Celebración de The New York Review of Books
No recuerdo cuándo descubrí The New York Review of Books. Debe haber sido hace cuarenta años. Me suscribí instantáneamente y he seguido siendo su fiel lector hasta hoy. A esa benemérita publicación debo el descubrimiento y la lectura de autores esenciales. Pienso, al azar, en Isaiah Berlin, Hugh Trevor-Roper, Conor Cruise O’Brien, Leszek Kolakowski, Clifford Geertz, Alfred Kazin, John H. Elliott, V. S. Pritchett, Saul Bellow, Susan Sontag, V. S. Naipaul, Irving Howe. No hay quincena que no reciba la revista y la lea. Y casi no hay zona de la vida intelectual que la revista no atienda. Aunque ha pasado por diversas épocas, ha conservado intacto su inconfundible formato y mucho más: su amplitud de intereses y sus curiosidades varias, la elegancia y claridad de su prosa, su notable nómina de autores y, sobre todo, su sentido crítico. Hasta la presencia de David Levine, su caricaturista histórico, se ha eternizado. Fallecido en 2009, sigue presente en sus páginas.
Hacia 1985 almorcé con su editor Robert Silvers. Había tenido la osadía de enviarle –sin habérmelo pedido– la reseña de un libro. Silvers la rechazó con argumentos que me sirvieron muchísimo en mi propia tarea de editor y crítico: “be concrete”, “tell us a story”. Aunque en su planta de autores había tenido a los mayores ensayistas de habla inglesa (Edmund Wilson, nada menos), Silvers rehuía (por gusto, por instinto, por voluntad de claridad) de la tradición francesa del ensayo. La juzgaba, no sin razón, propensa a las vaguedades y la grandilocuencia.
En 1992, en un extravagante congreso sobre revistas literarias organizado en España con motivo del Quinto Centenario, conocí a Barbara Epstein y a su compañero, el periodista Murray Kempton (lo recuerdo con su inconfundible corbata de moño), que años atrás había escrito, en la propia revista, un elogio de Gabriel Zaid. Nos hicimos amigos. Era extraño hablar de literatura en el Country Club de Madrid, pero eso decidieron nuestros anfitriones. Barbara no conocía España y apenas se había asomado al mundo latinoamericano. Tímidamente, me atreví a señalarle que esa era una de las pocas omisiones que advertía yo en la revista.
Al morir Octavio Paz, Barbara publicó mi obituario. Poco después me encargó escribir sobre Chiapas. Fue una experiencia inolvidable. No menos de treinta veces fue y volvió el manuscrito (en aquellos tiempos lo hacíamos por fax) con correcciones, precisiones, indagaciones siempre atinadas. Luego nos vimos muchas veces a comer en Patsy’s, su restaurante favorito a la vuelta de sus oficinas en la calle 57 y Broadway. (Recuerdo que siempre pedía su S. Pellegrino.) Era divertida, irónica, cultísima. En una de esas reuniones me presentó a Rea S. Hederman, un nada egoísta y muy gentil gigante de Tennessee, que es el dueño de la revista desde hace varias décadas.
Al morir Barbara, retomé el contacto con Bob Silvers. Repetiré –porque lo he vivido directamente– lo que todo mundo dice sobre él: tiene 83 años pero se ve veinte años menor, vive para la revista (y muchas veces vi- ve en la revista) que ha editado por cincuenta años. Escoge personalmente los libros (le llegan cientos a la semana), pide personalmente las reseñas, sugiere personalmente las preguntas básicas, revisa personalmente los textos, y a menudo toma el teléfono para hablar con el autor (un domingo en la noche, por ejemplo) para aclarar un punto oscuro o una frase mal construida. Esa es la prodigiosa artesanía que explica el éxito y la permanencia de The New York Review of Books.
“We’re not giving up”, escribió a sus amigos luego del festejo en Nueva York. Tampoco nosotros, sus lectores
Letras Libres, núm. 171