Dominio Público

Aprender a dialogar

Los mexicanos somos buenos para vociferar, abuchear, monologar, predicar, pontificar, descalificar, pero no para dialogar. El doctor José María Luis Mora -padre, como se sabe, del liberalismo mexicano- creía que nuestra incapacidad para el diálogo era casi congénita: "Desde los primeros años se les infunde a los jóvenes el hábito de no ceder nunca a la razón ni a la evidencia por palmarias que sean las demostraciones... en nuestros colegios se hace punto de honor el no ceder nunca de lo que una vez se ha dicho." Periodista enjundioso y prolífico, escritor político de notable elegancia y solidez, parlamentario de gran influencia, en sus obras y discursos (publicados por Porrúa y por el Instituto Mora) sentó las bases de una cultura liberal que no pudo afianzarse debidamente por falta de tiempo, de un clima propicio y de interlocutores. En un contexto de intolerancia religiosa, inestabilidad política y naciente caudillismo, su opción vital fue el exilio, condición que lo amargó. Hacia 1840 un joven mexicano lo visitó en París, pero el encuentro con su admirado autor fue una decepción. Mora, el apóstol del liberalismo, se había vuelto intolerante:

el padre Mora es sentencioso como un Tácito, parcial como un reformista y presumido como un escolástico ... no lo frecuentaré ... me parece un apóstol demasiado ardiente para creerlo desinteresado en sus doctrinas y un partidario tan exclusivo que no ha de hacer buenas migas sino con quien en todas sus conversaciones se sujete a no tener opinión propia.

Aquel joven era Melchor Ocampo. Escribió un pequeño tratado sobre la tolerancia y en 1851 sostuvo una famosa polémica sobre las obvenciones parroquiales, espinoso tema cuya sola discusión ponía en entredicho el poder económico y social de la Iglesia. Su rival era acaso el mayor exponente del pensamiento católico de su generación, el sacerdote Clemente de Jesús Munguía. Pero de aquel notable intercambio no saldría una cultura del diálogo y la tolerancia, menos aún nacería el catolicismo liberal o el liberalismo católico soñado por los intelectuales y políticos moderados, sino el presagio de una guerra civil que estallaría en 1857 entre los polos opuestos e irreconciliables del espectro ideológico. La oportunidad de diálogo se había perdido, por culpa -principalmente- de la Iglesia, que en ese trance se mostró reacia no sólo a cambiar, ni siquiera a discutir su posición histórica. El resultado previsible fue la derrota de los moderados y la radicalización de los "puros" (como el propio Ocampo), que empuñaron -literalmente- "la piqueta de la Reforma". El fanatismo campeó en ambos bandos. De una parte, el sentimiento antiespañol y anticatólico. De la otra, el misoneísmo, el desprecio de las libertades civiles, la consigna "Religión y fueros". Nadie daba ni pedía cuartel, nadie daba ni escuchaba razones. "Jacobinos de la era terciaria y católicos de Pedro el ermitaño" sacaban la pistola, la bayoneta, el fusil, a la primera oportunidad. No dialogaron ni debatieron: se mataron.

Con el triunfo de la República Restaurada (1867) se instauró un fugaz clima democrático que duró una década, pero no advino una verdadera cultura del diálogo porque (salvo en el ámbito neutral de la literatura, y gracias a Ignacio Manuel Altamirano) los liberales habían suprimido al interlocutor, o decretado su nulidad histórica. Ese decreto de inexistencia (como ha visto Gabriel Zaid, en sus ensayos sobre Cultura Católica) empobreció y adulteró nuestra cultura política. Privados de su legítima contraparte (la voz de tres siglos que no podía desaparecer al conjuro de un "borrón y cuenta nueva"), los liberales pelearon encarnizadamente contra sí mismos, con el resultado previsible de que su querella interna desembocase en una dictadura. Al haber clausurado la posibilidad del diálogo (y sus corolarios naturales: la negociación, el compromiso), los liberales prepararon el reino del silencio. Ahora podían debatir sobre temas inocuos como los libros de texto o el sitio de Hernán Cortés en la historia, pero sobre la estructura política real del país y el modo de encarar los grandes problemas nacionales, no había más ruta que la del Señor Presidente. La crítica política sobrevivió de milagro. Los porfiristas no dialogaban ni debatían: asentían.

Antes de levantarse en armas, Madero escribió un libro. No quería que los mexicanos se mataran por las ideas: quería que discutieran sobre ellas para cimentar un cambio pacífico, genuinamente evolutivo. Durante su período no sólo propició la total libertad de prensa sino que se portó como un auténtico liberal (no jacobino): abrió la Cámara al Partido Católico. Pero los senadores suspiraban por el antiguo régimen y los diputados enconaban sus posiciones provocando la inestabilidad que derivó en el golpe de Estado. Otra oportunidad de diálogo se había perdido. Por diez años hablaron las armas, no las urnas. Imperó la ley del machete, no la Constitución. Se vivió la feria de las balas, no la de las letras. "La Revolución es la Revolución", decía Luis Cabrera, y la Revolución -por principio- exterminaba, mataba, arrasaba, suprimía o integraba: no debatía, no dialogaba.

Los sonorenses no dialogaron con los carrancistas. Lo cardenistas no dialogaron con los callistas. Los alemanistas no dialogaron con los cardenistas. Los diazordacistas no dialogaron con los estudiantes. Los estudiantes del 68 tampoco éramos unos Sócrates en potencia, menos aún los guerrilleros. Los populistas no dialogaron con los desarrollistas. Los tecnócratas no dialogaron con los populistas. Los priistas no dialogaron con "los reaccionarios" del PAN ni con los "rojos" de izquierda. La izquierda perdió la oportunidad de oro de dialogar con Octavio Paz. El ala conservadora del PAN no supo tampoco tomar distancia de sus rígidos postulados doctrinarios y se cerró al diálogo.

Así llegamos al momento actual. No ha sido poco lo que hemos conquistado: democracia electoral, libertad de expresión plena, una ley de transparencia, la acotación del Poder Ejecutivo, la sustancial autonomía del Poder Judicial, las resoluciones recientes del Poder Legislativo. Pero, a riesgo de recaer en el perverso ciclo de radicalización, violencia y dictadura, necesitamos aprobar la asignatura pendiente. Desde los colegios hasta la plaza pública, necesitamos "ceder a la razón y a la evidencia" sin hacer de ello "un punto de honor": necesitamos aprender a dialogar, a debatir. Esa es la propuesta. Y la propuesta camina.

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