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Chile, 1979: el exilio interno

In memoriam 

Enrique Lihn 

(3 septiembre de 1929 – 10 julio de 1988)

Isabel Turrent y yo conocimos a Enrique Lihn en Santiago de Chile en marzo de 1979, durante la hora más oscura de ese país. En homenaje suyo recojo unos apuntes de esa época, publicados en Vuelta bajo el título de “Tránsito por Sudamérica”. Y un colofón desde el presente.

Nos citamos en el comedor del hotel y al saludarnos Lihn me pide advertir a Octavio Paz, a Cortázar, a Vargas Llosa, que El Mercurio los ostenta cada semana como editorialistas propios sin mencionar a la agencia distribuidora (EFE), lo cual legitima al régimen y causa desazón en la “poca gente que queda en Chile”. Inquieto, sombrío, irónico por momentos, Lihn no deja de voltear a los lados para ver si alguien nos espía. Había apoyado sin cortapisas a “aquel país” (el nombre de Cuba le parece impronunciable en ese sitio), pero el Caso Padilla y la actitud de Castro durante la invasión a Checoslovaquia lo distanciaron de la vía cubana. Cuando Allende subió al poder, Enrique estuvo con la Unidad Popular (nadie medianamente democrático podía dejar de estarlo), pero desde un principio reprobó la revolución cultural que muchos intelectuales propugnaron desde el poder. Se sentía, nos dice, una tendencia autoritaria, un desdén por la llamada “cultura de opinión”. Abundaban los “fanáticos y conversos” para quienes lo importante no era “la verdad sino los objetivos”. El ejemplo más acabado le parecía Mattelart, “el hiperteórico belga de la ultrarrevolución, con boleto belga de regreso, abierto por si algo pudiera ocurrir”. Para ellos, Lihn no era más que un “liberaloide podrido”.

El panorama de pobreza cultural que nos pinta es desolador: el libro se ha vuelto un artículo de lujo sobre cuya producción y distribución se ejerce una censura feroz. Algunas manifestaciones críticas pasan por el arte, como ciertas obras de teatro, en especial “Hojas de Parra”, escenificada por el grupo La Feria en una carpa. En ella se satirizaba al régimen con textos de Nicanor Parra. El lugar se convirtió en sitio de reunión de sectores intelectuales opuestos al gobierno y Pinochet decidió quemarlo. Otra forma del arte disidente pasa por las artes plásticas, pero sería engañoso imaginar que en Chile existe hoy una simiente de organización: sólo existen respuestas individuales.

La respuesta más torturada, la más difícil, ha surgido en la literatura. A ella no llegan, según piensa, los chilenos del exilio: “¿Cuál es el costo de lo que escriben los de afuera? Todos quieren hacer la gran novela del golpe” e inventar una epopeya que justifique su situación personal: “‘Corría la sangre por las calles’, escribe uno que no vio ni una mancha de sangre en su camisa y que salió, seguramente, para dejar a la esposa o burlar a los acreedores”. Yo le digo que la mayoría no puede volver, pero Lihn no concede que esa situación les confiera ninguna superioridad moral sobre los que padecen al régimen desde dentro, y mucho menos justifica el uso de ella para construir una literatura menor. Frente a la opresión –es el mensaje de Lihn–, la literatura tiene el imperativo de expresar la realidad (psicológica, social). Un cometido más difícil, más importante, más sutil que el de lamentarla.

En Mensaje, revista del Episcopado(enero-febrero de 1979) leemos un artículo revelador que nos complementa las ideas de Lihn: “Escritura y silenciamiento”, de su mujer, Adriana Valdés. Su objeto es recordar a la crítica latinoamericana que, a pesar de la dictadura, en Chile sigue existiendo una literatura que no escapa a la realidad, que no tiene complacencia con el régimen y lo enfrenta de un modo tan subversivo como la mejor literatura del exilio. Una literatura en clave: la palabra ha sabido sobrevivir al silenciamiento. Valdés analiza tres obras que lo atestiguan. En la primera, Dulces chilenos de Guillermo Blanco, la supervivencia se da a través de

La parquedad del lenguaje, la tristeza y pequeñez de los ambientes, la obsesiva y ocultada culpa, la vejez que busca destruir a los demás a imagen y semejanza de su propia autodestrucción…

Se trata de un texto que contradice las euforias del discurso estatal dando cuenta del “autismo pobre”, del aislamiento y la pequeñez en que ha caído la vida cultural chilena. En cuanto al segundo texto, cuyo héroe es un personaje inventado por Enrique Lihn y Germán Marín, “don Gerardo de Pompier”, Valdés encuentra en él un fósil, una momia parlante que simboliza el discurso oficial, “una caricatura de la palabra”. En el último libro, un inédito de Raúl Zurita, hay algo más sorprendente: “una sensación de extrañeza con respecto a la palabra como medio”, clave que recuerda la famosa frase de Theodor Adorno sobre la barbarie de escribir un poema después de Auschwitz:

… es un libro que parte de lo arrasado, de lo agostado, de lo mínimo: su palabra busca eximirse de toda connotación “poética”, “reminiscente”. Se recurre a la gráfica: se reemplazan, en un poema, todas las palabras por pequeños dibujitos: se incluye la realidad sin mediatizar, la fotografía de carnet, el diagnóstico clínico, el electroencefalograma… Destruido el lugar de la persona, arrasada la persona por un cataclismo innominado cuya magnitud sólo se percibe por sus efectos, el obsesivo orden… parece un ritual de protección contra un caos que tiende a reaparecer. Entre un sujeto amenazado de inexistencia, los poemas son las huellas voluntarias y obsesivas de que efectivamente se existe.

Respuestas literarias al silencio, al miedo. “Propongo –escribe Valdés– una lectura que capte las heridas y recubrimientos que percibo en esa escritura, que sea capaz de asimilar las formas monstruosas que nuestros destinos han tomado para sobrevivir. Su artículo pide comprensión para la palabra creadora en Chile.

* * *

Los que se fueron –pienso ahora al releer ese viejo texto– desprecian moralmente a los que se quedaron, pero los que se quedan, a su vez, desprecian muchas cosas de los huidos. El exilio o la resistencia humillada, ¿con cuál de ellos se puede generar una mejor sociedad? Y esto es pertinente para todos los exilios de nuestra propia lengua: el español, el chileno, el uruguayo, el argentino... (y lo será en el futuro cercano para Cuba). Queda en el ambiente la idea de que los exiliados eran lo mejor de cada país, y que quien se queda no vale la pena. Y la dinámica misma: un expatriado se convierte en promotor internacional: conferencias, cátedras, etcétera, en distintos países, y se va sembrando la misma idea. Y Enrique Lihn lo sabía, al grado de que escribe un poema tan autolesivo como éste:

Nunca salí del horroroso Chile

Nunca salí del horroroso Chile

mis viajes que no son imaginarios

tardíos sí –momentos de un momento–

no me desarraigaron del eriazo

remoto y presuntuoso

Nunca salí del habla que el Liceo Alemán

me infligió en sus dos patios como en un regimiento

mordiendo en ella el polvo de un exilio imposible

Otras lenguas me inspiran un sagrado rencor:

el miedo de perder con la lengua materna

toda la realidad. Nunca salí de nada.

Pero hubo, pese a todo, algo muy notable en el caso chileno: Donoso, el mismo Lihn, Gonzalo Rojas, Óscar Hahn, Raúl Zurita... ¿importa si salieron de Chile o se quedaron dentro? Para nada: su compromiso ha sido con la literatura y con ellos basta para entender que algo anterior y eterno permaneció vivo en Chile a pesar de la dictadura: la palabra creadora, la conciencia crítica.

Blog de la Redacción de Letras Libres

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