La cohabitación del 97
Hay quien ve con horror el horizonte político del año próximo. El argumento ad terrorem que emplean estas conciencias temerosas, conservadoras o interesadas, es muy simple: si los votantes ponen la mayoría del Congreso en manos de la oposición, el Presidente tendrá un margen mínimo de maniobra y el país entrará en la zona inédita y peligrosísima de la ingobernabilidad. Desde una perspectiva democrática, el horizonte del 97 se ve muy distinto.
Aparece con tonos esperanzadores. La cohabitación llamémosla así entre un Congreso de oposición y un Presidente del PRI puede consolidar la transición hacia una vida política madura, es decir, hacia un marco de concordia que devuelva al mexicano la confianza en sí mismo y en su porvenir.
En el caso de producirse, esta cohabitación enfrentará muchas dificultades. La fundamental es la falta de experiencia histórica. En México, los vínculos del Poder Legislativo con respecto al Ejecutivo han sido de tres tipos: serviles, imposibles o, en el mejor de los casos, difíciles. Han transcurrido 183 años desde el Congreso de Anáhuac. Restando las épocas propiamente revolucionarias en que el Poder Legislativo no pudo siquiera funcionar formalmente como tal, el factor dominante ha sido el servilismo.
Con diferencias de matiz, los 22 años de Santa Anna, los 34 de Porfirio Díaz y los 67 del PRI se han caracterizado por una subordinación absoluta del Legislativo al Ejecutivo. De mayor interés para el futuro inmediato es la experiencia de tres figuras trágicas del siglo XIX: Morelos, Iturbide y Comonfort. Los tres buscaron una relación fructífera y respetuosa con el Congreso, los tres vivieron en medio de una inestable diarquía y los tres, a la postre, fracasaron en su intento. Ese fracaso no sólo impidió la consolidación del marco institucional que querían construir (la república en dos casos, la monarquía constitucional moderada en el otro) sino que precipitó la desorientación pública, la guerra y la anarquía. Morelos, como se sabe, supeditó innecesaria y prematuramente su poder al del Congreso. Fue un suicidio. Iturbide (orillado, es verdad, por la intolerancia de muchos diputados de filiación republicana que lo habían llevado al trono) fluctúo entre dos extremos: la represión sin cortapisas y la más indigna supeditación. Fue un suicidio. Comonfort el espíritu más moderado que haya nacido en estas extremosas tierras estaba convencido de que las facultades otorgadas por el Constituyente de 1857 al Congreso volvían imposible la labor del Presidente; no le faltaba razón, pero en aquel ambiente de radicalismo doctrinario (azuzado sobre todo por la Iglesia y el Ejército), no supo o no pudo propiciar las enmiendas necesarias. Su ambigüedad lo llevó a la ruina. Fue un suicidio. ¿Hay en nuestra historia antecedentes menos oscuros?
Los hay, en cuando menos dos casos: el periodo presidencial de Madero y, mucho más aleccionador, el decenio de la República Restaurada. Juárez y Lerdo de Tejada compartían la convicción de Comonfort en el sentido de que el desequilibrio de poderes sancionado por la Constitución de 1857 en favor del Legislativo, representaba un impedimento para la marcha adecuada de los negocios públicos. En 1867 como ahora México no podía perder más tiempo en la urgente labor de reconstrucción nacional. Un legislativo omnipotente, extraviado en sus deliberaciones como en una interminable y embriagante Convención Francesa, podía retardar o bloquear medidas que para el país eran de vida o muerte. Juárez lo sabía y por eso propuso varias reformas: establecer el Senado, limitar en términos temporales las sesiones de la Cámara, otorgar al Ejecutivo un poder de veto temporal sobre los actos del Congreso. Es significativo que, con todo su prestigio a cuestas, Juárez no haya podido pasar ninguna de estas reformas, así de real y efectiva era entonces la división de poderes. El haber gobernado con poderes extraordinarios no convirtió a Juárez en dictador: esos poderes fueron concedidos voluntariamente por el Congreso.
Con éstas y otras imperfecciones, lo cierto es que entre 1867 y 1876 el país vivió su único ensayo en la división de poderes. Esta división adoptó la forma de un difícil aprendizaje. El Congreso incurría en dilaciones innecesarias, discutía asuntos irrelevantes, pasaba de largo temas fundamentales. Pero al paso de los años sus funciones se afinaron propiciando una sana convergencia de los poderes públicos. Con buena fe y patriotismo, los representantes populares cedieron al Ejecutivo las zonas de acción y decisión que evidentemente le correspondían. Por su parte, Juárez y Lerdo de Tejada trabajaron con el Congreso, y a menudo contra el Congreso, pero jamás coartaron un ápice su libertad ni imaginaron la opción que adoptaría Porfirio Díaz (y tras él, el "Porfirio colectivo" que ha sido el régimen del PRI): trabajar sin el Congreso, volviéndolo un apéndice del Ejecutivo.
En 1997 se abre la posibilidad de restaurar el equilibrio de poderes. Costará patriotismo y buena fe, pero no parece utópico. Una amplia campaña de comunicación que aclare al votante (y, en algún caso, al presunto diputado) las funciones y responsabilidades de un diputado, aunada a la multiplicación de debates entre candidatos, son medidas que enriquecerían la contienda electoral. A partir de allí, no es imposible imaginar un Congreso democrático normal donde los diputados deliberen y voten no de acuerdo con la consigna de sus líderes o patrones sino con la voluntad de sus electores y de acuerdo con sus propias conciencias. Por lo demás, el Legislativo no podría, aún proponiéndoselo, bloquear al Ejecutivo: la Constitución de 1917 que nos rige se lo impide.
Al ver funcionando esta inusitada maquinaria, el mexicano comprenderá que el Congreso es la única arena legítima para librar, dirimir y decidir las batallas públicas. Ninguna otra. Cuando esta convicción arraigue en la mayoría, tendrá un efecto de alivio. El eterno chantaje de la violencia política desaparecerá del horizonte. Así, el trienio 1997-2000 nos prepararía para abrir el nuevo milenio en una situación parecida a la que mostraba el país en tiempos de Juárez: "México tenía entonces escribió Cosío Villegas el aspecto mediocre de una democracia, en la cual cuentan poco muchos hombres, y no el aire majestuoso de la tiranía, en la que un solo hombre cuenta por todos y los demás son meras sabandijas".
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