El corresponsal de The Economist en México durante los ochenta Michael Elliott (que años más tarde llegó a ser editor de Newsweek y Time), me dijo alguna vez que la señal infalible del eventual acceso de México a la democracia sería nada menos que el aburrimiento.
Cuando hace un año exactamente las autoridades de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara me comentaron que el próximo país invitado sería Cuba.
Porfirio Díaz nunca ocultó sus simpatías hacia el Imperio del Sol Naciente: las expresaba en el trato especial a sus diplomáticos, y hasta en ciertas minucias de gusto artístico como el consentimiento (nunca llevado a cabo) de establecer al lado de las pirámides de Teotihuacán un jardín japonés.
Con el voto del 6 julio de 2000 los ciudadanos no concedieron un triunfo sino un empate. El mensaje pareció ser: ¿Quieren que creamos en la democracia?
El ayer es irrevocable, dice Borges en algún sitio. Es el karma de cada uno. Los hechos del pasado se acumulan como una integral matemática sobre el presente y lo gravan de mil modos.
Tenemos una concepción restringida del progreso. Pensamos que el único progreso es el económico. Nuestro juicio sobre la marcha de la nación no discurre otras categorías.