Caricatura del 68
La rebeldía, todos lo sabemos, es connatural a la juventud. Puede tener algo de ruptura creativa, de elemental afirmación, de entrada al escenario. Pero en torno al actual movimiento estudiantil, eco del 68, uno no puede menos que recordar la frase inicial de Marx en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte: "Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal se producen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y otra vez como farsa".
La repetición era previsible: en términos generacionales y quizá hasta ideológicos los estudiantes en huelga son hijos de los veteranos del 68. La zaga de esos días es su horizonte histórico y mitológico. Crecieron con ella, leyeron los libros canónicos y hasta vieron sus escenas dramáticas en televisión. Buscan emular a sus padres, cumplir sus designios más extremos y, si es posible, superarlos. Por eso los paralelos deliberadamente buscados son obvios: la constitución de un Comité Nacional de Huelga, seis puntos en un pliego petitorio, ambiente contestatario de relajo y fiesta, asambleísmo, radicalismo ideológico, reverencia icónica al Ché Guevara. Es como pasar la película de nuevo, pero esta vez "hasta la victoria siempre".
Sin embargo, las diferencias entre el 68 y el 99 son igualmente obvias. Aquel movimiento estudiantil era nacional en sus propósitos: buscaba, así fuese errática e instintivamente, la libertad política general en el marco de un sistema autoritario. Un sector influyente -el de los líderes vinculados a las diversas organizaciones de la izquierda militante- perseguía algo más: la revolución socialista. Lo hacía por convicción profunda pero también por la ausencia de salidas institucionales. Con todo, el grueso del movimiento, sus contingentes en marcha, no actuaban movidos por la ideología: protestaban contra un orden que bloqueaba las expresiones más elementales de la libertad. Fue, se ha dicho repetidamente, un inmenso NO contra la simulación, la rigidez, el autoritarismo, la corrupción del gobierno postrevolucionario.
El actual movimiento estudiantil es un inmenso NO contra todo y contra nada. Un estallido de nihilismo. Explicarlo en términos de clase, ver en estos estudiantes a los nuevos condenados de la tierra, los despojados del futuro, es una contradicción en los términos: ser universitario en México es, por principio, una condición de privilegio. El movimiento actual se enmarca en una circunstancia histórica distinta a la del 68, y no leerla así pude significar su ruina (y la nuestra). México está transitando a la democracia. Existe un fuerte partido de izquierda, el PRD, multitud de organizaciones cívicas e influyentes órganos de comunicación de esa misma tendencia. La izquierda no sólo ha salido de las catacumbas, superado el sectarismo y la proscripción: ahora gobierna algunos estados de la República y el Distrito Federal, y tiene -si se deslinda de posiciones revolucionarias- buenas probabilidades de gobernar el país a partir del 2000. En un sentido estricto, el lugar político del PRD es una conquista histórica del 68. La prueba es que la libertad y la democracia no son ya ni podrían ser una bandera del actual movimiento estudiantil.
Se dirá que el ideal de la educación pública gratuita es un objetivo nacional que justifica el movimiento. En un país como el nuestro el Estado debe cumplir, en efecto, con la misión de educar gratuitamente a los jóvenes, sobre todo a los jóvenes que no pueden pagar su educación. Es sin duda una prioridad nacional (hay otras, por cierto, más importantes, como la de atender a los verdaderos condenados de esta tierra, los millones de pobres, con medios eficaces que alivien su situación), pero para colocarla en la agenda no era necesario un movimiento de huelga como el que se ha orquestado. En todo caso, si los estudiantes querían llamar la atención del país sobre este punto lo han logrado ya. Lo ideal sería que canalizaran su rebeldía dentro del PRD, creando una corriente joven y radical. Pero esa alternativa debe parecerles poco heroica. Se equivocan: cada minuto que pase desprestigiará su movimiento y se revertirá contra el fin que declarativamente perseguían.
Porque la paradoja es que, puestos a repetir el 68, no han advertido la lección mayor de esa epopeya: la necesidad de salirse a tiempo. Prácticamente todos los líderes de entonces terminaron por admitir que su pecado fue la falta de autocontención. Quisieron todo y, en cierta forma, lo perdieron todo. Antes de Tlatelolco, aquella energía hubiese podido encontrar y crear cauces institucionales: el nacimiento de un partido político, un avance en la libertad de expresión. México habría adelantado tres décadas en su tránsito a la democracia. Pero el espíritu revolucionario prevaleció sobre los atisbos democráticos convocando los peores impulsos represivos en el gobierno.
Si el libreto de este movimiento consiste en repetir aquél, no es imposible que en sus entrañas se esté gestando una oscura tentación de martirio: no sólo emular a Tlatelolco, sino superarlo. Las autoridades hacen bien en recalcar que en ningún caso caerán en esa provocación. Si el gobierno, en sus diversas instancias, muestra autocontención, el movimiento se secará solo, consumido en la soberbia de quienes, en su intolerancia, revierten en la práctica la democracia y la libertad que fueron la insignia del 68. Así, la frase de Marx terminaría por redondearse: el 99 no sólo será la caricatura del 68 sino su reverso exacto.
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