Así murió la república
Hemos confundido o amalgamado democracia y república. Deberían ser, y en muchos casos han sido, compatibles y complementarias, pero no son idénticas. La democracia es la tarea política de los ciudadanos; la república es el andamiaje institucional y legal que la hace posible. Pero la democracia corre siempre el peligro de corromperse en demagogia, y es entonces cuando república y democracia pueden volverse antitéticas. Por desgracia, es el caso de México. Hoy.
La democracia, invento de los griegos, responde en esencia a la pregunta ¿quién tiene derecho a gobernar? La respuesta es: la mayoría. Pero para prevenir la corrupción demagógica idearon reglas diversas para separar de sus cargos a los líderes que, abusando de la popularidad, buscaban una concentración excesiva del poder o azuzaban revoluciones. Aunque al final Atenas sucumbió en manos de las tiranías y el posterior dominio macedonio y romano, su historia no registra una sola tesis filosófica, un solo episodio o un personaje que haya defendido la supresión política de la minoría en nombre de la propia democracia. Esa supresión tenía un nombre: tiranía, y ningún tirano lo fue “en nombre” de la democracia. Por desgracia, ese es el caso de México. Hoy.
La república, invento de los romanos, responde en esencia a la pregunta: ¿cuáles son los límites que deben anteponerse al poder? La respuesta: todos los necesarios. Temerosa de la tiranía de muchos y de uno, Roma discurrió la división tripartita de los poderes: Senado, asambleas legislativas y magistrados ejecutivos (dos cónsules, no uno, y renovables cada año). Ese orden republicano, trabajado a lo largo de cinco siglos, llevó el derecho y, con él, la civilización romana a todos los confines de aquel mundo. Finalmente se derrumbó a manos de un líder y su cauda popular. Lo siguió el imperio que globalizó la ciudadanía y, en sus mejores momentos, bajo Augusto, Adriano o Marco Aurelio, rindió homenaje formal a la república. No obstante, en largos periodos predominaron los Calígula, Nerón o Cómodo, los endiosados del poder que pisotearon el legado histórico. Por desgracia, este es el caso de México. Hoy.
El régimen mexicano ha usado la democracia para acabar con la república. ¿Cómo lo ha hecho? Interpretando la democracia, con evidente mala fe, como la tácita voluntad del pueblo depositada en el régimen para hacer lo que le venga en gana, suprimiendo los derechos de la (inmensa) minoría.
En latín, este recurso de la demagogia se denomina “falacia ad populum”. Consiste en pretender que la verdad depende de la cantidad de gente que cree en ella. Pero la verdad no es cuantitativa: no importa cuántos opinen esto o aquello, la verdad es un acuerdo entre el dicho y la realidad.
Los voceros del régimen practican ad nauseam la falacia ad populum. A menudo se ponen etimológicos: “demos, pueblo, cratos, poder”. O se sienten latinistas: “Vox populi, vox Dei.” O sentenciosos: “El pueblo nunca se equivoca.” En el fondo, su inspiración –acaso no involuntaria– es Carl Schmitt, el filósofo del nazismo: “la distinción específica de la política es la confrontación del amigo y el enemigo”.
Cuando ese pueblo que nunca se equivoca llevó a Hitler al poder en 1933 y vio con regocijo la destrucción de la República de Weimar, Schmitt creyó ver convertida su doctrina en una profecía universal. Todos conocemos los resultados de aquella voz divina, de aquel demos alemán depositando el cratos en el Führer. Pero nadie piensa en ese desvarío del pueblo alemán como una hazaña de la democracia. Por desgracia, México vive su propio desvarío. Hoy.
Precisamente como una hazaña de la democracia se ha querido presentar ese acto de barbarie (cruelmente) llamado reforma judicial. “El pueblo la pidió para acabar con la corrupción y el nepotismo”, se proclama demagógicamente. Doble falacia: ¿dónde consta que “el pueblo” pidió la reforma? Y aun si así fuera, esa opinión no probaría la verdad sobre su pertinencia. Y, para colmo, el cinismo del régimen que ha abusado del nepotismo y la corrupción lava su conciencia invocando al pueblo.
El endiosamiento del poder produce esos engendros. Grecia nunca recobró su democracia. Roma sacrificó por siempre a su república. Ahí, inverosímilmente, sin división de poderes ni respeto a la ley ni órganos autónomos, con las hordas del crimen a nuestras puertas, en el espectáculo del pan y circo, en el vasto reino de la mentira, precarias las libertades, desvirtuada la democracia, destruidas las instituciones republicanas, por desgracia, está México. Hoy.
País sin ley
La historia consignará los costos que ha dejado a su paso esa máquina de destrucción autodenominada 4T. Muchos han quedado hundidos, en el sentido de ser irremediables. Es el caso de la incuria del pasado gobierno en el covid y su criminal “política” de “Abrazos, no balazos”. Sacrificaron cientos de miles de vidas. Tampoco la selva del Sureste, los árboles y las especies arrasadas se recuperarán jamás. Otros costos se siguen acumulando: los pagos del aeropuerto que no se hizo; el que se hizo, pero no funciona; el tren que no transporta, la refinería que no refina; eso sin contar con los subsidios gigantescos a Pemex y la CFE, ni los costos de oportunidad en que han incurrido diversas áreas. Hay otros costos vigentes: en educación, salud, seguridad, cultura, infraestructura, etc. En algunos casos, parece haber conciencia sobre la necesidad de detener la hemorragia. Pero hay una irreparable: la llamada “reforma” judicial.
¿Era necesaria una reforma de la justicia? Desde luego sí, desde las fiscalías y policías hasta los juzgados y las cárceles. Pero reformar no es destruir. Y lo que se ha hecho es destruir.
Por un lado, se destruirá la tradición jurídica de México, nacida hace doscientos años con la primera Constitución federal. Institucionalmente, México fue construido –no se olvide nunca esa palabra– por personas que, como Juárez, hicieron su vida alrededor de las leyes, dedicados a la práctica del derecho: el estudio, la investigación, la edición, la cátedra, los tribunales, la abogacía, la judicatura. Las tradiciones vertebran una nación tanto o más que sus obras materiales y esa tradición ha quedado sepultada.
Lo mismo ocurre con la división de poderes. Es cierto que no existió en tiempos de Porfirio Díaz ni del PRI, pero aun en esas etapas prevaleció un cierto respeto a las formas. Por lo demás, frente a los desmanes del poder ejecutivo y el legislativo, el poder judicial tuvo un desempeño menos indigno. A partir de 1994, la división comenzó a ser efectiva, y llegó a serlo hasta que el régimen actual decidió anularla.
La “reforma” destruye la vida profesional y aun el patrimonio de cientos de jueces y sus familias. Destruye también el Consejo de la Judicatura, sustituyéndolo con un Tribunal de Disciplina Judicial y un Órgano de Administración Judicial que serán tan o más obsecuentes con el ejecutivo como fue el judicial antes de la reforma –esa sí real e histórica– de Zedillo.
Lo más grave es el costo que pagarán las generaciones futuras. Con todas las imperfecciones y arbitrariedades que se quiera –y eran muchas–, en el imaginario del mexicano, al menos como aspiración, la ley era la ley, no la palabra del rey. Solo así se explica la antigua vocación de abogado. A partir de ahora, la ley será lo que es para el régimen: una palabra hueca.
Las fraudulentas elecciones ejecutivas y legislativas del siglo XX nunca llegaron al grotesco carnaval que culminó el 1 de junio. Quizá se cuelen juzgadores preparados y probos, pero serán más los casos patéticos, inverosímiles, indignantes. El daño, sin embargo, no se sentirá de inmediato. Como un veneno sutil, penetrará lentamente en la sociedad afectando todo tipo de litigios, sembrando miedo, incertidumbre y desconcierto, desalentando de raíz la iniciativa y la inversión, hasta lograr su propósito: la prostitución política de la ley.
Estamos enterrando algo muy preciado de nuestra historia, una noción de justicia distinta a la dádiva estatal, un margen de protección frente a las arbitrariedades del poder, una salvaguarda de las libertades y las garantías individuales. La memoria de nuestros juristas (Otero, Rejón, Zarco, Vallarta, Sierra, Rabasa) ha sido pisoteada. En su natal Jilotepec, el juez de pueblo Andrés Molina Enríquez (autor de Los grandes problemas nacionales) se avergonzaría de la afrenta a su profesión. Alberto Vásquez del Mercado, ministro que en 1931 se enfrentó a Calles, sentiría grima de los cuatro ministros activos –no mancho esta página con sus nombres– que, con su dimisión, mentira, demagogia y traición, han deshonrado a la Corte.
Daniel Cosío Villegas solía evocar a los ministros de la República Restaurada, Ramírez, Altamirano, Iglesias: “Eran fiera, altanera, soberbia, insensata, irracionalmente independientes.”
¿Qué juez, qué magistrado, qué ministro, investido tras el espurio proceso llevado recientemente a cabo, podrá soñar siquiera con las prendas morales de aquellos mexicanos eminentes?
Basado en dos textos publicados en Reforma
los días 24 de noviembre de 2024 y 13 de abril de 2025.
Publicado en Letras Libres en julio de 2025.