América Latina: los paradigmas de su atraso
El año 1989 fue milagroso en la historia contemporánea. ¿Quién que no sea globalifóbico no recuerda sin nostalgia la Revolución de Terciopelo en Praga, la caída del Muro de Berlín, el fin de la guerra fría? Mientras esos cambios fundamentales ocurrían en Europa, en América Latina comenzaba a ocurrir un milagro quizá menos dramático, pero igualmente esperanzador: como fichas de dominó que de pronto se pusieran de pie, la mayoría de los países de esta región adoptaba la democracia liberal y abandonaba -al menos parcialmente- cuatro poderosos paradigmas de atraso histórico: el militarismo, el marxismo revolucionario, el caudillismo populista y la economía estatalizada y cerrada. Habría sido maravilloso que esos logros de 1989 se hubieran vuelto permanente realidad, y que el destino de aquellos cuatro jinetes de nuestro Apocalipsis fuera -como decía León Trotski- el “basurero de la historia”. Por desgracia, no ocurrió así. La democracia sigue siendo el único sistema legítimo para acceder al poder en América Latina, pero los jinetes cabalgan de nuevo.
El militarismo permanece en la penumbra no porque los militares en varios países carezcan de fuerza, sino porque no tienen ya prestigio político ni un proyecto alternativo. Por añadidura, la nueva universalidad de los derechos humanos complicaría su regreso al poder. Con todo, como se ha visto en el caso venezolano, los militares pueden vestirse con la piel de oveja del uniforme civil, llegar al poder mediante elecciones y luego, a la manera de Hitler, utilizar la democracia para acabar con la democracia. El militarismo es un paradigma latente.
El marxismo revolucionario sigue a la baja, y la guerrilla colombiana (mezcla de ideología, terrorismo y droga) lo ha desprestigiado aún más. La violencia ya se considera, en la mayor parte del continente, como una “partera de la historia”. Pero ahora las revoluciones no necesitan de ideas marxistas para gestarse, porque tienen a su disposición la poderosa bandera del indigenismo. La gran densidad de población indígena, su estado de postración y el limitado proceso de mestizaje en la zona andina son realidades históricas que pueden traducirse en la región en una suerte de “fundamentalismo suave”, antioccidental y revolucionario. Quizá el peligro mayor se concentra en Bolivia y Ecuador más que en Perú, donde la democracia y el mestizaje étnico y cultural han hecho avances sustanciales. Desde el punto de vista estratégico, habrá que observar los pasos del neozapatismo mexicano: el próximo 1 de enero se cumplen diez años de su levantamiento. Concentrado en una estrecha comarca el sureste del país, la única zona histórica donde no hubo mestizaje y donde, por consecuencia, siglo tras siglo han estallado rebeliones étnicas, el neozapatismo mexicano no cuenta, sin embargo, con el apoyo de las mayorías, y ni siquiera de las minorías sustanciales (en las últimas elecciones municipales perdió claramente contra los candidatos del PRI). Por añadidura, su fuerza y legitimidad se derivan justamente de su carácter no violento. En suma, la violencia revolucionaria es otro paradigma latente: puede resurgir en ciertas zonas, aunque no de manera continental ni concertada.
El populismo, que en los años setenta provocó la debacle económica en México, Perú y otros países, ha reaparecido. Su secreto es confundir el juicio de la sociedad prometiendo un paraíso terrenal que, por supuesto, nunca llega; pero, en vez de reconocer su fracaso, opta siempre por achacarlo a las oligarquías internas y al imperialismo. De ese modo, el populismo fomenta la irresponsabilidad y, en un extremo, termina por moldear, a la manera totalitaria, la mentalidad del pueblo. El populismo miente por sistema, desgarra el tejido político, envenena el espíritu público, alimenta la discordia civil. Perón es el ejemplo clásico. La democracia es un acuerdo para legitimar, delimitar, racionalizar y encauzar el poder. El populismo, por el contrario, es una forma arcaica de concentrar el poder, de corromperlo. Por desgracia, el populismo se ha entronizado en Venezuela. Chávez adulteró la esencia de la democracia, coartando las libertades y plantando en su pueblo la mala hierba del rencor social. Su única vocación es permanecer en el mando. Ha mostrado suficientes tendencias autoritarias como para hacer temer la instauración de una dictadura. Si el referendo revocatorio del 28 de noviembre se suspende, Chávez se estaría erigiendo en el heredero natural de Fidel Castro, fomentando, como hizo éste durante décadas, las revoluciones en América Latina.
Chávez se beneficia de un desencanto con las políticas económicas de libre mercado aplicadas desde finales de los ochenta. La prosperidad que nos tenían prometida no llegó, y la región (con la excepción evidente de Chile, en cierta medida de México y de algunas economías centroamericanas) ha permanecido estancada, y en algunos casos (Argentina el más señalado) ha retrocedido. El debate está abierto. Hay quien cree -a mi juicio, con plena razón- que, a diferencia de los esquemas populistas y estatistas, que contaron con largas décadas para arruinar nuestras economías, las políticas liberales no han sido instrumentadas con la suficiente amplitud y profundidad ni han tenido tiempo suficiente para mostrar sus beneficios. Otros piensan que el modelo de liberalización se ha de afinar en mayor o menor grado. Quizá tengan cierta razón. Los tigres de Asia (algo desdentados ahora, pero tigres al fin) han contado para su desarrollo con Estados fuertes, que no monopolizan pero sí rigen y dirigen sus economías orientándolas hacia nichos de competencia atractivos. ¿Podrán los Estados nacionales en América Latina encontrar esa modalidad de intervención creativa, en un marco de transparencia legal y sentido práctico, y sin violentar el orden macroeconómico?
De una u otra forma, todos los países latinoamericanos viven la misma disyuntiva. Todos buscan seguir enganchados al tren de la modernidad occidental, pero saben que, sin un crecimiento económico sostenido y equitativo, la frágil y joven democracia está en peligro y podría precipitar la convergencia de los cuatro paradigmas: un (neo)militarismo, revolucionario, populista y estatista. Para contrarrestar esta tendencia hay tres reformas posibles que merecen examinarse. Atañen a la microeconomía, el papel los intelectuales y la relación con Estados Unidos.
Latinoamérica está urgida de una revolución, pero no marxista, sino microeconómica. La región produce muchos economistas académicos, expertos en modelos matemáticos y graduados en las grandes ligas, pero poca economía aplicada, pocos “ingenieros sociales” como los que reclamaba Karl Popper, que aporten soluciones prácticas para combatir la pobreza. El peruano Hernando de Soto y el mexicano Gabriel Zaid son casos excepcionales. Las ideas de Hernando de Soto sobre la economía informal (en esencia, la necesidad de titulación de la propiedad) son más conocidas que las del escritor mexicano, que desde hace treinta años, en varios libros y ensayos, ha formulado proyectos teóricamente sustentados para favorecer a los más necesitados. No conozco aportación más amplia y original sobre el tema que El progreso improductivo (México, Siglo XXI, 1979). En la tradición de Schumacher -Small is beautiful-, se trata de una enciclopedia razonada de microeconomía, con multitud de ideas prácticas para que los sectores públicos y privados de los países pobres emprendan acciones productivas que mejoren, a corto plazo, los términos de intercambio con la población pobre y marginada en los campos. Sus ideas nada tienen que ver con los viejos esquemas de asistencialismo estatal. Si el Estado latinoamericano moderno está en busca de vinos nuevos con que llenar sus antiguos odres de vocación social, las ideas de Zaid están a la mano.
Éstos y otros cambios serían más factibles si en nuestros países proliferaran figuras de la independencia y responsabilidad de los Havel, Sájarov, Michnik; en otras palabras, si se dispusiera de una moderna vanguardia intelectual que defendiera a toda costa los valores de la modernidad democrática y explicara a la opinión pública por qué los modelos económicos autárquicos y proteccionistas no funcionan (por ejemplo, en el caso dramático de Bolivia, que tiene gas natural para 600 años, pero pretende dejarlo enterrado para defender la “soberanía nacional”). Por desgracia, desde hace más de un siglo la intelligentsia latinoamericana ha sido más doctrinaria que crítica, con una postura antiliberal que favorece y refuerza los cuatro paradigmas de estancamiento (o, si se quiere, tres y medio): si bien son enemigos de los dictadores de derecha, no han visto mal a ciertos militares “de izquierda”, no se diga a Fidel Castro, los sandinistas y ahora a Hugo Chávez. Para muchos de ellos, el fracaso del “socialismo real” fue un accidente pasajero de la historia. Muy pocos abogarían ya por la instauración de un régimen comunista, pero el populismo político y económico -la implantación de los dos últimos paradigmas- es su objetivo natural. La intelligentsia, en suma, ha sido un factor clave del subdesarrollo latinoamericano. Los empresarios latinoamericanos deberían invertir en la formación de líderes intelectuales, enviando a jóvenes no sólo a estudiar en universidades estadounidenses o europeas (que a veces padecen el mismo virus doctrinario), sino a trabajar directamente en los mejores diarios, revistas, estaciones de radio y televisión de carácter democrático y liberal en el Occidente desarrollado. Nuestros países están urgidos de salir de la confusión y la retórica, requieren conocimiento sólido, investigación empírica, método científico, espíritu de innovación. Formar esas élites intelectuales y científicas debería ser una prioridad continental.
Un poderoso factor externo incide en los procesos de apertura económica regional: el proteccionismo de Estados Unidos (y el de los países europeos), dispuesto a defender puertas adentro “la mano invisible” de Adam Smith, pero aún más proclive a meter la mano en favor de sus agricultores ineficientes con subsidios que afectan severamente al productor latinoamericano, los cuales no sólo contradicen, sino que desprestigian el proyecto de la globalización. En éste y muchos otros sentidos, Estados Unidos sigue descuidando gravemente a nuestros países. Al hacerlo, no sólo comete una injusticia, sino un error de proporciones históricas. La adopción continental de la democracia liberal y el libre mercado es, en el fondo, un intento de convergencia con Estados Unidos que puede revertirse a corto plazo. Si el ensayo no da frutos tangibles, América Latina puede desembocar en el desencanto por su modernización frustrada. Y las consecuencias pueden ser en verdad terribles: quiebra de la democracia, rechazo de la vida política institucional, vuelta a la violencia. No el espejo de Chile (que, siguiendo la pauta de España, está en el umbral del Primer Mundo), sino el de Venezuela y Colombia. Un continente ingobernable, de insurrecciones milenaristas, bandas callejeras y traficantes de drogas. El Vietnam latinoamericano que sueña el líder boliviano Evo Morales. Si llegara a cesar por entero el milagro democrático, Estados Unidos miraría de nueva cuenta la región preguntándose -con la irresponsable candidez, ignorancia y desprecio que lo caracteriza- por las razones del desastre.
América Latina -hay que recordarlo en medio de la confusión, los peligros e incertidumbres de la actualidad- no es una zona desahuciada para la modernidad por sus querellas tribales y sus maldiciones bíblicas, un desierto o una selva donde se entronizan el hambre, la peste y la guerra. No es África. América Latina no es una vasta civilización fanática y guerrera, opresora de la mitad femenina de su población, rumiando por siglos o milenios sus odios teológicos. No es el mundo islámico. América Latina es un polo excéntrico de Occidente, pero es Occidente. Para seguir siéndolo necesita mirar hacia la España moderna, no hacia el pasado indígena o virreinal. Y necesita mandar al “basurero de la historia” los cuatro paradigmas de su retraso ancestral.
Publicado en El País, 15 de noviembre de 2003.