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Caballería política

"La caballada está flaca", dijo alguna vez el gobernador y cacique de Guerrero Rubén Figueroa, refiriéndose a los precandidatos de la cuadra que ganaba todas las carreras en el pasado. La caballada actual, más robusta y briosa que la de entonces, es también más numerosa y variopinta, pero corre desbocada, antes de tiempo y por fuera de la pista.

El extraño fenómeno -inédito en la historia de nuestro hipismo político- empezó a mediados del 2003, cuando el meritorio ganador de la carrera del 2000 decidió interrumpir su reinado y adelantar inexplicablemente la temporada del 2006, en un momento en que no había siquiera espectadores en el Hipódromo. Al hacerlo provocó un desconcierto general: desorganizó al gremio entero, interrumpió los aplausos que todavía se escuchaban por su hazaña, se restó a sí mismo espacio y capacidad de maniobra, se encerró en la caballeriza de Los Pinos, abrió el apetito de los dueños de las cuadras, desorientó a los caballerangos de su propio establo y crispó los nervios de caballos (y yeguas). Es verdad que algunos solitarios habían comenzado a despuntar. Fue el caso del "Güero" Castañeda, caballo nada flaco (sagaz, comprometido) que seguramente verá premiado su apego al dicho "Más vale paso que dure y no trote que canse". Otro ejemplar sobresaliente era el marcado con las siglas AMLO, pero él mismo se había "dado por muerto", no porque no tuviese ambiciones de competir, sino porque quería concentrarse en su coto citadino y prepararse bien para cuando llegara la grande. El disparo de salida cambió las señales y provocó la loca estampida. Ahora todos merodean el arrancadero: percherones experimentados, perfumados corceles, tordillos prometedores, rocines flacos, lentos jamelgos, azabaches de oscura reputación. Vivimos una aburrida, costosa, absurda, estéril antesala de la carrera del 2006: promoción anticipada de imágenes equinas en anuncios, carteles, espectaculares; diarias e inútiles encuestas del pulso hípico nacional; cruce frenético de apuestas. Mientras tanto el público (el sufrido e ingenuo público) se ha mudado a vivir en el Hipódromo sin saber casi nada de los caballos y sus cuadras, y -peor aún- sin darse cuenta de que la carrera decisiva no será la Presidencial.

Gane quien gane esa contienda en el 2006, su triunfo no será absoluto. Lo más probable es que el Congreso le será adverso. Suponiendo que las elecciones sean inobjetables e inobjetadas, ¿qué harán el candidato ganador y su partido? ¿Qué harán los partidos perdedores? La única vía institucional que el vencedor tendrá para sacar adelante su proyecto será entablar alianzas con un partido de oposición, o al menos con una franja. Los partidos marginales podrían pesar en la conformación de esas alianzas, pero es probable que la clave de la gobernabilidad siga residiendo en los tres partidos mayoritarios. Si gana el PAN tendremos quizá más de lo mismo: un PRI cerrado a las reformas necesarias, obsesionado con volver a Los Pinos en el 2012, 2018, 2024. En este caso, ¿el PRD seguiría actuando por la vía parlamentaria, o sería rebasado por las tribus radicales que coquetean siempre con lo que podríamos llamar "la revolución blanda"? Esta vía de presión social, aparentemente cívica pero colindante siempre con la violencia, parecerá aún más franca si un PRI triunfante adopta un programa de reforma modernizadora, con la colaboración del PAN. Una convergencia así no sería imposible: a pesar de la oposición sistemática de la actual camada del PRI a las reformas que ha propuesto Fox, el PAN accedería seguramente a apoyarlas, a cambio de una cuota legítima de poder en el gabinete. Pero el PRD saltaría de inmediato a las calles para denunciar la "antipatriótica", "entreguista", "proimperialista" traición del diabólico binomio PRI-PAN. ¿Qué haría el nuevo gobierno en ese caso? ¿Se cruzaría de brazos ante la presión? En teoría habría otra posibilidad: si el PRI triunfante se inclina por un programa vagamente similar al "alternativo" que ha propuesto López Obrador, trataría de acercar a una franja del PRD, pero tal alianza, de hermanos enemigos (sobre todo si son tabasqueños), es impensable. En cambio la convergencia de un PRD triunfante con el ala izquierda y nacionalista del PRI es perfectamente posible. Si López Obrador logra la candidatura y gana el voto mayoritario (en su caso podría valer aquello de "caballo que alcanza gana"), estaría reconstituyendo al viejo PRI... por fuera del PRI. Pero ni en esa instancia tendría la mayoría necesaria. ¿Qué haría entonces para sacar avante su proyecto? ¿Optaría por apelar al "pueblo" (encarnado en sus simpatizantes) para cercar física y políticamente al Congreso? ¿Y cuál sería en esa circunstancia la actitud de la Suprema Corte?

El desenlace maduro para México en el próximo sexenio sería la formación de mayorías más o menos estables en la Cámara, verdaderas cohabitaciones de partidos en el gabinete, negociadas de modo natural, como se hace en cualquier sistema moderno. Las mayorías gobernarían cuidando escrupulosamente la libertad de expresión y el derecho de crítica de las minorías; pero las minorías, por su parte, accederían a ejercer la oposición sólo por las vías institucionales, con respeto pleno al Estado de Derecho y con apego absoluto a la división de poderes. Se trata, en suma, de que los partidos y los líderes hagan un pacto de caballeros y no amenacen ni se dejen amenazar con entradas a galope (machete en mano) al recinto de la democracia. Por su parte, el público se dará cuenta muy pronto del equívoco de estos años: la política mexicana fue, pero ha dejado de ser, una carrera de caballos.

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