No los candidatos: los programas
Los malos hábitos tardan en morir. Los hábitos políticos aún más. Es el caso del presidencialismo mexicano, heredero de varias tradiciones prehispánicas y virreinales, pero sobre todo del caudillismo providencialista: la ilusión de que por fin advendrá el hombre que nos sacará de nuestros problemas y nos llevará, con mente clara y brazo firme, a la Tierra prometida.
Con el avance sustantivo de la democracia, los poderes históricos del presidente se han acotado. Cualquiera que sea la recomposición que se adopte para el siglo venidero, esos poderes no volverán a ser los mismos. Enhorabuena. Sin embargo, extrañamente, la cultura política no parece haber registrado la dimensión del cambio y sigue aferrada al paradigma presidencial. Por eso seguimos hablando obsesivamente -en los cafés, las aulas, la prensa, las reuniones familiares- sobre los precandidatos para el 2000, sin advertir que la verdadera discusión debería girar hacia otro lado: no en torno al hombre sino al proyecto.
Quienquiera que gane en el año 2000 enfrentará, con toda probabilidad, una presencia decisiva y tal vez predominante de oposición en el Congreso. Ante esta circunstancia, no parece fácil la aparición entre nosotros de un Hugo Chávez que con un programa populista apele directamente al ciudadano y busque una domesticación de los otros poderes. El avance de la libertad de expresión, las fuerzas reales de la economía, los reflectores internacionales y la pluralidad política misma del país le restarían el campo de maniobra del que por ahora disfruta el hombre fuerte de Venezuela, tan parecido a su homólogo peruano. El presidente, entonces, tendrá que lidiar y convivir con un Congreso en el que los diputados y senadores hagan alianzas diversas que no deberán ser vistas ya como "concertacesiones" sino como convergencias naturales en toda democracia, acuerdos que cristalicen en decisiones cuya obediencia, una vez convertidas en leyes, se vuelva un deber universal.
Por eso es tan importante que la discusión se centre en los grandes problemas nacionales y los programas de solución práctica que los partidos discurran para resolverlos o aliviarlos. En torno a esos programas se establecerán los debates, las divergencias y las alianzas. Por desgracia, el ciudadano común no tiene una orientación programática. Atado a la cultura política presidencialista, el ciudadano común no percibe la importancia que revestirá para él la elección de su diputado o senador. Acaso ni siquiera los propios representantes ponderen aún el grado de su responsabilidad. Pero al margen de estas limitaciones, la realidad es una: la elección del año 2000 en el ámbito Legislativo será tan o más importante que en el Ejecutivo.
Esto no quiere decir que el próximo presidente será una figura decorativa. A sus dotes personales -si llega a haberlas- tendrá que aunar una virtud escasa en estos días: la capacidad política de comunicación. El Ejecutivo y el Legislativo deberán competir por la opinión pública. Si el Ejecutivo propone una medida aparentemente impopular -y habrá muchas, si actúa con madurez y sin demagogia- deberá construir una verdadera ingeniería de la comunicación. Esa capacidad se llama liderazgo, atributo vacío y hasta contraproducente si no hay una visión de país que le dé cimiento y sentido.
El papel del PRD en este cuadro puede ser problemático. Está a años luz de sus predecesores en el siglo XX pero sigue fluctuando entre los dos paradigmas contradictorios inscritos en sus siglas: la revolución y la democracia. Si gana o pierde las elecciones presidenciales del 2000, su tentación -ante un Congreso de oposición- será irse por la libre, inducir o alentar esas formas suaves de la revolución que son las movilizaciones que paralizan la ciudad, o la actividad económica o la vida universitaria. Por lo demás, no estará solo: el PRI es el experto histórico en esos menesteres.
El respeto a la ley, la vigente y la futura, debería ser el denominador de todos los partidos. Pero eso sólo se logrará si el ciudadano entiende cabalmente la significación de las leyes. Por todo ello es urgente que el IFE emplee recursos en una campaña de concientización sobre el espíritu de las leyes y la naturaleza del Poder Legislativo. Será allí, en gran medida, donde se dirima el destino nacional. Y es urgente también que la prensa y los medios dejen de hablar un poco de Fox, Cárdenas y los suspirantes del PRI, para focalizar la atención del público en los programas: no el quién, el cómo.
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