Inviabilidad del partido de Estado
México, que tuvo el mérito histórico de hacer la primera revolución social del siglo XX, vive la vergüenza histórica de padecer al último partido de Estado de este siglo. El PRI nació ganando con balas, no con votos, la elección de 1929. En el sexenio de Lázaro Cárdenas, el PRI adquirió la fisonomía corporativa que mantiene hasta ahora. Esta conformación guarda ciertas semejanzas con los grandes partidos de Estado fascistas y comunistas. Es verdad que la vigencia de todos ellos partió de una convicción ideológica estatista que englobó no sólo a los fanáticos sino a muchos hombres inteligentes y de buena fe. Es verdad también que, a diferencia de todas las revoluciones petrificadas del siglo XX (quizá por haberlas antecedido o por tener un carácter puramente nacionalista), la nuestra mantuvo vivas muchas de las libertades cívicas provenientes del código liberal del 57 y por ello estaba lejos de ejercer el terror integral que los regímenes dictatoriales del siglo (fascistas o comunistas) ejercían sobre sus ciudadanos Es verdad, por último, que el saldo de estabilidad y crecimiento que el “sistema político mexicano” sometió a la nación hasta los años sesenta no fue negativo Pero en 1968 el sistema demostró que era —en el doble sentido de la palabra— mortal: mortal, porque estaba condenado a morir; y mortal, porque mataba cotidianamente la creatividad política y moral del pueblo mexicano y, en último caso (como en Tlatelolco), mataba al pueblo mismo
A partir de 1968, cada sexenio ha terminado en el desastre. Han fallado los hombres pero la falla mayor reside en el sistema de poder absoluto que corrompe absolutamente y del cual el PRI es una pieza clave. Año tras año y de manera creciente, se ha corrido el velo de la realidad: El PRI no tiene derecho a usar los dineros de la nación; el PRI no tiene derecho a servir como agencia de empleos públicos; el PRI no tiene derecho a coartar (con métodos suaves o coercitivos) la libertad de los votantes; el PRI no tiene derecho a apropiarse de los colores y los símbolos nacionales; el PRI no tiene derecho al tratamiento privilegiado que obtiene de los medios masivos de comunicación; el PRI no tiene derecho a ejercer un control caciquil en las comunidades, los ejidos, los pueblos, los sindicatos, las colonias urbanas; el PRI no tiene derecho a aprovecharse de la pobreza y la ignorancia de vastos sectores del pueblo, para inducir en ellos la noción de que el PRI y México son una misma entidad; el PRI no tiene derecho a servir de brazo electoral a un sistema político que simula cumplir la Constitución cuando en realidad viola su núcleo esencial, porque desvirtúa la vocación republicana, democrática y federal del pueblo mexicano, plasmada en ella.
A fines del siglo XX, cuando el mundo entero ha transitado a la democracia, México debe dar un salto histórico. Hay que expropiar la vida pública de manos del PRI. Como partido de Estado, el PRI no sólo debe cambiar: debe desaparecer. Debe volverse lo que nunca ha sido: un partido sin más, un partido de verdad.
Suponiendo que no enfrentemos un fraude electoral (en el caso de fraude queda el recurso de la resistencia civil), sea quien fuere el ganador de las próximas elecciones, el próximo presidente debe asumir el compromiso de ajustarse a la letra y espíritu de la Constitución política: dejar de ser el monarca absoluto que —con el brazo corporativo de un falso partido— reina sobre una falsa república, representativa, democrática y federal; volverse, sencillamente, el presidente de una democracia.
Proceso, 6 de agosto de 1994.