Breve historia de la corrupción
La versión original de este ensayo se publicó en Reforma en diciembre de 1995. En esta nueva versión incorporo información proveniente de otros libros míos y dos pasajes pertinentes de Jorge Vera Estañol y Daniel Cosío Villegas e incluyo una posdata.
Se ha dicho que las raíces de la corrupción en México están en la época colonial. El poder patrimonial absoluto de los monarcas españoles sobre sus dominios, transferido casi intacto a sus representantes en las Indias, los virreyes, habría convertido el ejercicio de los puestos públicos en un negocio privado, hábito que a su vez habría persistido a través de los siglos. Es verdad que el enriquecimiento de los oficiales con sus puestos no estaba mal visto por la Corona que incluso propiciaba la “venta de oficios”. Es verdad también que solo ahora comienza a desvanecerse la idea de que los políticos son los dueños del país. Pero la vida política colonial era menos opresiva de lo que se cree y su herencia menos decisiva de lo que parece. Piénsese, por ejemplo, en la institución del Juicio de Residencia. Cuando los virreyes cesaban en sus funciones o eran transferidos a otros reinos, sufrían un arraigo forzoso para enfrentar, y en su caso reparar, los agravios que hubieran infligido a particulares o corporaciones. Si el virrey moría en funciones, el resarcimiento recaía sobre su sucesión. En este sentido, la Colonia era más democrática que la época actual: ningún expresidente ha tenido que responder, no se diga resarcir a la nación, por sus faltas, robos o asesinatos.
Los criollos –escribía Alamán– eran “prontos para emprender y poco prevenidos en los medios a ejecutar, entregándose con ardor a lo presente y atendiendo poco a lo venidero”. Iturbide hizo negocios turbios en sus años de general invicto, Santa Anna tuvo haciendas en México y Colombia, pero ambos fueron despilfarrados, desidiosos, descuidados. Buscaban menos el poder que el amor de sus compatriotas. Soñaban con guirnaldas de oliva y un sepulcro de honor. El dinero no estaba en su horizonte práctico ni axiológico. Además, de haber querido enriquecerse, el pobre erario se los habría impedido.
Los liberales de la Reforma tuvieron todas las cualidades cívicas, incluida, por supuesto, la honradez. Pero como sabían que los hombres son falibles, crearon una Constitución que limitaba las fallas de un posible ejecutivo dispendioso o corrupto, por tres vías: la Comisión de Hacienda de la Cámara de Diputados, la Suprema Corte de Justicia y una prensa libérrima. Estas instituciones llamaron a cuentas al expresidente Manuel González en 1885. México había vivido su primer momento de apertura económica caracterizado sobre todo por la febril construcción de los ferrocarriles. Al amparo del gobierno se hicieron negocios ilícitos que se tradujeron en un déficit fiscal escandaloso para esos tiempos y que estuvo a punto de provocar la consignación del secretario de Hacienda y el tesorero de la Federación. Don Porfirio, pérfido instigador de la maniobra, terminó por absolver a su compadre y de ese modo se enfiló, sin rival alguno, hacia la reelección perpetua, pero el precedente se había sentado.
De Porfirio Díaz pueden decirse muchas cosas, pero no que fuera corrupto. Dueño de un dominio político absoluto, podía otorgar mercedes, prebendas, concesiones con la liberalidad de un rey, pero en lo personal tenía que ser, y parecer, honrado. Para que la Cámara, la Corte y la prensa no tuvieran que llamar a cuentas, las cuentas quedarían a cargo del ministro de Hacienda, quien ejercería un manejo financiero responsable y autocontenido en el cual cabían ciertos favores y preferencias, pero no la corrupción. Por lo demás, cosa que con frecuencia se olvida, en tiempos porfirianos los niveles medios del aparato judicial funcionaban con eficacia y honestidad.
En el río revuelto de la Revolución, muchos humildes pescadores se hicieron millonarios. “El remolino elevó hasta el cielo la hojarasca”, escribió Daniel Cosío Villegas, “y los individuos quisieron conservar toda la vida los mil pesos de sueldo que súbitamente ganaron, hurtando un millón mientras el remolino duraba”. Quizás el primer estadio de la corrupción fue el botín de guerra. A la entrada de los constitucionalistas a la Ciudad de México en 1914, apunta Jorge Vera Estañol, “Obregón se apodera de la imprenta de El País y la obsequia a uno de sus amigos [...] las propiedades son ocupadas y pasadas por saco, las oficinas cateadas y despojadas de cuanto en ellas hay de numerario, los carruajes, pero especialmente los automóviles, ejercen fascinación irresistible en los libertadores [...] A los cuantos días los palacios y palacetes de las aristocráticas colonias Juárez, Roma, Cuauhtémoc, Paseo de la Reforma, Condesa y otros cuarteles y suburbios están en gran parte habitados por los generales, coroneles y oficiales del constitucionalismo [...] La fastuosa finca del Jockey Club se convierte en dormitorio de papeleros; la casa de Joaquín Casasús en cuartel general de Lucio Blanco [...] El pillaje y destrucción alcanzan allí lo inverosímil; las obras de arte, los muebles de lujo, los pisos de parqué, son salvajemente despedazados en añicos; las bibliotecas –símbolos de la civilización y la cultura– [...] despiertan furores inconcebibles”. Cuando en 1916 se abre una caja fuerte de Lucio Blanco en el Banco de Londres y México, se hallan –entre otras cosas– “un anillo imperial de Maximiliano, de oro y brillantes, con el monograma del archiduque, un reloj de oro y esmalte con el monograma del mismo; 66 onzas de oro con la efigie de Maximiliano: dos paquetes [...] conteniendo [...] 247,645 pesos, dieciséis sacos con plata [...] fistoles, mancuernillas”.
El pueblo de la Ciudad de México inventó el vocablo carrancear como sinónimo de robar y llamaba consusuñaslistas a los constitucionalistas. El apodo refiere claramente a la avidez presupuestívora de aquella clase media en el poder. El periodo carrancista es defendible por su política internacional e interna, no por su limpieza. Pero no hay que confundir el botín de una guerra y los “cañonazos de cincuenta mil pesos” que disparaba Obregón con la corrupción moderna. Por testimonio de algunos miembros de la generación de 1915, sé que durante los primeros años de De la Huerta y Obregón no hubo corrupción directa –uso de fondos públicos–. Con todo, el historiador alemán Hans Werner Tobler documentó el gozoso reparto de haciendas que prohijó la Revolución. Es verdad que al grito de “la Revolución me ha hecho justicia” buena parte de la nueva clase militar cobró generosamente su participación revolucionaria mediante la incautación de haciendas. Es verdad también que el promisorio Banco Nacional de Crédito Agrícola fundado en 1926 desvirtuó su vocación y arruinó sus finanzas otorgando los famosos e irrecuperables “préstamos de favor” a generales como Escobar, Amaro, Valenzuela y sobre todo Obregón. Pero la Reforma Agraria cardenista revirtió en buena medida el saqueo. En junio de 1934, Cárdenas realizó una gira por los estados del norte. El general Eulogio Ortiz le mostró el bonito latifundio con que la Revolución le había hecho justicia. Cuando le tocó su turno (de repartirlo), el general Ortiz alzó los hombros y pronunció una frase célebre: “La Revolución me dio la tierra y la Revolución me la quita.” Cárdenas apunta: “Debiera haber expresado: durante la Revolución la adquirí y hoy la devuelvo al pueblo.” Sin embargo, al concluir la era de los generales, ninguno o casi ninguno podía declararse libre de apropiaciones o adquisiciones ventajosas de tierras y propiedades.
Según Cosío Villegas, la Revolución, en su ímpetu destructivo, “impulsó la corrupción”:
Esa destrucción casi total de la riqueza nacional ha podido ser recibida por algunos con júbilo y por otros como un feliz augurio de que México sería en adelante un país pobre, pero en el cual la riqueza estaría distribuida entre todos con equidad. En un momento de la vida revolucionaria del país pudo ser cierta la alentadora afirmación de que no había un solo millonario, y que grandes grupos sociales mejoraban su condición económica; pero la triste realidad social habría de imponerse muy pronto, ante la necesidad de recrear la riqueza destruida. Quizá ninguna carga mayor cayó sobre los hombros de la Revolución; por eso, resultó la más severa prueba de su rectitud, de su fortaleza y de su capacidad creadora. Y de esta gran prueba moral salió peor que las otras: en lugar de que la nueva riqueza se distribuyera parejamente entre los núcleos más numerosos y más necesitados de ascender en la escala social, se consintió que cayera en manos de unos cuantos que, por supuesto, no tenían –ni podían tener– mérito especial alguno.
De ahí la sangrienta paradoja de que un gobierno que hacía ondear la bandera reivindicadora de un pueblo pobre fuera el que creara, por la prevaricación, por el robo y el peculado, una nueva burguesía, alta y pequeña, que acabaría por arrastrar a la Revolución y al país, una vez más, por el precipicio de la desigualdad social y económica.
Comparada con la corrupción de la etapa posterior, la de los generales parecería un juego de niños. La corrupción moderna en México la crearon los licenciados, esos universitarios preparados, esos civiles de traje y corbata, a quienes el público llamó los tanprontistas porque tan pronto como se sentaron en sus puestos públicos comenzaron a servir con diligencia a sus negocios privados. El catálogo era amplio: un ministro establecía una compañía ad hoc para surtir a precios inflados los requerimientos de su propia secretaría; desde el poder se alentaban monopolios de distribución de gasolina y transportes; se hacían fortunas gigantescas mediante la especulación monetaria e inmobiliaria. Y la desgracia es que no había límites, solo las voces aisladas de los débiles partidos de oposición, algunos viejos revolucionarios honrados (o casi honrados), un puñado de escritores independientes (Bassols, Cosío Villegas), la revista Presente que el gobierno reprimió y el cómico Jesús Martínez “Palillo”.
“Vivimos en el cieno”, declaró en 1952 Vicente Lombardo Toledano, “[...] la mordida, el atraco, el cohecho, el embute, el chupito, una serie de nombres que se han inventado para calificar esta práctica inmoral. La justicia hay que comprarla, primero al gendarme, luego al ministerio público, luego al juez, luego al alcalde, luego al diputado, luego al gobernador, luego al ministro, luego al secretario de Estado.”
Solo le faltó decir, aunque estaba implícito, el presidente.
El ciudadano común toleraba la universalidad de la mordida porque o bien creía que los políticos eran dueños del poder y podían hacer su “regalada gana”, o bien porque sabía que contra el uso impune del poder no había recurso eficaz. Muy pocos advertían entonces que solo el ejercicio real, no simulado, de la democracia y la división de poderes podía revertir la corrupción. La gente pobre de la ciudad se vengaba asistiendo al teatro Folies Bergère a reír con los sketches políticos de Palillo, “flagelador de los inverecundos”, fustigador de “los políticos inmorales, pulpos chupeteadores del presupuesto nacional”. Lo que no podía decirse por escrito y en público, se hacía público a través de las cadenas del rumor.
A pesar de sus proporciones (millonarias, en dólares) la corrupción se hallaba en un estado rudimentario y no mostraba aún sus efectos más perversos. Cuidando todavía ciertas formas, los licenciados alemanistas habían accedido a los dineros públicos a través de arbitrios y mediaciones. Además, debido a la nueva vigencia del paradigma industrial, aquella riqueza mal habida solía quedarse en México, creando nueva riqueza y empleo. En 1952, la propia desmesura de los licenciados creó su antídoto. Ruiz Cortines ejerció una administración honesta y eficaz que, si bien no castigó penalmente a los pillos ni estableció diques institucionales contra la corrupción (cosa que solo el equilibrio de poderes y la democracia podían hacer), volvió al precedente porfiriano de autocontención y consolidó la respetuosa separación entre la presidencia y la Secretaría de Hacienda y el Banco de México. La corrupción creció mucho en tiempos de López Mateos y tendió a limitarse un tanto en los del austero Díaz Ordaz, pero no mostraba todavía su rostro verdadero. En un país que crecía al 7% anual, con un 2% de inflación, la corrupción parecía un “lubricante natural del sistema”.
Con Echeverría se inauguró la etapa de los economistas en el poder, esos cachorros de los cachorros de la Revolución, perfectamente preparados para servir a la Patria destruyendo su economía y cobrando millones por el trabajo de demolición. Con la expansión del sector público (en casi dos millones de plazas, cientos de organismos, programas, fideicomisos, y un presupuesto “apalancado” con veinte mil millones de dólares de deuda externa) la corrupción cambió de escala. Ahora no solo el amigo del presidente amasaba fortunas: bastaba un puesto menor en un nivel estatal para echar mano a la colación de la piñata pública. En los tiempos petroleros de López Portillo, las historias de enriquecimiento incomprensible se volverían lugar común.
Un sector de la opinión pública comenzó a percatarse de la relación funcional entre el poder y el dinero y abrigó desde entonces un agravio contra el sistema. Por eso el lema de Miguel de la Madrid sobre la “renovación moral” le ganó una votación masiva. Era el momento de actuar jurídicamente contra los expresidentes y abrir el sistema político, pero De la Madrid (quien no fue ajeno a sospechas de corrupción) tomó la tímida opción de volver al ejemplo de Ruiz Cortines. No era suficiente. Se requería nada menos que un cambio en el contrato político de México. Gabriel Zaid lo formuló en 1986 en su ensayo “La propiedad privada de las funciones públicas”: “La corrupción no es una característica desagradable del sistema político mexicano: es el sistema. [...] La corrupción desaparece en la medida en que las decisiones de interés público pasan de la zona privada del Estado a la luz pública.”
Estaba claro que la corrupción no era una falla moral inherente al mexicano. Era y es universal, y no se combate con prédicas sino con los mismos controles que los liberales introdujeron en la Constitución de 1857: diputados que revisan las cuentas, jueces independientes, una prensa libre, veraz y honrada que llama a los pillos por su nombre, partidos de oposición alertas a cualquier pifia de sus adversarios en el poder, y ciudadanos que a través del sufragio efectivo otorgan, revisan o revocan su mandato sobre los políticos. Todo esto debió haberse instituido en los años ochenta y pudo habernos librado de los vergonzosos extremos de corrupción a que se llegó en tiempos de Salinas.
Posdata
La historia de la corrupción en el siglo XX está por escribirse. Desde los tiempos de Echeverría hasta fin de siglo, la revista Proceso denunció casi en solitario, semana a semana, los casos más sobresalientes y vergonzosos. Es una fuente fundamental para aquella historia.
La corrupción, como es obvio, no cesó en el siglo XXI. Pero es claro que gracias a nuestra democracia, a las libertades que le son intrínsecas, y a las instituciones que ha creado (en particular el Instituto Nacional de Transparencia), los políticos han estado bajo el escrutinio público en una medida mucho mayor que en tiempos de la presidencia imperial. Por la acción de la prensa (ya no solo Proceso sino Reforma y otros diarios y programas radiofónicos) la corrupción pudo contenerse –solo contenerse– en el gobierno federal entre 2000 y 2012. Por desgracia, la corrupción –hidra de muchas cabezas– se refugió en los estados.
Quizá la falla mayor, histórica e imperdonable, de la administración de Peña Nieto fue haber incurrido y alentado la corrupción, desde la presidencia hasta el último funcionario. El PRI no valoró el voto condicionado que le dio el ciudadano en 2012. El PRI lo traicionó. Peña Nieto llegó al extremo de proclamar que la corrupción era “parte de la cultura mexicana”. Los vergonzosos escándalos de corrupción en su sexenio sepultaron la faceta reformadora de su gestión, sepultaron al PRI, y podrían sepultar a la democracia.
El nuevo gobierno ha puesto en el centro de su programa el combate a la corrupción. La intención es impecable, pero la instrumentación ha sido errática, inconsistente y contradictoria. Lo más preocupante es el acoso a las libertades e instituciones creadas por la democracia para ir acotando la corrupción de la única forma en que cabe hacerlo: mediante la exhibición pública de los delitos y la aplicación estricta de la ley. En vez de esas vías, el nuevo gobierno –que se presenta como un nuevo régimen, casi como una nueva era– propone desterrar la corrupción mediante un acto casi místico de purificación moral que parte del presidente y llega hasta el último ciudadano.
La rectitud del presidente tiene efectos positivos en la sociedad y el desempeño de los gobernantes en todos los niveles. Pero no se trata de fundar una nueva religión sino de mejorar un orden democrático, con ejercicio pleno de las libertades y la legalidad. El nuevo gobierno no entiende la diferencia. En esa confusión entre el orden religioso y el orden político puede naufragar no solo el uso recto, justo y racional de los recursos públicos sino la democracia y hasta el país entero. ~