Tomás Montero Torres

Los Cárdenas, padre e hijo

Nadie podrá disputar jamás al general Lázaro Cárdenas el sitial de honor en el altar de la Revolución Mexicana. Por eso, una vía directa para comprender, ponderar y criticar al Estado que creó la Revolución consiste en centrar la reflexión en los varios hechos y los pocos dichos de aquel magnánimo michoacano, a quien apodaban "la esfinge de Jiquilpan".

A Luis González le gustaba referir una anécdota sobre la visita del general a San José de Gracia, hacia 1939. El padre Federico González, patriarca de aquel pueblo en vilo, era amigo de Cárdenas desde los tiempos de la Cristiada, cuando quedó claro que el general no compartía los afanes persecutorios de Calles contra la Iglesia. En aquella ocasión, el padre recorrió la zona con el presidente y le explicó que su florecimiento se debía a la peculiar autorreforma agraria que por iniciativa del propio González se había llevado a cabo, de manera concertada y pacífica, años antes de que Cárdenas hubiese comenzado el vertiginoso reparto de tierras en los años 1936-37. Los dueños de la hacienda "El Sabino" habían consentido en dividir su propiedad y crear 300 parcelas individuales. Cárdenas le confió entonces a don Federico: "Si hubiera visto lo que ahora veo se hubieran hecho las cosas de modo distinto. Esto es lo que hubiera querido hacer en todo México." Acto seguido firmó de su puño y letra algunos certificados de inafectabilidad.

La anécdota es ilustrativa de la actitud de Cárdenas. No lo movían las ideologías ni las doctrinas: era un hombre práctico. Su propósito original fue, sencillamente, cumplir al pie de la letra con el artículo 27 de la Constitución de 1917 cuya aplicación se había pospuesto, atenuado o desvirtuado desde tiempos de Carranza. Para ese efecto, como se sabe, repartió 17 millones de hectáreas a todo lo largo y ancho del territorio nacional, sin excluir haciendas modernas y productivas cuyos trabajadores acaso hubiesen preferido entrar en un régimen sindical que volverse súbitos dueños colectivos de unas tierras que no podían cultivar con provecho por falta de conocimiento, apoyo técnico, créditos suficientes y oportunos, y por un escollo nuevo, inesperado: la presencia del nuevo patrón, el gobierno, encarnado en las figuras opresivas y corruptas del comisario ejidal, el representante del banco agrícola, el cacique, el tinterillo o el político local.

Aunque en varios sitios de la república -sobre todo en zonas fértiles del norte, Nazas, Mexicali- la Reforma Agraria cardenista logró sus objetivos básicos, en varios otros lugares -incluyendo, para sorpresa de Cárdenas, Yucatán- el experimento no manumitió al campesino ni elevó su condición económica. Viejos enemigos del régimen latifundista en esa zona (como el ex gobernador López Cárdenas) criticaron el carácter apresurado e indiscriminado del reparto. Si Yucatán -sumido en un régimen cercano a la esclavitud- requería un tratamiento cuidadoso y diferenciado, mucho más cabía afirmar de los muchos Méxicos. En su Diario, Cárdenas reconoció que no pocas veces la reforma agraria había sido hecha contra la voluntad de los propios campesinos y en varios casos había beneficiado a gente traída del norte para ese efecto. La anécdota de 1939 en San José demuestra que, a escasos dos años de su gran gesta agraria, el general tenía serias dudas de sus resultados materiales.

No sólo en el tema agrario mostró Cárdenas una disposición a la autocrítica y el cambio. En la recta final de su sexenio fue muy firme con los sindicatos que pretendían presionar al gobierno con sus movilizaciones. A menudo se olvida que Cárdenas, el presidente menos afín al individualismo liberal, fue el primer impulsor de la industrialización mexicana. Su sentido común se manifestó también en el asilo que le otorgó a Trotsky (que enfureció a los comunistas) y en la decisión de apoyar a su antiguo lugarteniente, el moderado Ávila Camacho, por encima de su mentor, el radical Múgica. ¿Qué pasaba con Cárdenas? ¿Se había vuelto reaccionario? De ningún modo. Era popular, no populista. Recorría los pueblos no para hablar sino para escuchar a la gente, entender de primera mano sus necesidades y tratar de atenderlas. Leía al país con sus propios ojos, no con las anteojeras de la ideología.

Como padre que fue de la Revolución Mexicana, Cárdenas no pudo ver los altísimos costos históricos del Estado corporativo que (con las mejores intenciones tutelares, al menos en su caso particular) creó la "Revolución hecha gobierno": sindicatos privilegiados, burocracias ineficaces, administraciones corruptas. Cárdenas, es la verdad, no tuvo ojos para ver de frente las llagas políticas de México. Tocó a su hijo Cuauhtémoc reconocerlas y actuar en consecuencia. A él debe México no sólo la primera autocrítica real y efectiva del PRI, la que llevó a su sana escisión, sino la creación de una alternativa democrática para la izquierda. Dos servicios históricos invaluables.

Con esa legitimidad propia, ganada a pulso, Cuauhtémoc Cárdenas se pronunció el pasado 18 de marzo por alentar la participación de la iniciativa privada en algunos rubros de la industria petrolera que la necesitan con extrema urgencia. Días más tarde matizó sus declaraciones. Lo importante del episodio no es su aparente inconsistencia sino el claro mensaje de que a él, como a su padre, no lo mueven las abstracciones sino los resultados prácticos. En el caso particular del petróleo, la conducta realista consiste, en efecto, en favorecer la participación del capital privado (incluido el exterior, debidamente acotado legal y fiscalmente) no sólo en la petroquímica y el gas sino en la exploración de las aguas profundas para la cual carecemos de tecnología. Reconocer estas duras realidades no es traicionar a la patria: traicionarla es hipotecar la vida de las generaciones futuras en el mezquino altar de la política partidaria y el fanatismo ideológico.

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