba a mi madre'', "ella lloraba y lo escuchaba, muda''. Muda y enamorada. El personaje tenía pocos recursos económicos o histriónicos, pero su número habitual era el denuesto privado y las bofetadas públicas contra su hijo, tan malcriado por los burgueses Llosa.

Radiodifusor de clase media, padre paralelo de otra familia, Ernesto J. Vargas estaba enfermo de resentimiento: "Más íntima y decisiva que su mal carácter o sus celos, estropeó su vida con mi madre la sensación, que nunca lo abandonó, de que ella venía de un mundo de apellidos que sonaban... de un mundo superior al de su familia. Empobrecida y desbaratada por la política''. La amenaza terrorista de "sacar ese revólver y dispararles cinco tiros y matarla y matarme a mí'', fue el pan de cada día de aquel niño aterrado, arrodillado en señal de "perdón con las manos juntas''.

De la soledad y el miedo lo rescataba a veces la extensiva familia Llosa, con su cauda cercana, festiva, de tíos y tías, primas y primos. Imperceptiblemente, la vida cotidiana se volvió "novelería'': abuelos y tíos que son verdaderos padres, padres verdaderos que no lo son, "camas precarias'', viajes intempestivos, arrebatos salvadores en los que el monstruo se ocultaba de su ámbito natural el de la pesadilla, para luego reaparecer, reconquistar a la madre y finalmente raptarla. El "terrible rencor'' del hijo se desvanecería al paso de los años, los muchos años, al comprender la precariedad y la tortura interna de esa vida, pero en los días decisivos de la adolescencia no hubo sino odio: un "odio ígneo''.

Escapar, escribir. Al padre le irritaba que escribiera versos. Por eso los escribía. Al abuelo Pedro y al tío Lucho las dos figuras tutelares no sólo les gustaba, les entusiasmaba. Por eso los escribía. A todos los personajes les importaba que el niño creciera, incluso al padre para verlo definido, para mitigar su culpa, pero a quien más le urgía crecer era al propio "Marito'': era la única forma de vivir otra novela o novelar otra vida.

El barrio, esa "familia paralela'', lo empujó a crecer. En torno a él hubo bailes, futbol, natación, una iniciación en la bohemia, un sacerdote de escuela que intentó masturbarlo y plantó en él una temprana convicción atea, la violencia estudiantil en la escuela militar Leoncio Prado que recogería en "La ciudad y los perros'', el "canto del cisne'' de la trasgresiva cultura del burdel que recogería en "La casa verde'', y sus primeros trabajos de escribidor en la oficina del padre, la Internacional News Service. Trabajando como reportero para el diario La Crónica, cubrió las páginas policiacas, frecuentó comisarías y tuvo largas conversaciones metafísicas en cantinas (como "La Catedral'').

En Lima, en Piura y en Lima de nuevo, combinó siempre el estudio con "trabajos alimenticios'', a veces soporíferos (cajero del Banco Popular, registrador de tumbas en un cementerio) y otras, más formativos. A los tutores familiares siguieron buenos tutores intelectuales. Trabajó durante cuatro años con el eminente historiador Raúl Porras Barrenechea. Al lado de Porras, Mario estudió la historia peruana desde los cimientos, tanto en los métodos (fichas, resúmenes, arduas lecturas) como en los temas (crónicas, leyendas, mitos, textos clásicos, comentarios).

Más importante que la experiencia académica (mientras trabajaba con Porras, estudiaba dos carreras en San Marcos) fue su itinerario en las letras. Como lector y autor pasó de la poesía al teatro, al cuento y la novela. Escribió y estrenó una obra de teatro, publicó en varias revistas y suplementos culturales con nombres y seudónimos, entabló amistades literarias auténticas y fructíferas. Aunque comenzó por desdeñar el "formalismo'' de Borges no tardó en admirarlo, pero estaba lejos de ser un devoto indiscriminado de escritores: la prosa de Gide, por ejemplo, le parecía "relamida y palabrera''.

En cambio con Malraux sintió un deslumbramiento y con Sartre una especie de conversión a la ética del "compromiso''. Fue Faulkner, en fin, quien le reveló el misterio mayor, el de la forma: en él aprendió "el serpentino lenguaje, la dislocación de la cronología, el misterio y la profundidad y las inquietantes ambigüedades y sutilezas psicológicas que esa forma daba a las historias''. Junto al periodismo, la bohemia, la academia y la literatura, la política entró en su vida "a galope y con el idealismo y la confusión con que suele irrumpir en un joven''.

En San Marcos se incorporó a una célula comunista. Adoptó el nombre de combate de "Camarada Alberto'', estudió los textos canónicos (y algunas desviaciones heréticas) y participó en una huelga obrera (que le dio el tema de "Los jefes''), pero lo cierto es que su entusiasmo político de aquellos días era, según él mismo confiesa, "bastante mayor que mi coherencia ideológica''. Muy pronto se hizo demócrata cristiano y hasta escritor de discursos de un candidato a la Presidencia. Su pasión política estaba construida sobre lecturas eclécticas y admiraciones personalizadas: lo mismo veneraba a Sartre que a Bustamante y Rivero, Presidente de la República en los años 40s.

Arequipeño como él y pariente de los Llosa, de este impecable caballero de la política se decía que había confundido a Perú con Suiza: "Gobernó como si el país que lo había elegido no fuera bárbaro y violento, sino una nación civilizada''. Faltaba el colofón a esa alucinante etapa vital: culminar la educación sentimental con un acto de novelería digno del Tío Lucho (que embarazó a una prima). Tenía que ocurrir dentro del cálido universo de los Llosa: un rapto amoroso, inverso y compensatorio, al de su padre con su madre, una festiva y enloquecida trasgresión.

Y ocurrió, en efecto, en la persona y destino de la Tía Julia, 13 años mayor que él, de la que "Marito'' se enamoró y con quien se casó a escondidas. Fiel a su costumbre, Ernesto J. Vargas reaccionó como "perro rabioso'' y Julia se refugió por un tiempo en Bolivia. Tras el reencuentro y durante tres años, el escribidor siguió multiplicando de modo increíble sus trabajos y sus días (fue radiodifusor, por ejemplo) y avanzando en sus estudios con una tesis sobre Darío: ella, mientras tanto, labraba un personaje a la altura de sí misma.

Había "vivido torrente'' como decía el verso de Chocano y ahora un nuevo mundo se abría ante él y su mujer: París, donde se haría escritor. ¿Imagina el lector cuál es la clave mayor de esta novela de verdades, una de las dos que alterándose se hilvanan en "El pez en el agua''?

Este hombre que había pasado de la niñez a la edad adulta sin casi tocar la adolescencia, el que vivió el drama del Perú encarnado en la primera persona del padre, este apresurado de la vida que viajaba a Europa con su mujer, tenía... 22 años de edad.

II

El Perú de la postguerra en el que había transcurrido la vida preliteraria de Mario Vargas Llosa estaba lejos del infierno en el que decenios más tarde se precipitaría. La oscilación entre dictadores militares, caudillos populistas y presidentes demócratas trastocaba desde luego su salud política, pero no afectaba demasiado al tejido social y la estructura económica. Los pueblos eran pobres, pero conservaban cierta dignidad y equilibrio, acaso por su lejanía centenaria de los centros estatales de decisión.

Los tres decenios que siguieron a la llegada de Vargas Llosa a París fueron decisivos para él, para América Latina y para el Perú. Decisivos de manera inversa. A partir de la publicación de Los Jefes (1959) con el que obtuvo el Premio Leopoldo Alas, su estrella literaria brilló con cada nueva novela. La densidad, la autenticidad, la tensión de la experiencia vivida en el Perú fueron el surtidor de varios libros extraordinarios. Mientras el joven escritor construía ese destino, América Latina erraba el suyo. Por razones que se hunden más en su historia política y su tradición escolástica que en sus condiciones materiales de vida, Latinoamérica contrajo la fiebre ideológica de los sesenta llevándola hasta los extremos de una colectiva y permanente alucinación. En el principio de esa alucinación estaba Cuba. ¿Quién no saludó con entusiasmo el triunfo de esos valerosos barbudos que luchaban contra la dictadura y abrirían una era de dignidad e independencia para Nuestra América? En México no sólo la izquierda los aplaudió sino un espectro que cubría al centro liberal y a la derecha: de Cosío Villegas a Vasconcelos. Cuando sobrevino la decepción (que para muchos, a pesar de las mentiras, la opresión y los crímenes de Castro, todavía no sobreviene), era demasiado tarde. La alucinación ideológica había inoculado en las minorías universitarias una torcida y violenta vocación mesiánica que en sus casos menos nocivos derivaría hacia el populismo y estatismo, pero que en los más agudos haría de Nuestra América no la tierra soñada por José Martí, sino el escenario natural de los poseídos y endemoniados de Dostoievsky.

Vargas Llosa se había apartado de la Revolución Cubana a raíz del Caso Padilla. Desde fines de los años 60 comenzó a reconstruir sobre líneas liberales y democráticas su esquema de valores: con el tiempo devaluó a Sartre, revaloró a Camus, frecuentó con entusiasmo creciente al pensamiento político inglés -de Isaiah Berlin a Karl Popper- y, cosa extraña entre los intelectuales latinoamericanos, estudió economía, no economía ficción sino economía práctica. Sus novelas lúdicas de los años 70 y las incursiones en la teoría literaria de sus obras sobre García Márquez o Flaubert que escribió en esos años, parecen a la distancia divertimentos previos a la tormenta que advendría en los 80. Como si fuese el anuncio de una era, en 1981 publicó un libro notable sobre las sagas y tensiones del mesianismo en Brasil: La Guerra del Fin del Mundo. La mayoría de los intelectuales latinoamericanos lo leyó sin adivinar su tácita profecía, la aparición sangrienta del mesianismo universitario, el de las guerrillas salvadoreñas que en esos mismos años desgarraban su país y se desgarraban a sí mismos, el de los Sandinistas que desdeñosos de la libertad y la democracia se sentían dueños de la verdad, la moral y la historia, y el más temible de todos, el que asesinaba niños campesinos para mejor instruirlos en la ética del hombre nuevo: Sendero Luminoso. Vargas Llosa penetró en las entrañas monstruosas de este fenómeno en su Informe sobre el crimen de periodistas en Uchuruccay y en un libro fundamental: Historia de Mayta. Allí estaban ya, en las páginas de la novela, las primeras impresiones sobre el legado de los cuatro jinetes del apocalipsis latinoamericano y en particular, peruano: populismo, estatismo, militarismo y marxismo revolucionario. "Nunca hay límites para el deterioro'', pensó el viejo Alejandro Mayta, al recorrer los pueblos de su juventud: un país abatido como el peruano "siempre puede estar peor''.

La otra vida de "novelería'' que se entrelaza en sus Memorias con la novelería preliteraria de Vargas Llosa, comienza justamente allí: en la lúcida convicción de que Perú no solamente "se jodió'' -como decía Zamorita en la Conversación en la Catedral- sino que esa palabra, joder, es un ilimitado gerundio que al caer abre nuevos abismos.

Al comenzar su aventura política entre 1987 y 1990, Vargas Llosa sabía ya que Perú se había vuelto una sucursal del infierno donde las ancestrales violencias étnicas se mezclaban con violencias nuevas: "la del terror político y el narcotráfico; la de la delincuencia común que con el empobrecimiento y desplome de la (limitada) legalidad estaba barbarizando cada vez más la vida diaria y, desde luego, la llamada violencia estructural: la discriminación, la falta de oportunidades, el desempleo y los salarios de hambre de vastos sectores de la población''. En ese cuadro de fin del mundo sólo faltaba perder la esperanza, vinculada más que nunca a la democracia. Sin ella no sólo no habría cambio: no habría siquiera posibilidad de cambio. Desvirtuarla, corromperla, fue el designio de Alan García.

Vargas Llosa quizá no lo sabe, pero Alan García se ostenta como un admirador de México. "México'' para García es sus mariachis, la canción "Sigo siendo el Rey'' (que cantó en una visita oficial a Garibaldi en los años 80) y, desde luego, nuestra máxima expresión vernácula: el PRI. Que el populismo financiero de López Portillo hubiese llevado a México a la bancarrota no disuadió a aquel irresponsable charro de la política limeña de copiar la medida. Así el balbuciente APRA lograría la anhelada transmutación de su última vocal (de A a I) y con ella el poder eterno sobre un país arruinado. Un sector de la sociedad peruana reaccionó contra el intento y lo frustró. Vargas Llosa fue su caudillo natural. De allí a la coalición de partidos que propuso su candidatura a la Presidencia y a la formación del Frente Democrático (FREDEMO) no había más que un paso. Con toda su imaginación, Vargas Llosa no entrevió la significación de darlo. No vendrían años de novelería sino de fantasmagoría.

Esos tres años de militancia política fluyen con objetividad, elegancia y pasión en las Memorias. Nunca estuvo el pez en aguas más impropicias que las de la política real hecha de "maniobras, intrigas, conspiraciones, pactos, paranoias, traiciones, mucho cálculo, no poco cinismo y toda clase de malabares''. No es que Vargas Llosa ignorara esas aguas: es que sólo las conocen quienes nadan en ellas. Para aplacar a los mojigatos pudo haber dicho: "Perú bien vale una misa''; para tranquilizar a los timoratos pudo haber maquillado su programa económico. No hizo ni una cosa ni otra. Maquiavelo lo hubiese reprobado, Max Weber no: su responsabilidad política tenía el límite de su convicción moral. No iba a llegar a la Presidencia a cualquier costo. Quería llegar (de eso no hay duda) pero sin traicionarse a sí mismo, sin ofrecer un programa (o disimularlo) para traicionarlo (o aplicarlo) al día siguiente de tomar posesión. A pleno sol pidió un mandato para su persona pública y su programa: el pueblo peruano, en su mayoría, se lo negó.

En marzo de 1990 acudí con Basia Batorska y Gabriel Zaid a un "Encuentro de la libertad'' organizado por Vargas Llosa en Lima. A pesar de los asesinatos de simpatizantes de la víspera, a pesar de las campañas inmundas de las que era objeto (ateo, pornógrafo, inmoral, evasor de fisco, incestuoso, ¿qué no le dijeron en esos días?) Vargas Llosa encabezaba las encuestas. En la sobremesa de las sesiones refería sus planes a Carlos Franqui, Jean Francoise Revel y otros amigos: "ahora los países pueden, por primera vez, elegir la riqueza... allí está el ejemplo de las economías exportadoras de Oriente que hace tres décadas eran más pobres que el Perú... hay que desterrar el mercantilismo, privatizar los teléfonos, las aerovías, los bancos, las cooperativas agrarias, apoyar a los "informales' en la economía citadina y a los "parceleros' en el campo... hay que vencer al terrorismo organizando a la sociedad civil en rondas de defensa... hay que cobrar la educación a los privilegiados y semiprivilegiados para que la inmensa mayoría de pobres tenga acceso real y no demagógico a ella... hay que limpiar el "gigantesco basural de la palabrería populista' y devolverle sentido a las palabras... hay que denunciar a los intelectuales y académicos que desde sus cubículos en universidades y fundaciones norteamericanas practican la guerrilla de escritorio, o desde sus prebendas y puestos públicos se dedican a perpetuar la escolástica del resentimiento.

En uno de los actos del encuentro, una nube de periodistas se avalanzó sobre "el Doctor''. Con ojos desorbitados y casi a gritos le exigían una explicación sobre el Shock que vendría con su Presidencia. Advertí que en esa palabra se concentraba una psicosis creciente. Vargas Llosa contestaba con ironía, limpieza y decisión: "shock permanente es lo que hemos vivido con Alan García''. Y aunque explicaba su proyecto con datos, y aunque era claro que el shock no sería tal sino el comienzo de la anhelada recuperación económica, y aunque apelaba a la razón, los mismos beneficiarios de su proyecto, los desocupados, los parceleros, los informales, silenciosamente, desconfiaban.

Octavio Paz había enviado a aquel congreso un mensaje grabado en video en el que razonaba su apoyo al hombre valeroso, al escritor y al amigo. Nunca imaginamos el resultado. Un taxista camino al aeropuerto me deslizó el nombre de Fujimori. Sentí un vaguísimo presentimiento, pero nada más. Al llegar a México publiqué un ensayo sobre Historia de Mayta y un texto esperanzado de Vargas Llosa: "El país que vendrá''. Vuelta lo había acompañado siempre. Era su revista. Votaba por él.

Sólo hasta ahora, al leer El pez en el agua, conocemos la historia que siguió a la insuficiente victoria en la primera vuelta electoral. Aunque su convicción moral y sus deducciones políticas le anticipaban la derrota en la segunda vuelta, Vargas Llosa decidió finalmente beber el cáliz. Al hacerlo volvió a vivir los terrores y los odios de su vertiginosa adolescencia encarnados esta vez en un padre colectivo: inmenso, anónimo, vociferante. El advenimiento del "chinito'' (el amigo de los indios, de los cholos, de los zambos, de los negros, el enemigo del "blanco'' y rico Vargas Llosa), abrió todas las compuertas para que aquella antigua corriente histórica inundara al país con "su torrente de lodo''. Lodo de odio, de resentimiento, de desconfianza, de prejuicio. El debate no era ya económico o político. Era un mordisqueo de vísceras, las vísceras del racismo y la intolerancia religiosa. La Iglesia católica pagó una vieja cuota de ineficacia histórica: vivió horas de guerra civil (contra sus teólogos de la liberación) y una guerra moral contra las sectas evangélicas firmemente posesionadas de los pueblos nuevos y las aldeas serranas. Sectores de la prensa vertieron sobre la persona privada y pública de Vargas Llosa un "proliferante muladar'' de calumnias que, como el deterioro del país, no tuvo límites.

En las últimas páginas del libro, Vargas Llosa consigna su recuerdo más doloroso. Ocurrió una mañana candente, en una pequeña localidad, en el Valle de Chira:

Armada de palos y piedras y todo tipo de armas contundentes, me salió al encuentro una horda enfurecida de hombres y mujeres, las caras descompuestas por el odio, que parecían venidos del fondo de los tiempos, una prehistoria en la que el ser humano y el animal se confundían... Semidesnudos, con unos pelos y uñas larguísimos... rodeados de niños esqueléticos y de grandes barrigas, rugiendo y vociferando para darse ánimos, se lanzaron contra la caravana como quien lucha por salvar la vida o busca inmolarse, con una temeridad y un salvajismo que lo decían todo sobre los casi inconcebibles niveles de deterioro a que había descendido la vida para millones de peruanos. ¿De qué se defendían? ¿Qué fantasmas estaban detrás de esos garrotes y navajas amenazantes?

Estaban todos los fantasmas de la historia del Perú, comenzando por el primero: "fuera españoles'', le gritaron a Vargas Llosa en varios poblados de la sierra. Aún sin mediar los errores de su campaña -que honradamente reconoce y examina en sus Memorias- es probable que su propuesta hubiese encontrado el mismo atávico rechazo en ese yo colectivo, "recóndito y ciego a la razón''. Se dirá que Fernando Belaúnde Terry -prototipo del caballero criollo- llegó dos veces a la Presidencia del Perú por la vía democrática. Es verdad, pero ambas elecciones ocurrieron antes de que el terrorismo y el populismo terminaran por envenenar la entraña del Perú hasta casi condenarlo. Vargas Llosa obtuvo un porcentaje altísimo de votos, pero para ganar la mayoría hubiera necesitado mentir -sobre todo eso: mentir-, ocultar, maniobrar, hablar desde el odio y el resentimiento, no nadar contra la corriente sino seguirla y alentarla. Y quizá hasta teñirse un tanto la piel, volver al redil de la fe, quemar sus libros. No ser, en suma, Mario Vargas Llosa.

¿Se salvará el Perú? ¿Se reconciliará finalmente con su violento pasado? ¿Abrirá a la luz su "yo recóndito y ciego a la razón''? ¿Disipará la sombra de sus fantasmas? ¿Superará la dictadura "porfiriana'' de Fujimori ("poca política, mucha administración'') y volverá a la democracia? Imposible saberlo. Desde una perspectiva histórica amplia, el que Vargas Llosa -con sus métodos y su estilo- haya alcanzado la votación que logró no es una derrota: es una señal de esperanza histórica. En todo caso, no es tarea de un hombre -por más excepcional que sea- salvar a un pueblo; es tarea de un pueblo reconocerse en la obra y la experiencia de sus mejores hombres.

La vida variopinta del Perú se ha enfangado en odios recíprocos. La vida variopinta de Vargas Llosa ha seguido un ciclo distinto. De su primera experiencia, el escritor extrajo una lección notable: la violencia psicológica puede abatir al hombre y corromperlo, pero si se le enfrenta con valor y lucidez puede inducir también un proceso inverso y no menos poderoso de creatividad y amor. La experiencia que vivió hace un par de años comienza a resolverse ahora de un modo similar: el viento y marea de la violencia étnica, religiosa, política, social que gallardamente enfrentó en su país se ha trasmutado en una amorosa creación literaria, un testimonio ejemplar para los hombres libres y buenos de nuestro tiempo.

El Norte

*Estre texto se publicó en dos partes, el 9 y 23 de mayo de 1993

Sigue leyendo:

Línea de tiempo

Conoce la obra e ideas de Enrique Krauze en su tiempo.