Caras del pacifismo
"Los pacifistas occidentales se especializan en eludir preguntas incómodas", apuntó George Orwell, en sus "Reflexiones sobre Gandhi", publicadas en 1949. Un pacifista inglés durante la Segunda Guerra Mundial tenía la obligación moral de manifestarse con claridad en torno a preguntas como ¿está usted dispuesto a tolerar el exterminio de los judíos anunciado por Hitler? ¿Consiente usted la probable invasión de su país por los nazis? La respuesta afirmativa podía ser aberrante pero no incoherente, la respuesta negativa implicaba el abandono de la posición pacifista. Lo único inadmisible era el silencio.
La pasividad con respecto a Hitler fue suicida. La complicidad con Stalin fue asesina. Si Gran Bretaña hubiese ocupado Renania en 1936 o hubiera enfrentado preventivamente a Hitler en 1938, la guerra se habría evitado. Si los aliados se hubiesen rehusado a pactar en Yalta el reparto de Europa, los crímenes del estalinismo habrían sido menores. Hussein no es Hitler ni Stalin (aunque quisiera emularlos y aun superarlos: son sus dos héroes de cabecera) pero el "pacifismo puro" -como lo llamaba Orwell- en torno a la guerra que parece ya inminente, evade, una vez más, como en 1991, las preguntas incómodas. Entonces implicaba avalar el control por parte de Hussein del 9% del petróleo mundial y la posibilidad cierta de que, tras la caída de Kuwait, siguieran como fichas de dominó los países del área hasta conformar un nuevo Califato petrolero con sede en Bagdad. Ahora no existe aquel flagrante casus belli, pero los peligros globales son mayores: ¿qué ocurrirá si Hussein llega a fabricar armas nucleares? Según Kenneth M. Pollack (autor del libro más consistente y matizado a favor de la acción contra Hussein: The threatening storm: The case for invading Iraq), la trayectoria genocida (250,000 kurdos exterminados), el carácter impredecible y el espíritu mesiánico de Hussein harían inútil toda posible estrategia de disuasión, porque el líder iraquí podría utilizar su arsenal como un gigantesco bombardero suicida. En términos económicos, una explosión nuclear estratégicamente colocada y la radiación subsecuente bastarían para detener indefinidamente el 90% de la producción de petróleo en Saudi Arabia, el 15% del abasto mundial, provocando una depresión económica global. El pacifista está obligado a manifestarse con claridad sobre esos riesgos.
Bien visto, el ánimo pacifista occidental denota un espíritu de civilidad impensable en tiempos napoleónicos y aún a principios del siglo XX, cuando la guerra se consideraba una alta vocación humana. Es de alguna manera alentador ver a las multitudes europeas instaladas, dentro de sus fronteras, en la más kantiana paz perpetua, marchando con sus pancartas, oponiéndose a la violencia que desgarró a sus sociedades entre 1939 y 1945. Pero el "pacifismo puro", con su carácter emotivo y autocomplaciente, propende a la irrealidad. El propio Orwell se preguntaba si no era en el fondo más que "una ilusión basada en la seguridad, el exceso de dinero y la simple ignorancia sobre la forma en que las cosas operan en la realidad". Los pacifistas ingleses que en 1942 equiparaban al "fascismo nazi con el británico" eran objetivamente pro-fascistas y permanecían ciegos a su propia condición material: "dependían de los alimentos que los marinos británicos enviaban, arriesgando la vida". Similarmente, puede decirse que el pacifista puro no es consciente del modo en que su postura favorece "objetivamente" a Hussein, ni tampoco pondera su propia dependencia con respecto al petróleo árabe. En este sentido, la pregunta obligada, ineludible es: ¿puede Occidente vivir indefinidamente bajo esa espada de Damocles, sostener esa desventajosa y riesgosísima ecuación geopolítica? De hecho, un pacifismo en verdad radical y responsable debería cambiar de mira y abogar por una revolución en el consumo de energéticos, una sociedad parcialmente liberada del petróleo.
Con todo, no se necesita ser pacifista puro para oponerse razonablemente a esta guerra, al menos en los tiempos en que Bush la ha planteado. Dejemos a un lado sus posibles resortes psicológicos (completar la tarea inconclusa del padre, haber hallado una misión providencial en la vida) e incluso sus maniobras de prestidigitación: buena parte de la opinión mundial (y un sector creciente de la norteamericana) entiende, no sin razón, que Bush ha intentado un acto ilegítimo de transferencia desviando la atención del verdadero enemigo -el fundamentalismo terrorista de Osama bin Laden- hacia el peligro real pero distinto de Saddam Hussein. Desechemos también el proyecto de "exportar la democracia" a Irak. Se refuta solo. No sólo es imposible, es hipócrita, como cualquier latinoamericano con la mínima memoria puede constatar. Vayamos mejor a reparos de más fondo, cuestiones que los belicistas puros -que también abundan- suelen eludir con la misma irresponsabilidad de sus contrapartes, escudados en un "realismo" crudo y elemental.
Uno de ellos es el costo de la guerra, primeramente humano, por supuesto, pero también económico. William D. Nordhaus, profesor de economía de Yale, ha calculado que el costo militar directo de la operación sumado al de su secuela (ocupación, reconstrucción, asistencia humanitaria, impacto en los mercados petroleros, consecuencias macroeconómicas) fluctúa entre unos módicos 120 billones de dólares -un desenlace rápido- y la estratosférica suma de 1595 billones de dólares -una guerra exitosa pero prolongada-. En otro orden, no hay evidencias recientes de que Hussein tenga armas de destrucción masiva (aunque hay consenso de que, dejado a su libre albedrío, podría adquirirlas en pocos años); tampoco hay constancia de sus lazos con grupos terroristas, y aunque podría establecerlos con facilidad, lo mismo cabe decir de Norcorea y aun de Pakistán. Otra línea de refutación atañe a la llamada "contención". Si bien ha fallado en el pasado inmediato (los bloqueos y embargos no han afectado la férrea dictadura de Hussein, que sigue construyendo mezquitas billonarias), la renovada presencia de los equipos de inspectores y los reflectores mundiales significan ya, sin duda, un impedimento considerable para el régimen de Irak. Pero quizá el argumento más poderoso contra la guerra es el incendio del orbe islámico, una pasión vindicativa que podría arrasar con los regímenes moderados desde Pakistán, Saudi Arabia y los Emiratos Arabes hasta Egipto haciendo valer, ahora sí, las profecías de Samuel Huntington (y los sueños de bin Laden) sobre el choque de civilizaciones. En fechas recientes varios líderes espirituales de la zona (no sólo religiosos musulmanes sino, por increíble que parezca, editores de diarios iraníes y hasta el mismísimo archimandrita cristiano ortodoxo de Jerusalén) han predicado para Irak la masificación del método palestino del martirio.
En aquel ensayo, Orwell señalaba que para ser políticamente eficaz, el pacifismo tenía que desplegar una dimensión pública, incluso publicitaria. Fue el caso de Gandhi: triunfó porque su prolongada apelación moral al pueblo británico terminó por convencer al gobierno laborista de renunciar a la "joya del imperio". Gandhi confiaba en "despertar al mundo" lo cual -añade Orwell- "sólo es posible si el mundo tiene oportunidad de escuchar. Es difícil imaginar los métodos de Gandhi en un país donde los oponentes desaparecen a medianoche y nadie vuelve a oír de ellos". Esa es otra desventaja del pacifismo puro en el caso de Hussein, como lo hubiese sido en el de Stalin (que al hablar de Gandhi con Churchill le recomendó el sencillo expediente de fusilarlo). En efecto, ¿dónde está el pacifismo o cualquier otra oposición abierta en Irak a las políticas de Hussein? En cambio la presión pacifista sobre los Estados Unidos podría aspirar al menos al retraso de la guerra, pero para ser convincente y honesta tendría que dar cuenta pública del peligro que representa Irak y no simplificar el cuadro atribuyendo todo mal al imperialismo norteamericano (que es, a menudo, el verdadero blanco ideológico de los pacifistas).
Estos son los dilemas del pacifismo, que está moralmente obligado a sopesar el complejísimo balance y no sólo marchar por las calles con ingenuidad y buena conciencia. Hoy por hoy, al menos en algunas capitales europeas, se prefiere esperar a que la presión multilateral y la labor de los inspectores surtan efectos. Aunque improbable a estas alturas, esta alternativa parece razonable porque no cierra la opción militar y fortalece a la autoridad de las Naciones Unidas, imprescindible para la eventual labor de reconstrucción en Irak y la urgentísima mediación en Medio Oriente. Por lo demás, esa presión intensa y continua, aunada al peligro cierto que reconocen ya países como Arabia Saudita, puede deparar grandes sorpresas, entre ellas la dimisión o el derrocamiento de Saddam Hussein, porque una cosa es morir por Dios y otra por un endiosado.
Pero más allá de diferencias y matices, la realidad de fondo es una, y más temprano que tarde Occidente tendrá que encararla. Un Hussein con poderío nuclear y control o capacidad de chantaje sobre las mayores reservas petroleras del mundo, es el camino más directo a Armageddon, sitio en el que según la escatología cristiana se escenificará la batalla final entre las fuerzas del Bien y el Mal, y que en realidad se ubica en la pequeña ciudad israelí de Meggido, donde, en efecto, ocurrieron innumerables batallas bíblicas. Paradójicamente, justo en esa zona teológica del planeta el pacifismo gandhiano podría hacer milagros. La iniciativa podría venir de cualquiera de los dos campos. Si Israel optara (cosa ya, por desgracia, inimaginable a mediano plazo) por el retiro unilateral de todos los territorios y la no violencia frente a los ataques suicidas (literalmente, poner "la otra mejilla") la opinión pública mundial -que ahora le es francamente adversa- modificaría su postura y presionaría a los palestinos hacia el único arreglo realista: un Estado binacional. Inversamente, la remotísima adopción de la no violencia por parte de los palestinos desembocaría ipso facto en la misma solución, con el beneplácito y el apoyo de la comunidad internacional. Pero claro, estas no son más que ilusiones: ilusiones pacifistas.
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