Contrapunto de la memoria
Los hijos y nietos de inmigrantes judíos provenientes de Europa que llegaron a América en la década de los 20 y 30 huyendo del antisemitismo y del nazismo, tienen (tenemos) una marcada inclinación, casi un deber religioso, por recordar a los que se quedaron atrás, a los desaparecidos, a los sacrificados. Se parece a la terca y a veces desesperada voluntad de retener un filamento vital al menos de los caídos en la guerra de España, las persecuciones del Cono Sur o las guerras balcánicas, pero en el caso del Holocausto la corriente de la memoria es más poderosa por el solo hecho de su dimensión y su inaudita brutalidad. La madre que perdió al hijo, el hijo que perdió a la madre se recordarán en cualquier circunstancia, pero el deber de recordar es mucho más acuciante en el caso de una guerra de exterminio.
Para los judíos europeos -en particular, los originarios de Polonia, Lituania y Ucrania- el recuerdo se ha vuelto una segunda naturaleza, una cultura. Basta mencionar los diversos sitios de Internet dedicados a la genealogía de las familias judías. Localizar a cada miembro del tronco original, rehacer el árbol primigenio con todas sus ramas (aunque sólo sea con sus nombres) es la labor de incontables personas y organizaciones. Una tía de 95 años me mandó no hace mucho la impresionante lista de los Kleinbort (mi apellido materno) provenientes del pequeño pueblo de Kuznitza, en la frontera de Polonia con Rusia: cientos de personas, con sus fechas y lugares de nacimiento y muerte, incluidos los exterminados por Hitler. El primero de la lista nació en 1818.
Nacida en Costa Rica en el seno de una familia impregnada culturalmente por la religiosidad judía, Guita Schyfter escuchó en las sobremesas de su infancia las narraciones que los vivos dedicaban a los muertos, a cada uno de los muertos. Los patriarcas venerados, los tíos vigorosos, las mujeres en la flor de la edad, las bellas jóvenes, los niños y niñas: sus muertos. De labios de doña Fanny, su madre (una mujer imperiosa y sabia que filosofaba en hebreo), y de su padre y sus tíos, oyó hablar del "Alte Heim" (el viejo hogar) consumido en las llamas del Holocausto. Aunque todas las familias judías recuerdan, no todas recuerdan del mismo modo. Para algunas, el recuerdo es una pesadilla recurrente en donde no hay rendijas para la nostalgia. Todo lo bueno que hubiera tenido la vida allá (y algo bueno debió tener, si los judíos habitaron esa zona de Europa Oriental por casi mil años) se desdibujaba por lo ocurrido en esos seis años que sepultaron a 6 millones de personas (incluido un millón de niños) en ese vasto cementerio judío que se volvió Polonia. Pero en el caso de Schyfter, el recuerdo no sólo estaba hecho de muerte sino de vida. En su familia, la memoria colectiva era una película en ciernes, una serie de imágenes fotográficas o testimonios muy concretos sobre la vida cotidiana en Kruk y Tluste, los "Shtetlech" (pueblos, aldeas) de donde eran originarios, respectivamente, su padre y su madre: la casa familiar, el jardín, un paisaje, una vereda, el escondrijo, el sitio de la muerte. Esos retazos entrañables pedían ser editados como las secuencias de un álbum, pedían que alguien (alguien cercano) los investigara, los colocara en el lugar exacto, los hilvanara, les diera vida.
Eso es lo que ha hecho admirablemente Guita Schyfter en su primer largometraje documental, Laberintos de la memoria (que se exhibe estos días en el Festival de Cine Judío). Asistimos con ella a un viaje hacia Kruk y Tluste. Va provista de una cámara curiosa y sutil (la de su hijo, Sebastián) y lleva consigo (como una fotografía rota) los trozos de memoria que ha recabado desde niña. Pero la sorpresa mayor de la obra -lo que la separa de muchas otras que han abordado, casi siempre con sentimentalismo, el mismo tema- es su apertura al tema de la memoria (de la necesidad de la memoria) mediante un contrapunto insólito: la historia paralela y entreverada de la antropóloga Calixta Guiteras, indígena mexicana, avecindada desde niña en Cuba, y Mayte, su madre mexicana, que hacía mucho tiempo se había visto obligada a darla en adopción: una recuperación complementaria a la suya.
Las dos historias se desenvuelven en un delicado contrapunto. Dos viajes inversos. Guita Schyfter viaja a Ucrania y Lituania, y desentraña (literalmente) la historia de su familia. Incitada por la propia Guita (que se ha enterado por azar del desencuentro), madre e hija descubren su existencia, se adivinan primero, se escuchan de lejos, conversan y finalmente convienen un viaje de Cuba a México para conocerse y quizá reconocerse. El instante es memorable: una estampa de alegría mexicana.
Schyfter sólo encuentra fantasmas entrañables, pero le bastan para reconciliarse con sus orígenes remotos y consigo misma. Siente que ha reparado una falta, que ha cumplido un ciclo. Ha honrado a sus muertos interpretando a su modo, creativamente, la sagrada plegaria del Yzkor que reza el huérfano de cualquier edad por el alma de sus padres. Paradójicamente, en el encuentro de Guiteras con su madre ocurre algo distinto: la recuperación se da, la familia se ensancha, el destino ha devuelto a Calixta su "familia biológica", pero en el mismo adjetivo se advierte una distancia. Son su familia y no lo son. Su hija y su querencia están en La Habana, cuya melancólica belleza (detenida en el tiempo y captada por la lente de Sebastián) es una metáfora más del pasado que se impone al presente. ¿Por qué el triste encuentro espiritual de Schyfter resulta más hondo que el feliz encuentro material de Guiteras? Esos son, precisamente, los misteriosos laberintos de la memoria.
El Ángel