La Iglesia y el régimen: similitudes
Aunque la Iglesia mexicana integra a toda la comunidad de fieles y cualquier generalización sobre ella es siempre aventurada, cabe afirmar que durante el siglo XIX se negó a leer el sentido de los tiempos. Su animosidad contra la corriente liberal no fue sólo excesiva: fue errónea y contraproducente en términos históricos y acaso también en términos cristianos. Desde la Independencia hasta la Reforma, los liberales no buscaron afectar la fe católica en cuanto tal sino imponer límites a la omnímoda presencia de la Iglesia en los afanes de esta tierra. Si en algún sitio del mundo pudo nacer una corriente política coherente y generosa de liberalismo cristiano es en México. De Mora y Gómez Farías a Ocampo y Juárez, el ponderado objetivo de aquellos miembros del «partido del progreso» era abrir un amplio espacio a la iniciativa individual, tutelada hasta entonces, en variadísimas esferas, por la Iglesia. Esa defensa sin tregua de la libertad individual como palanca del progreso —libertad de conciencia, de pensamiento, de opinión, de empresa, de asociación—, no era menos intensa que el respeto de la mayoría de esos hombres por su identidad católica. Los más lúcidos sintieron incluso el deber de fundamentar su actitud teológicamente con los Evangelios o la Patrística. Mora, que en 1833 discurrió el primer proyecto postindependiente de reforma al lugar histórico del Clero en la sociedad mexicana, señaló al mismo tiempo la necesidad de apoyar vocaciones sacerdotales y acrecentar el número de parroquias. En el espíritu de aquel liberalismo mexicano original se advierte un eco remoto del humanismo erasmista, una nota de tolerancia, una depuración de objetivos espirituales. Es significativo que Mora hubiese llegado a representar a una casa editorial inglesa que vendía traducciones modernas de los Evangelios. Doble movimiento espiritual: una vuelta a las raíces de la fe y una lectura adecuada del sentido de los tiempos.
A pesar de las continuas querellas con la otra majestad desde los tiempos borbónicos, la Iglesia de mediados del siglo XIX conservaba buena parte de su antiguo edificio histórico. Administraba la vida espiritual, los hechos y fechas centrales de la relación de los hombres con Dios: nacimientos, matrimonios, muertes, sacramentos. La educación de los niños y jóvenes era su provincia casi exclusiva, lo mismo que la celebración pública de las alegrías y el alivio de las penas. Por un lado convocaba a los fieles en las fiestas del santoral, por otro les prestaba atención, protección, asilo, consuelo en casos de desgracias personales de cualquier índole: hambre, orfandad, viudez, terremotos, pestes, enfermedades, indigencia. De su aquiescencia y control dependían monasterios, cofradías, capellanías, obras pías y muchas otras instituciones, prácticas y organismos.
La Iglesia seguía siendo madre de los humildes pero también, en ocasiones, su madrastra. No era un caso aislado el que movió a Melchor Ocampo en 1851 a escribir una célebre «Representación sobre reforma del arancel de obvenciones parroquiales»: un dependiente suyo pe día sepultura gratis para el cadáver de uno de sus hijos. El párroco se lo negó aduciendo que de eso vivía. ¿Qué hago con mi muerto señor?, preguntó aquél. «Sálalo y cómetelo.»
Lo cierto es que olvidando o atendiendo sus deberes hacia el otro mundo, un sector muy amplio de la jerarquía eclesiástica mexicana estaba profundamente involucrada en los negocios de este mundo. El clero regular era el principal terrateniente, ejercía las más variadas funciones bancarias, recogía impuestos en la forma de diezmos y sostenía una compleja burocracia económica y política provista de tribunales propios. Si se recuerda que el gobierno había perdido desde la Independencia los privilegios del Patronato Regio (la voz y el voto en los nombramientos eclesiásticos) no es excesivo afirmar que la Iglesia constituía un Estado dentro de otro. El primero era centenario, patriarcal, orgánico, marcadamente improductivo, sólidamente estructurado a partir de una legitimidad sagrada; el segundo era frágil, embrionario, minoritario y se construía a partir de una legitimidad secular.
Esta situación tenía que cambiar. La prueba histórica de fuego llegó en 1856. Gobernaba un hombre moderado: Ignacio Comonfort. La mayoría del Congreso Constituyente no era radical. El objetivo de ambos —Ejecutivo y Legislativo— era conciliar a la familia política mexicana sobre las bases de una doble fe: en la tradición y en el progreso. Suave, pacíficamente, debía terminar la confusión de esferas. Lo temporal, como dictaba la evidencia del siglo, debía desamortizarse, pasar a manos vivas; lo sagrado debía volver a su ámbito propio: la intimidad de la conciencia. Sobre este ámbito, la Iglesia conservaría su majestad indisputada. Sobre aquél, no.
Aún no se habían sentado a deliberar los diputados cuando en Puebla estalló la primera sublevación apoyada por el clero. La represalia del gobierno fue pálida —una intervención parcial de sus bienes— pero la jerarquía la tomó como si hubiese sido total y completa. En un momento de particular intensidad, no sin fuertes dudas por parte de los tribunos, el Congreso aprobó la libertad de cultos pero votó asimismo por «cuidar y proteger» en especial a la Iglesia católica «por medio de leyes justas y prudentes». La jerarquía no se dio por enterada. Su lectura de la Ley Lerdo fue igualmente condenatoria. La Iglesia, en efecto, dejaba de ser, como en tantos países, propietaria de fincas rústicas y urbanas, pero la ley le reconocía inversiones hechas y decretaba a su favor un interés del seis por ciento. Nada aceptó, nada discutió: su criterio era el de todo o nada. Siguieron las conjuras en los altares, las arcas abiertas al ejército y los vicarios guerrilleros. No es casual que el historiador más moderado de la época —Anselmo de la Portilla— recordara con tristeza aquella oportunidad perdida de reconciliación y diálogo que no se volvería a presentar: «La Iglesia trabajaba con actividad incansable y sus papeles clandestinos no tienen cuento ... Nada omitieron para concitar el odio público contra el gobierno existente, para inquietar las conciencias y enardecer las pasiones».
Simbólicamente, la jura de la Constitución de 1857 se hizo con la presencia de Valentín Gómez Farías y ante un crucifijo. Simbólicamente, Gómez Farías murió sin derecho a la extremaunción y fue enterrado en su jardín. Llegó la guerra civil que el pueblo no secundó, una guerra hecha de odios ideológicos —teológicos— y mediante la leva. El partido liberal apostó al país, se pintó de rojo, se jacobinizó; el partido conservador apostó al país, perdió la cabeza y la partida. El país dejó ir la oportunidad de fincar un arreglo político liberal donde los hombres no se matan por las ideas: las discuten. La Iglesia perdió la oportunidad de encabezar, favorecer o siquiera de no entorpecer una reforma interna que hubiese propiciado el ejercicio público de una corriente católica y liberal.
En materia de libertad religiosa, el Estado mexicano posrevolucionario fue un digno heredero de la Iglesia decimonónica: equivocó el sentido de los tiempos. Quienes sostienen que el Constituyente de 1917 continuó en materia religiosa a los liberales del siglo XIX no saben lo que dicen. Hay pocos capítulos en nuestra historia más radicalmente antiliberales, más profundamente coloniales, que los artículos 3 y 130 en todos sus avatares de 1917 a 1991.
No fue el obispo Pascual Díaz ni Porfirio Díaz quienes propusieron cambiar de inmediato la redacción de ambos artículos: fue Venustiano Carranza, secundado por hombres de intachable raigambre liberal como Alfonso Cravioto. Había que modificar la redacción aprobada porque era contraria a las libertades que la propia Constitución establecía. En lugar de liberar la conciencia, la ataba; en lugar de impedir la entronización obligatoria de los dogmas, imponía nuevos. Al citar el artículo 3, la iniciativa de Carranza apuntaba: «Tratada así la garantía, su evidente forma restrictiva y su espíritu ... no se acomodan a la amplitud filosófica en que se ha de externar el derecho de libertad de enseñanza, ni se hallan acordes con las necesidades reales y menos aún en armonía con el medio para el cual se legisla».
La iniciativa de Carranza comprendía un recorrido histórico cuyo propósito era mostrar el anacronismo del artículo, su inadecuación aun para los remotos tiempos de «avasalladora teocracia», no se diga para una era de libertad. Párrafos adelante, la exposición de Carranza anticipaba la guerra cristera: «Si en las leyes perdurase el espíritu parcial que se observa en el artículo tercero ... se correría grave riesgo de prolongar la irritación característica de las contiendas de religión que tan funestas consecuencias han tenido en el Viejo y el Nuevo mundo ...»
La exposición de motivos para reformar el Artículo 130 fue parejamente clara. Carranza recordó el elogio de José María Mata en el Constituyente de 1857 a la libertad de conciencia, sostuvo que el artículo contradecía «la jurisprudencia nacional, escrupulosa en mantener la diferencia entre la jurisdicción del Estado y la jurisdicción religiosa» y finalmente señaló: «Medio siglo después de las Leyes de Reforma, aparecería extemporáneo e incompatible con la tolerancia y la cultura ambiente ... traspasar la línea frente a la cual se detuvo en medio del hervor de las pasiones el presidente Lerdo de Tejada».
El capricho ideológico, el resentimiento personal, el fanatismo antifanático de unos cuantos ex seminaristas como Múgica y después de él Bassols, preparó al país para una de las guerras más absurdas, anacrónicas e injustas de nuestra historia. México perdió tiempo, energías y creatividad aliado consigo mismo en una querella religiosa que el siglo XIX, de una forma u otra, había resuelto. De no mediar la «nueva política clerical» de los sonorenses y sus contra apóstoles, México hubiese vuelto quizá a la verdadera política de conciliación: no la porfirista, debajo del agua —«tú violas la Constitución un poquito, yo me hago el desentendido un poquito»—, sino la maderista, cuando por un instante fugaz liberales, católicos y católicos liberales discutieron sobre el reino de este mundo.
Todo el mundo sabe que como reacción frente al liberalismo, el Estado mexicano posrevolucionario heredó conscientemente a su antecesor virreinal: el Estado de los Austrias y, en menor medida, el de los Borbones. Lo que no se advierte mucho es la herencia clerical en ese mismo Estado. Comprendió, y en cierta medida comprende aún, aspectos tan variados como la educación, la salud, el registro y administración de las fechas importantes en la vida de los hombres, el festejo del santoral cívico, sostenimiento de monasterios universitarios, cofradías académicas, capellanías intelectuales y obras pías burocráticas. ¿Éste es el Estado que se dice heredero de nuestros grandes liberales?
La Iglesia mexicana del siglo XIX y el Estado mexicano del siglo xx leyeron mal el sentido de los tiempos. Los afectó una común miopía frente al significado práctico, puro y llano de la libertad, de las libertades. Para fortuna de la Iglesia, el recorte de sus bienes y poderes terrenales fortaleció su misión original. El Estado mexicano no puede aspirar a tanto. Por una parte, apenas comienza a recortar su ámbito de acción. Por otra parte, su misión, a despecho de lo que sigan opinando los hegelianos trasnochados o los empleómanos inveterados, no puede tener un sentido trascendente. Para bien y para mal, el mundo caminó en sentido contrario al de las estructuras corporativas, patriarcales, hechas para durar, no para cambiar y menos para competir. El mundo avanza vertiginosamente hacia la plena desamortización: de la economía, de la cultura, de la política. México no tuvo nunca gobiernos que expropiaran al individuo, pero la herencia amortizadora es aún muy fuerte: está en el gobierno, la burocracia, la academia, la prensa. Es una nueva-vieja clerecía. Vale la pena que se vea en el espejo de las que la precedieron y aprenda la lección número uno del código liberal: escuchar, tolerar, ponderar las ideas ajenas. «Las ideas no son delitos», decía el doctor Mora. Sabía lo que decía: era cristiano y liberal.
*Este texto apareció en el libro "Por una democracia sin adjetivos, 1982-1996"