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Congresos de ultratumba

Por mucho tiempo creí que Congreso -lo que se dice Congreso- tuvimos sólo en dos breves episodios, casi prehistóricos: la República Restaurada y el período presidencial de Madero. Pero lo cierto es que Congreso -en verdad Congreso- tuvimos también en una etapa aún más arcaica y plena de lecciones para nuestro tiempo: los años trágicos de 1821 a 1853.

Aquella era ha pasado a la memoria colectiva como un tiempo de pronunciamientos militares, penuria financiera, guerras internacionales, discordias civiles, étnicas y religiosas; estancamiento económico, caudillismo político, desprestigio en el exterior y pérdida de territorio. Fue todo ello, pero algo más. Como han enseñado en cátedras y escritos los mayores especialistas del tema (Josefina Z. Vázquez, Moisés González Navarro, Brian R. Hamnett, entre otros), la etapa se caracterizó también por una tenaz aunque errática voluntad de orden político, que vale la pena estudiar con cuidado (en sus aciertos y sus errores) si queremos que nuestra República Representativa lo sea de manera cabal y definitiva, y no termine una vez más en el cadalso, como aquellas.

En el aspecto positivo del balance sorprende la continuidad. Como ha explicado Reynaldo Sordo, hubo en total 22 congresos que sesionaron sin interrupción salvo en seis períodos relativamente breves (poco más de tres años en el total). Esos congresos atestiguan la sólida legitimidad con que nació y se mantuvo el sistema republicano, tras el repudio temprano al monarquismo. Además de la continuidad, resalta una convergencia básica de valores. Los congresos estaban compuestos mayoritariamente por liberales (de color rosa pálido, rosa mexicano o rojo encendido, pero liberales al fin), es decir, individuos cuyo axioma central era limitar el poder, sobre todo el poder de las corporaciones (milicia, clero) y el poder en manos del aspirante en turno al papel de Napoleón (Santa Anna, Paredes, Gómez Farías). Otro aspecto importante fue la variedad de asuntos que trataron seriamente (el lugar histórico del clero y las milicias; las guerras contra tejanos, franceses y estadounidenses; las finanzas públicas; los ensayos pendulares de República Federal y República Centralista). Aquellos hombres no jugaban a la república: eran genuinamente republicanos. Emociona, en fin, pensar que en la pequeña Cámara del Palacio Nacional (hoy una pieza de museo) se foguearon generaciones de políticos brillantes, tanto del ala moderada (Lafragua, José Fernando Ramírez, Mariano Riva Palacio, Mariano Otero) como de la "pura" (Melchor Ocampo, Rejón, el propio Benito Juárez). En un contexto internacional no sólo desfavorable sino descarnado, y con un legado virreinal cuya transformación costaría sangre, el país político (representado por un puñado de hombres, electos en una democracia indirecta, rudimentaria, poco participativa, pero no falsa) maduraba a derrotas y bancarrotas, caídas y recaídas, pero sin echar por la borda el régimen republicano. Gracias, en gran medida, a aquella continuidad inicial, ese orden ha llegado milagrosamente hasta nuestros días.

El saldo negativo, por desgracia, es cuantioso. El Congreso no supo armar acuerdos estables y duraderos. En el ir y venir de pasiones e ideas enfrentadas, dejó pasar tres décadas irrecuperables ensayando "proyectos de nación" y, lo que es peor, optando por decisiones (e indecisiones) que costaron carísimo al país en términos de progreso y soberanía. Un ejemplo: al negarse a tomar a tiempo medidas dolorosas pero realistas (como el inevitable reconocimiento de Tejas en 1840, con una indemnización y con el aval de Gran Bretaña y Francia) el Congreso provocó inadvertidamente un mal mayor: la invasión que con el pretexto de Tejas sobrevendría un sexenio después. El desempeño teórico del Congreso pudo a veces ser sublime, pero en términos prácticos su fracaso fue estrepitoso. No parecía entender la urgencia de progreso material. A más de una patética inclinación retórica, aquellos hombres padecían el extraño virus (difícil de extirpar) del idealismo legislativo. Les bastaba con decretar leyes perfectas para esperar que la realidad tuviese la bondad de amoldarse a ellas, lo cual no ocurría nunca. Por provenir de la carrera eclesiástica o la abogacía, los legisladores mexicanos carecían de la experiencia política y económica de sus contrapartes estadounidenses (hacendados, comerciantes, políticos de viejo cuño). Eran hombres de doctrina, no de práctica. Y precisamente por serlo defendían hasta la muerte sus creencias (y sus puestos) aun contra sus propios correligionarios liberales. Así, la división interna del Congreso, su incapacidad para dialogar, negociar, pactar, no hacía más que debilitar y desprestigiar la embrionaria (y casi imaginaria) vida institucional de México, creando un vacío aprovechable por las potencias coloniales de la época.

El momento más triste y aleccionador del período ocurrió en 1847. En plena invasión norteamericana, liberales puros y moderados -hermanos enemigos- se hacían garras en el Congreso. Los primeros avalaban un decreto de Gómez Farías para financiar la guerra con bienes del clero. Los segundos apoyaron la rebelión de los "polkos" contra aquel decreto y su inspirador. A pesar del avance incontenible de las tropas de Scott, la Cámara se negaba a investir al ejecutivo de las urgentes facultades extraordinarias, al tiempo en que discutía con ardor un nuevo proyecto constitucional. Por otra parte, la diputación oaxaqueña (a la que pertenecía Benito Juárez) pareció más interesada en defender el orden legal en Oaxaca (amenazado por una insurrección) que en dar prioridad a temas inaplazables como la mediación que de manera reiterada ofrecía Inglaterra, y que acaso hubiera variado al menos un poco el curso de los acontecimientos. Cuando quedó clara la necesidad de tratar la paz, los "puros" hablaban de guerra para desprestigiar a sus contrarios, por si se atrevían a negociar. Con lo cual se perdió capacidad de maniobra. Cuando llegó aquel financiamiento, era tarde. Cuando se pensó en la mediación, era tarde. Cuando se negoció la paz, era tarde. Un testigo y protagonista central de la época, el ministro de Relaciones José Fernando Ramírez, lamentó la "espantosa división" que reinaba en el Congreso y escribió su epitafio: se trata -dijo- de "un Congreso sin prestigio, sin poder, sin capacidad, y lo que es peor aun, hondamente minado y destrozado por los odios de partido que nada dejan ver con claridad, excepto los flancos y ocasiones que se le presentan para herir a sus enemigos".

¿Es preciso señalar las analogías con nuestro tiempo? La vida republicana, que hemos recobrado, no es un legado eterno de la Providencia. Hay que construirla día con día, y el Congreso debe construirla con flexibilidad, realismo, ponderación, voluntad de acuerdo y negociación, sentido del tiempo y la oportunidad, unidad de principios básicos, respeto a sí mismo y a los otros dos poderes. En las guerras comerciales del siglo XXI (tan feroces como las guerras coloniales del XIX) hay decisiones dolorosas que se deben tomar para poder competir, e indecisiones que pueden tirar por la borda, una vez más, el progreso, la soberanía y la vida republicana.

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