Contra un graffiti
El anónimo y cobarde graffiti antisemita que con la señal de la esvástica y las frases "Levy, cerdo judío" y "si Hitler viviera Levy no existiera" ensució hace unos días la atmósfera pública y la lucha del Sindicato Nacional de Trabajadores del Seguro Social, debe ser una llamada de atención para quienes creemos en un México democrático, tolerante y civilizado. Las organizaciones que combaten la discriminación -en particular la encabezada por ese admirable ciudadano que es Gilberto Rincón Gallardo- tomarán seguramente cartas en este asunto, y en otros similares que se han presentado en ámbitos académicos. Estas investigaciones deben llevarse a cabo porque pueden prevenir males mayores. La discriminación verbal es el capítulo anterior a la persecución activa. Recuérdese, por ejemplo, el caso de los chinos masacrados por las tropas revolucionarias en Torreón o lanzados en barcos al mar, hacia una muerte segura, por el gobernador Rodolfo Elías Calles que calificó su acto como "la solución final". Con todo, no creo engañarme cuando he sostenido repetidamente que a lo largo del siglo XX México fue un verdadero puerto de abrigo para los perseguidos de otras tierras: españoles, libaneses, polacos, judíos, palestinos, armenios, chilenos, argentinos, etcétera.
El caso de los judíos es ilustrativo. Amparadas por las libertades cívicas introducidas por la generación de la Reforma, refrendadas por Maximiliano y confirmadas por Porfirio Díaz, un puñado de familias provenientes sobre todo de Alsacia y Alemania se habían avecindado en México hacia fines del siglo XIX. "Los judíos son tratados muy liberalmente en México...", registraba el Jewish Chronicle de Londres, en 1896. Había hombres de empresa, profesionistas, médicos y hombres de cultura, entre ellos un editor y un pedagogo. En los años siguientes, México atrajo a un grupo creciente de refugiados judíos de orígenes varios: sefarditas de habla ladina oriundos de Turquía y Grecia, judíos de Aleppo y Damasco, y ashkenazitas de idioma yiddish provenientes de Europa oriental y Estados Unidos. Porfirio Díaz había alentado personalmente esa corriente, que en 1910, según algunos cálculos sin duda exagerados, alcanzaba la cifra de 9 mil personas. Si la afluencia no fue mayor no se debió a algún prejuicio social o reserva religiosa, sino a la atracción que entonces ejercían Argentina y Estados Unidos. El propio Díaz llegó a ver con simpatía la posibilidad de que México recibiera (en la península de Baja California) a inmigrantes perseguidos por el Zar de Rusia. La idea tenía el apoyo de organizaciones estadounidenses que reconocían la hospitalidad natural del mexicano. Y aunque no se llevó a cabo, atrajo a algunos colonos (los Golblaum, Berenstein) que casados con mujeres mexicanas hicieron prosperar a sus regiones (en particular, Ensenada) y se integraron socialmente al grado de que alguno de sus hijos llegaría a ser teniente coronel de los ejércitos revolucionarios. Hacia 1905, hace exactamente cien años, la comunidad judía celebró sus primeros servicios religiosos.
En 1924 Estados Unidos impuso una rígida cuota a la inmigración (el Johnson Act). Al mismo tiempo, el general Calles -presidente electo- emitió una invitación formal a los judíos que se publicó en Nueva York: "El gobierno de México está preparado para acoger calurosamente la inmigración de judíos de Europa oriental para trabajar en ocupaciones tanto agrícolas como industriales." En respuesta a esa excitativa, arribaron miles y se incorporaron al comercio, la industria, los oficios, la academia y a las profesiones liberales vedadas para ellos en la vieja Europa. Mi familia llegó a México en esa oleada. Y bendijo desde entonces la tierra que los acogió.
En esos años, la historiadora Anita Brenner -autora de obras fundamentales para la comprensión de nuestro país en la era revolucionaria como The Wind That Swept Mexico y Idols Behind Altars- escribió unas palabras que resultarían proféticas: "... el judío en México, ya sea árabe, turco, ruso, inglés, polaco o alemán, ya sea comerciante, maestro, ambulante o artista, educado o ignorante, se está convirtiendo en un ser tan mexicano como los descendientes del 'conquistador' o el hijo de un indio nativo. Está en el proceso de dar a México, en el futuro, no solamente su trabajo, su dinero, su cerebro sino, literalmente, de darse a sí mismo".
Como en el resto de América Latina, los judíos no dejaron de sufrir episodios de discriminación, sobre todo en los años treinta. Con el ascenso del nazismo, se formaron organizaciones de corte fascista (Comité Pro Raza, Acción Revolucionaria Mexicana) y bandas de choque llamadas "Camisas doradas" que atacaban las tiendas de los judíos en La Lagunilla, e impidieron trabajar a los comerciantes ambulantes. Estos asaltos, sin embargo, no cobraron vidas ni fueron generalizados. Actuando con firmeza, el gobierno del general Cárdenas declaró ilegales a estos grupos. Adicionalmente, la representación oficial de México en la Sociedad de Naciones reprobó la persecución contra los judíos en Europa. La misma simpatía se manifestaba en ámbitos sindicales y en círculos intelectuales de izquierda. Antes y durante la Segunda Guerra Mundial, quizá la figura que más contribuyó con sus artículos y discursos a combatir los prejuicios antisemitas y orientar al público sobre los horrores de la Alemania nazi fue el líder sindical e intelectual Vicente Lombardo Toledano. (Con todo, a fines de los treinta, el gobierno impidió el desembarco de un grupo de refugiados.)
Había algo artificial en el antisemitismo mexicano y, en general, en el latinoamericano. Jorge Luis Borges lo describió con precisión: "Hitler no hace otra cosa que exacerbar un odio preexistente; el antisemitismo argentino viene a ser un facsímil atolondrado que ignora lo étnico y lo histórico." (Se refería a los muchos apellidos de "cepa judeoportuguesa" que hubo siempre en Argentina.) Frente a la actitud general de tolerancia se alzó un sector de la prensa y la opinión pública simpatizantes del Eje. Las consabidas publicaciones antisemitas (Los protocolos de los sabios de Sión, El judío internacional, Mi lucha) circularon profusamente, junto con libros como Derrota mundial, de Salvador Borrego, o la fugaz revista Timón, pagada por la embajada nazi y dirigida por José Vasconcelos ("de clara cepa judeoportuguesa", como diría Borges). Esa corriente tenía más que ver con el viejo sentimiento antiestadounidense que con una aversión particular hacia los 40 mil judíos, pacífica y productivamente avecindados en el país. Al término de la guerra, dio inicio un largo período de tranquilidad, punteado por incidentes aislados que los sucesivos gobiernos (invariablemente respetuosos de la tradición liberal) pudieron casi siempre sortear o acotar.
A partir de los años setenta, luego de varias décadas de armonía en torno al tema judío (suma de genuina compasión por el Holocausto y simpatía por el Estado de Israel, o al menos por su raigambre utópica y socialista), un nuevo tipo de antisemitismo comenzó a abrirse paso, sobre todo en los medios académicos y algunos órganos de prensa: el antisemitismo de izquierda. Israel era el blanco de las invectivas, no por su existencia misma, sino por la ocupación de Gaza y Cisjordania. En los albores del nuevo milenio, la agudización del conflicto en Medio Oriente ha provocado duras críticas contra Israel (muchas claramente justificadas) que por momentos descienden hacia el ataque antisemita. Pero todo ello no se ha traducido, hasta ahora, en actos mayores de antisemitismo. El graffiti citado es una ominosa excepción.
En México los judíos han podido vivir "dándose a México" -como previó Anita Brenner- con plena libertad y con cierto aprecio público. Esa entrega a México no ha sido retórica, está presente en prácticamente todas las ramas de la vida nacional: la cultura, las ciencias, la academia, las profesiones, los medios, los espectáculos, los oficios, las artes, la industria, el comercio, la banca, los servicios, la política. Santiago Levy ha sido un ejemplo de esa entrega, no sólo como director del IMSS sino como la persona que en el sexenio pasado creó el sistema más inteligente y completo de apoyo oficial a las familias más pobres. Igual que otros grupos étnicos, culturales o religiosos, los judíos "se han dado a México" pero México, a su vez, los ha adoptado con tolerancia, respeto y generosidad. Algo profundo en el talante del pueblo -esa hospitalidad que percibían de inmediato los viajeros e inmigrantes- volvió entrañable el suelo y el cielo de México. Esta ha sido su tierra prometida. Ningún graffiti podrá borrarlo.
Reforma