Asumir el poder
"En el contexto inhumano de la historia, a aquel que rehúsa el poder, por un proceso fatal de reversión, el poder lo destruye".
Octavio Paz, Posdata, 1970.
El contexto al que se refiere Paz es el de las dos grandes revoluciones mexicanas. De allí el paralelo que traza entre Zapata -quien frente a la silla presidencial aconsejaba "quemarla para acabar con las ambiciones"- e Hidalgo, que a la vista de la capital prefirió replegarse hacia el Occidente, donde lo esperaban la derrota y la muerte. En ambos casos, los caudillos afirmaron una negación y la negación se afirmó sobre ellos, sacrificándolos.
Aunque la regla no es universal (hay casos en que el poder no asumido sólo margina a quien lo deja vacante, pero no lo destruye), corresponde efectivamente a otros periodos de la historia mexicana, no sólo en sus momentos de violencia extrema sino de paz inestable, cuando un poder se encuentra en tránsito de legitimación. En los albores de nuestra vida independiente, Iturbide asumió de manera embrionaria un poder monárquico que requería de un acto de coherencia y firmeza histórica para consolidarse (someter al Congreso a los límites propios de un orden constitucional, por ejemplo). Al rehusarse a ejercerlo, el Congreso lo destruyó.
En el México convulso y frágil de mediados de siglo XIX, Santa Anna entraba y salía del poder sin ejercerlo realmente. Pero una nación, por más desorientada que esté, no puede vivir entre paréntesis. Al rehusar un compromiso claro que preservara de una vez por todas al molde virreinal o lo modificara radicalmente, Santa Anna presidió sobre una era de desintegración, la de sí mismo y la de México. Más noble en sus empeños, más trágico, Comonfort -ese Hamlet mexicano- se rehusó a decidir entre ser o no ser reformador, y un golpe de Estado decidió por él. Madero no quiso quemar la silla presidencial: quiso dotarla de una legitimidad definitiva, democrática. Su propósito era loable, el más loable de todos, y el momento era propicio, ¿qué falló? Madero pensó que la realidad se acercaría al mundo ideal de sus convicciones y a la letra de la Constitución. Más aún: terminó por actuar como si la realidad ideal fuese toda la realidad, por eso no vio la necesidad de emplear medios que en una democracia plena hubieran sido innecesarios. ¿Era imprescindible recurrir a medidas ilegales o a la violencia? Seguramente no.
Frente a las fuerzas que saboteaban desde dentro el proyecto democratizador, Madero esquivó el acto o los actos de coherencia y firmeza histórica que necesitaba para afianzarse y afianzar a la naciente democracia. Un gabinete propio, compacto, imaginativo, respetado, (verdadero brazo ejecutor del Presidente), una alianza sólida con gobernadores experimentados, el apoyo al "grupo renovador" en la Cámara, son algunas medidas políticas que lo hubiesen salvado. Ya en plena "Decena Trágica", Madero hubiera ganado las dos semanas que necesitaba hasta el arribo de su alma gemela a la Casa Blanca (Woodrow Wilson) con sólo depositar el poder militar en manos leales. Atándose las manos, confiando en el bálsamo persuasivo de su buena fe, Madero creyó que tenía un tiempo que no tenía.
Así fue como el Presidente más legítimo de la historia contemporánea, rehusó ejercer el poder democrático que sí tenía para construir la democracia mexicana. Y el poder de sus enemigos, brutalmente, lo destruyó. Llegamos al momento actual. El paralelo que se ha querido trazar entre los dos presidentes -Madero y Zedillo- es falso. Mientras que el primero fue un caudillo de una revolución que derrocó a un régimen autoritario, el segundo -al margen de sus probadas intenciones democráticas y de la voluntad mayoritaria que lo llevó al poder- es todavía la cabeza renuente de un régimen autoritario. Pero en manos de Zedillo está convertirse en una figura histórica más decisiva aún que la de Madero: la del Presidente que habrá logrado el tránsito de México a la democracia, no el apostolado de la democracia. Lo avalan la elección de agosto, la firma del reciente Acuerdo entre los partidos y sus actitudes republicanas y federalistas. Pero en el contexto de hoy no sólo hacen falta esas muestras fundamentales de respeto a la libertad de los poderes constituidos, sino acciones contra quienes pervierten las libertades ciudadanas, en particular la libertad de elección.
La libertad de los caciques del sistema lleva a la servidumbre de todos. Lo que se requiere es el acto o actos de coherencia y firmeza histórica contra esos caciques y sus guardias blancas en estados o municipios. ¿Es imprescindible recurrir a métodos ilegales o violentos? Seguramente no, pero esos grupos no se reformarán por medio de nobles prédicas. Vivimos uno de esos raros momentos plásticos en los que el rumbo histórico puede virar para bien. La oportunidad es fugaz. Los casos de Tabasco y Chiapas deben resolverse correctivamente, en un proceso que conduzca a nuevas elecciones. Formas de presión hay muchas. En Jalisco, Yucatán, Guanajuato, y los demás estados donde este año habrá comicios, se debe actuar preventivamente, advirtiendo a los delincuentes electorales que su acción será penalizada. Formas de apelación al pueblo por encima del aparato, hay muchas. Hoy por hoy, rehusar el poder es perderlo. Hoy por hoy, asumirlo es democratizarlo.
Reforma