Los ‘good hombres’ de México
Quizá ahora, tras conocer las imágenes de solidaridad que han recorrido al mundo, algunos simpatizantes de Donald Trump hayan comenzado a reconsiderar el concepto vejatorio y absurdo que su presidente les trasmitió sobre México como el país de bad hombres, de “asesinos y violadores”. Tal vez al contemplar la marea humana que, sin distinción de origen, color, religión o clase, acude en auxilio de los damnificados, busca sobrevivientes entre los escombros de los edificios caídos, organiza centros de acopio, recorre con víveres y medicinas Ciudad de México y los pueblos afectados, ese votante de corazón duro y hondos prejuicios raciales tenga otros ojos para mirar a los mexicanos que lo rodean.
En 1950, en su libro clásico El laberinto de la soledad, Octavio Paz describió al mexicano como un ser ensimismado, que solo escapa de su aislamiento en el estallido multicolor de las fiestas o las revoluciones violentas. Algo hay de verdad en esa descripción, pero en el mexicano la soledad se ve paliada desde hace siglos por la unión familiar, un espíritu comunitario muy arraigado y una vocación de solidaridad que, siendo tan humana como la soledad, adquiere en México un carácter distintivo, sobre todo en el caso de los desastres naturales. Venturosamente, esa virtud ha reaparecido tras el terremoto del pasado 19 de septiembre.
Los jóvenes solidarios de hoy crecieron conociendo la hazaña de sus padres en el terremoto que azotó México en la misma fecha en 1985. Frente a la tragedia actual, los han emulado con creces. Por otra parte, han decidido aparecer en el escenario público, con un “acá estamos” que refuta el prejuicio de que los milenials son apáticos e indiferentes para la vida pública. Pero el despliegue de solidaridad ha sido tan enorme que debe tener otra explicación. La mía es religiosa. Está, sencillamente, en el cristianismo mexicano. El propio Paz decía que México debe a la Iglesia mucho de lo bueno y de lo malo de su historia. Entre lo malo está la intolerancia clerical. Entre lo bueno, la religiosidad del pueblo.
Quienes infundieron originalmente la fe cristiana a los indígenas fueron los frailes franciscanos que llegaron en 1524. La actitud franciscana ha persistido a través de los siglos. Está hecha de fe y esperanza, pero sobre todo de caridad. Frente al dolor, el mexicano reza a la Virgen de Guadalupe pero sobre todo actúa. “A Dios rogando y con el mazo dando”, dice un refrán. El mexicano es estoico y quizá por eso destaca en deportes esforzados como el boxeo o la caminata. Pero su estoicismo es activo. Por eso está acostumbrado a socorrer. La palabra socorro es una voz común del habla mexicana (y hasta un nombre de mujer). Existe el culto a la Virgen del Perpetuo Socorro. Los voluntarios de la Cruz Roja son llamados Socorristas. No en balde, los religiosos fundaron desde los albores de la Colonia pueblos-hospitales destinados a vivir productivamente en comunidad y socorrer al enfermo. Y tampoco es casual que en el corazón mismo de Ciudad de México, desafiando los terremotos naturales y las revoluciones sociales, siga en pie el Hospital de Jesús, fundado por Hernán Cortés en 1524. Nunca ha dejado de operar. Pronto cumplirá quinientos años.
Fui testigo de esa vocación de socorrer en el terremoto del 19 de septiembre de 1985. Lo protagonizaron —como ahora— miles de muchachos de todas las clases sociales. A las escuelas llegaron agua, ropa, alimentos, mantas, medicinas, camas, juguetes, mamilas, escobas, jeringas. Mientras en las cocinas se preparaban las comidas, los brigadistas salían a los albergues, las colonias, las aceras, los parques, los edificios en ruinas, para distribuir bienes perecederos y necesarios. Otros grupos que nacieron entonces fueron los célebres Topos, que se arriesgaron entre los escombros para “sacar gente” y desde entonces prestaron socorro en desastres naturales en todo el mundo, incluyendo el huracán Katrina.
Nunca se supo oficialmente el saldo mortal de aquel terremoto hace 32 años. Según cifras conservadoras, rebasó las 10.000 personas. Un estadio de beisbol, derruido después, alojó los cuerpos. Ahora el número de muertos y damnificados es menor, pero el daño material es inmenso y no solo abarca la capital, sino cientos de pueblos muy pobres en los estados sureños de Oaxaca, Puebla, Morelos.
Hasta ahí llegan los jóvenes brigadistas, héroes de esta jornada terrible. Son un ejército espontáneo, perfectamente disciplinado, armado de cascos, palas, zapapicos, lámparas, guantes, trabajando para socorrer a sus hermanos. México es un hormigueo de gente de todas las edades y extracción social: instalan albergues, acopian víveres, reparten materiales de construcción, donan ropa, recaudan fondos, evalúan daños, alojan damnificados. La bandera mexicana ondea en muchos sitios sobre los escombros. Y aún las personas más humildes aportan algo: una frazada, unos dulces, una canción.
La tarea de reconstrucción será larga, difícil y penosa, como lo fue tras el terremoto de 1985. Pero esa marea de solidaridad desembocó en el activismo de cientos de organizaciones cívicas que comenzaron a presionar al PRI hasta que, en la última década del siglo, México transitó a la democracia.
¿A qué conducirá la marea actual? Imposible saberlo. Confío en que México se reconstruya como una sociedad más participativa y alerta, que corrija los males atávicos como la pobreza y la desigualdad, y combata la corrupción, la delincuencia y la impunidad a través de las instituciones democráticas que estos jóvenes, buenas mujeres y buenos hombres, tomen a su cargo.
Los dreamers y los millones de mexicanos que viven en ese Estados Unidos están hechos de la misma pasta que los cientos de miles de mexicanos cuyo comportamiento ha despertado la admiración del mundo. Quienes emigran a Estados Unidos, sin papeles, son precisamente los mexicanos criados en la cultura del trabajo y el socorro, cultura de la que Trump (si pudiera entender algo que venga del mundo y no de su redundante cabeza), podría tomar ejemplo si en verdad quiere que Estados Unidos sean great again.
Texto publicado en el New York Times.