Antonio Ortiz Mena: El presidente que no fue
Toda biografía, es obvio, encierra un haz de lecciones, pero hay biografías que son, en sí mismas, una moraleja nacional. Es el caso de Antonio Ortiz Mena. Su obra representa un capítulo estelar del siglo XX mexicano. Inversamente, la incomprensión, el abandono, la destrucción sistemática de esa obra, son un capítulo vergonzoso de nuestro pasado inmediato. Contrastada con el fracaso de los economistas ideológicos que llevaron al país al desastre (1970-1982) y con los que desde aquella fecha no supieron o no pudieron reconstruirlo, la trayectoria de este abogado sagaz que aprendió economía en la práctica es una muestra de que el servicio público, en todos sus niveles, no requiere tanto de títulos académicos como de esas raras cualidades entrevistas por Lucas Alamán desde el siglo XIX: probidad, inteligencia, decoro y, sobre todo, experiencia.
Conocí a don Antonio Ortiz Mena en las oficinas del Banco Interamericano de Desarrollo en Washington, en octubre de 1987. Sostuve con él una serie de conversaciones sobre el México que le tocó vivir y más tarde conducir, desde los años de la revolución maderista hasta sus dos períodos al frente de la Secretaría de Hacienda, la etapa del "Desarrollo estabilizador": 1958-1970. Reviso ahora esos apuntes -llenos de penetrantes observaciones, anécdotas notables e ideas clarísimas- y encuentro en ellos una coherencia vital digna de una gran biografía. Con Ortiz Mena ocurre lo que con otras figuras de inmensa influencia en la historia mexicana: José Ives Limantour y Alberto J. Pani en la política económica, Luis N. Morones y Fidel Velázquez en la organización laboral, Eugenio Garza Sada, Pablo Díez y Emilio Azcárraga Vidaurreta en la zona empresarial, Luis María Martínez en la vida religiosa y eclesiástica, Jaime Torres Bodet en el ámbito de la cultura. Todos estos hombres -y otros más: la lista es relativamente amplia- ocupan, por así decirlo, un segundo plano en la fotografía nacional, son los que aparecen detrás de los presidentes y caudillos -hablándoles, a veces, al oído- pero su impronta en la vida mexicana es acaso más decisiva, en la medida en que su influencia fue transexenal. Son los que vertebraron, consolidaron, administraron y, en no pocos casos crearon, el edificio institucional de México.
Ortiz Mena es un hombre del norte. Viene de una remota estirpe de políticos modernizadores y de empresarios mineros. Pasó su niñez en la Ciudad de México, estudiando en dos escuelas que le abrirían horizontes amplios: el Colegio Alemán y el Franco Inglés. En la Escuela Nacional Preparatoria y en Jurisprudencia, fue alumno de Antonio Caso y de los "Siete Sabios". Esta Generación, llamada de "1915", tuvo como marca distintiva la fundación de instituciones. En aquellas aulas, Ortiz Mena y sus condiscípulos (entre ellos Miguel Alemán y Antonio Carrillo Flores) heredaron la encomienda histórica de cuidar con responsabilidad y acrecentar con visión las nuevas instituciones.
El primer dato específico en el caso de Ortiz Mena es su larga experiencia como abogado litigante. Trabajó como pasante en el bufete privado Cancino y Riba, se desempeñó por un tiempo en los Juzgados de Paz y, finalmente, estableció un despacho privado. La defensa legal de organismos públicos, personas físicas o morales fue su verdadera escuela. Manejó varios asuntos, algunos en contra de la Secretaría de Hacienda. En un caso sonado defendió al gobierno y ganó en todas las instancias un pleito contra la toma ilegal de 4 mil camiones del Distrito Federal por parte de la Alianza camionera.
Paralelamente, desde principios de los años treinta Ortiz Mena dio inicio a una larga trayectoria de servidor público que se volvió exclusiva a fines de esa década, cuando cerró su despacho. Fue asesor y más tarde jefe jurídico del Departamento del Distrito Federal. Trabajó en la modificación de leyes, emisión de decretos, formulación de amparos y proyectos de planificación. Tuvo contacto no infrecuente con el general Cárdenas y colaboró de cerca con un hombre amante de los números, reacio a las abstracciones, y preocupado por introducir una racionalidad en las instituciones del Estado mexicano: Adolfo Ruiz Cortines. En tiempos de guerra, Ortiz Mena prestó sus servicios en el Departamento Nacional de Propiedades dependiente de la Procuraduría General de la República, que administraba los bienes incautados a los súbditos del Eje. En ese período, participó en la redacción de diversas leyes de excepción que si bien limitaban las garantías individuales promovían el autocontrol del Ejecutivo y sus ministros. Más tarde se incorporó al Banco Nacional Urbano y de Obras Públicas, del cual sería subdirector en tiempos de Alemán. Allí tuvo a su cargo la planificación de la Ciudad de México y otras obras (la ampliación de la Avenida de los Insurgentes, la presa Obregón, por ejemplo). Pero su verdadera oportunidad llegó la mañana del 30 de noviembre de 1952, cuando don Adolfo Ruiz Cortines lo recibió en su casa de San José Insurgentes y le dijo: "pollo -así les decía a todos sus pupilos- tengo un problema financiero en el Seguro Social. La proyección de la curva de egresos nos muestra una tendencia al crecimiento mucho más acelerada que la de los ingresos. Si no se revierte pronto nos encontraremos un problema financiero y, a la larga, político".
El género de la historia institucional en México es tan inusual como el de la biografía. El día que se escriba la historia del IMSS se revelará hasta qué grado ese período fue un laboratorio y un presagio de la extraordinaria gestión de Ortiz Mena al frente de la Secretaría de Hacienda. Pronto alcanzó la salud financiera que le pedía Ruiz Cortines, pero ésta era sólo el cimiento necesario. Ortiz Mena aplicó al IMSS los principios de descentralización, subsidiaridad y autogestión. Se amplió la cobertura del Instituto en todo el país a través de unidades médicas independientes que actuaban como cooperativas autónomas y así cuidaban rigurosamente sus recursos humanos y materiales. Se fomentó la figura del médico familiar (tan importante en la tradición mexicana, decía Ruiz Cortines, como el del cura) que atendía personal y permanentemente a un número razonable de afiliados y hacía visitas domiciliarias. Se apoyó a los doctores familiares con programas de capacitación e investigación y con personal de apoyo: trabajadoras sociales, enfermeras, especialistas en pediatría etcétera... Se creó la "Casa de la Asegurada", institución inspirada -¿quién lo diría?- en las células comunistas pero cuyo objetivo no era vigilar la salud ideológica de los vecinos sino su salud física, la recreación y la economía doméstica de las familias afiliadas. Se erigieron unidades de vivienda popular pensadas como espacios generadores de convivencia y creatividad, se promovió el teatro popular, se hicieron inversiones inmobiliarias como la adquisición del antiguo Parque Delta.
Recuerdo que al escuchar a Ortiz Mena tuve la impresión de que en el fondo de ese funcionario pragmático había un utopista. Su biografía adquiría el perfil de un arquitecto institucional o social. La cercanía de tres médicos ejemplares me demostró que la realidad no se apartaba mucho de la imagen que trasmitía Ortiz Mena. El doctor Fausto Zerón Medina, que dirigió los esfuerzos del IMSS en Jalisco durante ese período, confirmó el celo casi apostólico que, contra viento y marea, se puso en esa labor pionera. El doctor Eduardo Turrent recorría como médico familiar la Ciudad de México -barriadas, pueblos, tugurios- en sus ocho visitas diarias a domicilio. Y el doctor Luis Kolteniuk era -ahora lo veo claramente- un médico de cabecera a la antigua usanza: el ojo clínico infalible, el oído atento a los dolores del cuerpo y el alma, y la disponibilidad sin descanso para sus pacientes. Todos fueron soldados de aquel IMSS promisorio. Vocaciones individuales, se dirá, pero inseparables, pienso yo, de un Estado responsable que las promovió, que las hizo posibles.
Con esta ética dirigió Ortiz Mena las finanzas del país por doce años. Sus irrecusables paradigmas son el tema de su libro: El desarrollo estabilizador: reflexiones sobre una época. Ahora nos parece increíble el desempeño de México en esos años en que la estabilidad cambiaria y monetaria fueron las condiciones necesarias para lograr el crecimiento sostenido de la economía y de los salarios reales, fortalecer la confianza y alentar así el ahorro y la inversión. Los números no mienten: 6.5 por ciento de crecimiento anual del PIB; inflación casi nula y por momentos menor a la norteamericana; crecimiento de 3.5 por ciento en los salarios reales industriales; finanzas públicas sanas, estabilidad en el tipo de cambio y las reservas del Banco de México; empleo limitado y estrictamente etiquetado del crédito externo en proyectos específicos, autofinanciables y productivos (la deuda externa en 1970 llegaba apenas a 4 mil millones de dólares); complementariedad del sector público y el privado; promoción selectiva y productiva de empresas públicas (Programa Nacional Fronterizo, Cancún).
Quienes a partir de 1970 atacarían a Ortiz Mena como si fuese un Colbert mexicano, un campeón del liberalismo a ultranza, no sabían lo que estaban diciendo: Ortiz Mena instrumentó ventajosamente la nacionalización de la industria eléctrica (que en esa circunstancia era una medida racional) y nunca adoptó la teoría del estado pasivo, pequeño o indiferente ante las necesidades sociales. En aquellos doce años planeó un seguro educativo, avanzó en la reforma fiscal, creó el ISSSTE, proyectó al Estado como inversionista en proyectos de fertilizantes en Centroamérica, fomentó la reconversión industrial de empresas como Cordemex, propició las inversiones en petroquímica. "Yo no tenía compromiso ideológico -me explicaba en 1987- uno puede ser keynesiano y monetarista, según el caso". Y en efecto, con López Mateos gastó para arrastrar la inversión privada, y con Díaz Ordaz se contuvo para "no provocar frenones y acelerones". Fue, esa es su grandeza y su vigencia, el gran instrumentador de la llamada "economía mixta". Al reflexionar con nostalgia sobre aquel fugaz milagro sólo advierto una limitación, si bien grave: Ortiz Mena no fue lo suficientemente visionario como para modificar el proteccionismo industrial y empujar al país hacia unas aguas en las que ya estaba preparado para nadar: las de una apertura -paulatina y selectiva, si se quiere- a la competencia internacional.
El "futurible" en historia consiste en el no tan ocioso ejercicio de pensar "lo que pudo haber pasado" en vez de lo que pasó. Aplicado a la biografía política de Ortiz Mena -y la de México- ese ejercicio puede ser doloroso. Imaginemos que en octubre de 1969, el presidente Gustavo Díaz Ordaz destapa a su ministro de Hacienda. ¿Qué hubiese ocurrido? Los partidarios del entonces candidato electo dirán que una revolución, así estaba el horno social de México, a ese extremo había llegado -según ellos- la desigualdad, el rezago del campo, la entrega del país a la burguesía y a los intereses extranjeros. Pero lo cierto es que la demolición absoluta, piso por piso, del edificio construido por Ortiz Mena y la inusitada supeditación de la economía nacional a los dictados de Los Pinos (en donde sesudos economistas explicaban al Presidente que la economía era una fiesta interminable con cargo al crédito externo y el pastel era infinito e inagotable) dio comienzo a una crisis que no sólo revirtió los índices de crecimiento sino que atizó la inflación y ahondó la desigualdad, agudizó el drama del campo, derruyó la confianza del sector privado sin ganarse la del sector obrero, multiplicó exponencialmente la burocracia y la corrupción, convirtió al Estado no en promotor sino en un empresario faraónico e improductivo y, lo más triste, hipotecó al país -por la vía del endeudamiento- al capital exterior. En los años posteriores a la "docena trágica", sobre todo durante el sexenio de Salinas de Gortari, el cargo a los economistas en el poder es también serio: habían vuelto a la sana visión de Ortiz Mena pero no lograron revertir la reversión, no tuvieron el valor de sacar la economía de Los Pinos y devolverle su autonomía, no supieron acotar al Presidente imperial.
Con Ortiz Mena como Presidente las cosas hubiesen sido distintas, acaso no tan exitosas como su gestión en Hacienda, pero seguramente mejores de como por desgracia ocurrieron. Desde la devaluación de 1954 -cuando convenció a los líderes obreros sobre las razones de la medida- mostró que era un gran comunicador. Durante el período de López Mateos -cuando tranquilizó al sector privado explicando el sentido de la nacionalización de la industria eléctrica- confirmó sus dotes notables como negociador. Ambas prendas provenían de su experiencia como abogado. Era un financiero nato, un pujante empresario del sector público, un conocedor profundo de la técnica jurídica y legislativa, un instrumentador eficacísimo; era todo eso, pero nunca se pronunció de verdad sobre el tema toral del México desde fines de los sesenta: el tema del monopolio político del PRI. México encaraba en 1970 un problema político real que reclamaba una apertura difícil. A los estudiantes agraviados del 68, al contexto internacional de Guerra Fría, al ascenso de las ideologías revolucionarias no se les podía enfrentar sólo con prudencia económica. Se requería una visión democrática que no estaba en el horizonte intelectual de don Antonio y su generación. La crítica y la autocrítica no eran su signo ni su temple. Mucho menos la rebeldía de la generación del 68. Tenían, esa es la verdad, un concepto demasiado tutelar de su misión en el país. Pero México había cambiado. La solución era abrir, desatar, liberar. En la economía esa salida se retrasó 15 años irrecuperables. En la política fueron 30: apenas estamos viviéndola. ¿Las hubiera propiciado Ortiz Mena? Tal vez. Lo único claro es que no hubiese destruido su obra para comprar a la disidencia: hubiera negociado incansablemente con ella, le hubiera dado razón en algunas cosas, hubiera compartido espacios de responsabilidad práctica.
¿Ortiz Mena utopista? No lo fue en su momento, por los resultados tangibles de su proyecto. El milagro fue real pero efímero. Para no haberlo sido se requería la continuidad que los dos gobiernos siguientes le negaron. Y sin embargo, había elementos, si no utópicos, al menos frágiles en su diseño. Desde 1958 -apuntaba el propio don Antonio- el IMSS se deslizó a la centralización y la burocratización, la "Casa de la Asegurada" y las uniones médicas se volvieron un suculento botín de políticos y líderes sindicales, apareció la corrupción y la improductividad. ¿Fallas humanas? No solamente: fallas estructurales. La obra de Ortiz Mena estaba diseñada para una escala demográfica limitada, no para los crecimientos exponenciales que sobrevinieron después (en su abono adicional, hay que decir que Ortiz Mena se preocupó del problema demográfico y seguramente lo hubiese convertido en una prioridad). Pero había otro elemento, demostrado palmariamente en el siglo XX: la improductividad es consustancial al Estado interventor.
Ahora se habla mucho en Europa, y muy pronto se hablará en México, de la "tercera vía". Todos los partidos políticos sin excepción atacarán al neoliberalismo, se deslindarán del "viejo" socialismo y propondrán una alternativa supuestamente nueva que vincule la sensatez económica con la vocación social. Descubrirán el hilo negro que por casi 20 años tejió cuidadosamente aquel lúcido mexicano. Yo no tengo candidato a la presidencia en el año 2000. No creo que los intelectuales debamos ejercer el "dedazo" que tanto criticamos. Pero para el período 1970-1976 sí tengo un candidato retrospectivo: don Antonio Ortiz Mena.
Reforma