Convergencias maderistas
Para Alonso Lujambio
Pecado de origen
El PAN nació diez años tarde. El 14 de septiembre de 1939, tras una década de intensa polarización ideológica, casi no había lugar entre fascismo y comunismo. Y en América Latina lo había aún menos, porque esa tercera posición se interpretaba como un apoyo al Occidente colonialista y decadente, a la “pérfida Albión” o al imperialismo americano. No obstante, las corrientes modernas del pensamiento político mexicano (el liberalismo proveniente del siglo XIX, el nacionalismo revolucionario y el socialismo, en sus diversas variantes) tuvieron el acierto político y moral de apoyar a los Aliados. Un vasto espectro de la opinión pública tenía posturas distintas: muchas mostraban una abierta simpatía por los nazis, otras abogaron por una posición de neutralidad y terminaron por prestar un tibio apoyo al gobierno cuando declaró la guerra al Eje. En este lugar, tristemente, se colocó el Partido Acción Nacional.
Entre octubre de 1933 y el mismo mes de 1934, como rector de la Universidad, Manuel Gómez Morin había sabido encontrar el justo medio liberal. Ante la tentativa del Estado de ahogar a la Universidad privándola de recursos e imponiéndole el dogma de la educación socialista, Gómez Morin (secundado por el filósofo Antonio Caso y los jóvenes de la Unión Nacional de Estudiantes Católicos) logró salvar la libertad de cátedra y consolidar la autonomía sin permitir, al mismo tiempo, que los personeros de la Iglesia sentaran sus reales en la institución.
Seis años más tarde, el PAN nacía desenvainando la espada contra el orden liberal. Ese fue su pecado de origen. Como su nombre lo indica, buscó inspiración filosófica en Action Française, la organización nacionalista, monárquica y antisemita fundada por Charles Maurras a raíz del affaire Dreyfus, en 1898. Maurras predicaba “reaccionar” contra el legado de la Revolución francesa y proponía la vuelta a una Francia tradicional, ordenada y jerárquica, purificada de elementos extraños, en particular los judíos. En sus años iniciales, Acción Nacional replicó algunas de esas posturas: reprobó la solidaridad con los exiliados españoles e insistió en normalizar relaciones con la dictadura franquista, reivindicó un hispanismo excluyente y castizo, rechazó el panamericanismo y los valores de la “otra familia americana”, fustigó eufemísticamente a las “mafias internacionales” (es decir, a los judíos), apoyó a Almazán (simpatizante del Eje) frente a Ávila Camacho. A la derecha del PAN solo estaban los grupos católicos provenientes de la Cristiada, los fascistas del sinarquismo (cuyo líder máximo, el ultramontano Salvador Abascal, trabajó en la Editorial Jus de Gómez Morin) y el gran filósofo al servicio de los nazis, José Vasconcelos.
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El destino del PAN habría sido distinto si el propio Vasconcelos –diez años antes, a punto de emprender su campaña presidencial– hubiera escuchado el consejo de Gómez Morin. “¿Vale más –le preguntaba este, en una carta muy citada, de octubre de 1928– lanzarse a una lucha que pueda llevar a los grupos contrarios al exterminio, para lograr el triunfo inmediato o perderlo todo, o vale más sacrificar el triunfo inmediato a la adquisición de una fuerza que solo puede venir de una organización bien orientada y con capacidad de vida?” Gómez Morin (abogado de la Embajada Soviética en 1924) había creado el Banco de México (1925) y el Banco Nacional de Crédito Agrícola (1926), pero a raíz de los asesinatos de Huitzilac (1927) se había desencantado del régimen y comenzó a organizar a sus coetáneos –que él mismo bautizó como “Generación de 1915”– para una lucha política de largo plazo. Su ideario entonces, como el de Vasconcelos, no era adverso a la Revolución. Ambos se sentían, con toda razón, protagonistas centrales. Lo que criticaban era la corrupción de los generales, su interminable borrachera fratricida y aquello que ambos intelectuales (y sus miles de jóvenes seguidores) percibían como un abandono del impulso constructivo. Vasconcelos, por supuesto, se rehusó a esperar y lanzó su candidatura. Apostó el todo por el todo, y todo lo perdió menos el genio literario que desplegó desde sus exilios. Los batallones estudiantiles que lo seguían también perdieron y se perdieron en los laberintos de la burocracia o los fanatismos ideológicos de los años treinta.
“Aquella carta de 1928 –afirmaba Jesús Reyes Heroles, medio siglo más tarde– era un tratado de clarividencia política.” En efecto, cabe imaginar que el PAN hubiese salido a la luz como el partido laico y civilista de aquellos “batallones”, un instituto democrático y liberal encabezado por los intelectuales de la Generación de 1915 (Narciso Bassols, Daniel Cosío Villegas, Miguel Palacios Macedo, Alberto Vázquez del Mercado, etc.), personas con vocación de servicio y conocimiento técnico en temas económicos, educativos y agrícolas, opuesta al partido ideológico, nacionalista y corporativista de los militares. En vez de un partido hegemónico, habríamos tenido, desde 1929, un sistema bipartidista.
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Los intelectuales incorporados al PRI y los militantes socialistas y marxistas mostraron un vehemente rechazo al PAN. Pero no solo ellos. También un liberal puro como Daniel Cosío Villegas (rara avis que había atravesado las corrientes encontradas de los treinta en una equidistante oposición de repudio frente a ambos totalitarismos) expresó su divergencia radical en su célebre ensayo “La crisis de México” (noviembre de 1946). En su concepto el PAN resultaba un enemigo directo de los campesinos y los obreros. La acusación era extraña, porque las críticas a la política agraria cardenista y al sindicalismo oficial que Cosío Villegas vertió en “La crisis de México” eran muy semejantes a las que el propio Gómez Morin había externado siempre.
Su divergencia de fondo era otra: la del liberal revolucionario frente a quien este ve como un conservador clerical. Si el PAN llegase al poder –conjeturaba– la Iglesia lo apoyaría para revertir el orden liberal surgido de la Reforma:
La Iglesia perseguiría a los liberales, los echaría de sus puestos, de sus cátedras; les negaría la educación a sus hijos; serían, en suma, víctimas prontas de un ostracismo general. Y los liberales sentirían también en toda su fuerza la persecución desatada de una prensa intolerante, incomprensiva, servidora ciega y devota de los intereses más transitorios y mezquinos.
También la “plutocracia” –según Cosío– apoyaría al PAN, anulando con ello los logros sociales de la Revolución. Por su mente no pasó –ni podía pasar– la idea de que el partido fundado por Gómez Morin tuviera alguna inspiración maderista. Las filiaciones ideológicas y políticas del PAN hacían imposible esa identificación. Una sola virtud concedía el liberal a los hombres de Acción Nacional, y a “Gómez Morin antes que ninguno”: haber sacudido, con cierto costo personal, “la apatía política tan característica del mexicano”.
Su indignación tenía motivos personales. Cosío Villegas, no hay que olvidarlo, había concebido la idea de traer a México a los intelectuales republicanos y había trabajado personalmente en la tarea de acogerlos. La indulgencia del PAN con respecto a Franco debió de parecerle intolerable. Pero en su crítica resonaba también la antigua querella del siglo XIX. La inclinación ideológica del PAN hacia la derecha autoritaria había despertado en el liberal Cosío Villegas su trasfondo jacobino. No era común en él. A diferencia de su amigo el radical Narciso Bassols (hijo de una familia intensamente católica, nieto del editor de la Revista Eclesiástica en Puebla, monaguillo y estudiante del Colegio de San Gregorio), Cosío Villegas no había tenido una infancia religiosa contra la cual rebelarse, como se habían rebelado tantos personajes de la Reforma y la Revolución. Pero a su juicio, la institución fundada por Gómez Morin, su compañero de juventud, había ido demasiado lejos. Tan lejos que ponía en peligro el valor que más apreciaba: la libertad individual. Esa era la “tara” mayor del PAN: su carácter antiliberal.
El Estado contra la nación
Pasada la guerra, gracias al régimen conciliador de Manuel Ávila Camacho, la beligerancia ideológica del PAN pasó a un segundo término. A partir de diciembre de 1946, su grupo parlamentario –el primero en muchos años en tener verdadera voz opositora en el Congreso– comenzó a desplegar una actividad febril. Y no se trataba solo de denunciar los problemas del país sino de ofrecer una reorganización institucional y soluciones distintas a las oficiales.
De los 110 candidatos panistas que contendieron en 1946, solo cuatro alcanzaron un escaño: Miguel Ramírez Munguía por Tacámbaro, Michoacán, Juan Gutiérrez Lascuráin por el Distrito Federal, Antonio L. Rodríguez por Nuevo León y Aquiles Elorduy García por Aguascalientes. (A Gómez Morin se le negó el triunfo en Chihuahua por ser hijo de español.) Desde esa pequeña minoría lograron presentar veintiuna iniciativas que trascenderían a su tiempo. Retomando ideas originales de Gómez Morin sobre crédito agrícola, el grupo propuso la creación de sociedades cooperativas entre agricultores, obras de pequeña irrigación, el juicio de amparo y una ley general de planeación, ambas para el campo. El propósito era lograr la autonomía de los campesinos liberándolos de la dependencia de los líderes y comisarios ejidales mediante una amplia red de asistencia técnica, educación práctica, crédito oportuno, transparente y sin ataduras políticas. En la cuestión obrera, el cuarteto propuso una ley de defensa del trabajador en el sindicato que eliminase la cláusula de exclusión, exigiera a los líderes la rendición de cuentas e impidiera la coacción del voto dentro de las asambleas. Los cuatro panistas plantearon también la creación de una comisión de estudios para hacer más sólido y fino el manejo del Seguro Social (institución ideada originalmente por Gómez Morin en 1927), y procuraron reformas para devolver la autonomía al Banco de México.
Pero el ámbito de mayor creatividad fue político. En tiempos en los que el gobierno manejaba todas las instancias electorales (desde la manipulación del padrón hasta los pistoleros que ametrallaban votantes de oposición en las casillas), el PAN propuso una ley de registro ciudadano, otra ley electoral de poderes federales así como reformas a artículos constitucionales para crear un tribunal federal electoral y permitir a la Corte actuar en caso de conflictos electorales graves como el ocurrido en 1945 en León, cuando las fuerzas oficiales dispararon contra los asistentes a un mitin asesinando a decenas de personas. Ninguno de los proyectos se aprobó; la mayoría no se dictaminó siquiera. Los diputados priistas gritaban consignas como “No dejaremos el poder, pase lo que pase”, “Aquí no hay democracia”, “Solo nos echarán por la fuerza de las bayonetas”. Pero esos proyectos anticiparon punto por punto las reformas políticas de las décadas siguientes.
En la doctrina del PAN, el Estado mexicano no representaba legítimamente a la nación. Para restaurar la legitimidad perdida había que construir desde abajo, desde los cimientos mismos, una ciudadanía apta para la democracia. La democracia reivindicaría a la nación. (No por casualidad, el periódico oficial del PAN que comenzó a circular en 1941 se tituló precisamente La Nación.) El PAN postulaba la “primacía de lo político” e insistía en lograr una verdadera reforma política. Sin ella toda la vida pública permanecería “falseada”. En su discurso final como presidente del PAN (16 de septiembre de 1949), Gómez Morin –como un nuevo Madero– afirmó:
Si no se cumple la efectividad del sufragio [...] la libertad individual y colectiva, el vivir ordenado y tranquilo, la escuela, y todos los valores intelectuales y morales, y la propia autonomía real de México y sus ricas posibilidades de colaboración en el nacimiento del mundo mejor que todos anhelamos, serán frustrados por una autoridad que no viniendo de la Nación sino del compadrazgo, de la combinación y del fraude, pondrá siempre el apetito y el interés parciales sobre el interés nacional, sobre el bien común.
En sus viajes por el país –réplicas también del maderismo– Gómez Morin organizaba comités regionales y distritales, atraía aliados y repetía su frase favorita: “Hay que mover las almas.” Actuaba movido por una fe o, más bien, por un desplazamiento de su fe cristiana a la arena pública. Estaba convencido de la vocación democrática del pueblo, pero ese pueblo debía despertar a sus deberes ciudadanos para vertebrar a la nación y regenerar, desde la base, al Estado. El ritmo del proceso era forzosamente lento. “Que no haya ilusos para que no haya desilusionados.” Y no había atajos: “El PAN no es tarea de un día sino brega de eternidades.”
Gómez Morin dejó la presidencia de su partido en 1949. Muy pocos, fuera de su círculo, aceptarían entonces (o después) que fue el PAN, un partido de católicos, quien mantuvo viva la flama democrática cuando casi nadie se acordaba de ella. Entre esos pocos estuvo su compañero más antiguo de generación, Vicente Lombardo Toledano. Por esas fechas fundó el Partido Popular (al que más tarde agregó el adjetivo Socialista) con la participación de un grupo de intelectuales desencantados con el rumbo del alemanismo, como Narciso Bassols. Al poco tiempo Bassols renunció, al advertir los puentes del nuevo partido con el mundo oficial.
Brega de eternidades
El PAN no carecía de hombres, doctrina y propuestas, pero en amplios sectores de la opinión pública no representaba el partido democrático que retomaba la bandera de Madero sino el partido “retrógrado” ligado a la Iglesia y la burguesía. Varios factores contribuyeron a lo largo de las siguientes dos décadas a congelar esa imagen.
Uno, decisivo, fue la composición de su élite rectora. A pesar de la trayectoria humanista de Gómez Morin (amigo de Ramón López Velarde, discípulo del Ateneo, miembro del grupo de los “Siete Sabios”, buen prosista y hombre singularmente dotado para la vida práctica, creador de instituciones perdurables como el Banco de México y el de Crédito Agrícola, rector de la Universidad en verdad heroico), el PAN nunca atrajo a grandes figuras intelectuales o académicas. El núcleo de universitarios católicos que lo había apuntalado en 1933 en su defensa de la libertad de cátedra y la autonomía universitaria fue rebasado en 1946 por otro grupo mucho más numeroso de universitarios de raigambre liberal que llegó al poder con Miguel Alemán. La nueva élite (integrada por antiguos discípulos de la Generación de 1915 en las aulas de la Preparatoria y la Escuela de Leyes) hubiese formado parte quizá de aquel partido que vislumbraba Gómez Morin en 1928, pero ya en los años treinta su orientación era otra: subirse al carro de la Revolución, consolidarlo, manejarlo y, eventualmente, heredarlo.
En términos maquiavélicos, su integración al PNR, el carácter híbrido de su base económica (cabalgaban entre la iniciativa y el gobierno) y su indiferencia ante las cuestiones religiosas, los diferenciaba ventajosamente del puñado de profesionistas universitarios del PAN que hacían política en sus ratos libres, trabajaban en despachos, bufetes u oficinas de la iniciativa privada y profesaban un abierto catolicismo. Los revolucionario-institucionales tenían vía libre a los negocios y concesiones públicas (hasta legalmente) y una mayor flexibilidad ideológica. Y lo supieron aprovechar.
El carácter civil del nuevo gobierno dio pie a la tercera mutación histórica del PNR-PRM-PRI. En un arranque de genio, el grupo alemanista discurrió la construcción de una ciudad a su imagen y semejanza, la Ciudad Universitaria, que desde entonces sería el emblema del ascenso para las clases medias. Con esa triple legitimidad (revolucionaria, civil y universitaria), el grupo dio inicio a la consolidación del sistema político mexicano que, si bien monopolizó el poder (desvirtuando todos los ámbitos de la vida democrática) y favoreció una plutocracia (política, empresarial, burocrática y sindical) más poderosa que la porfiriana, al mismo tiempo sentó las bases de un crecimiento industrial sin precedente, acompañado de paz interna, estabilidad y una considerable movilidad social. Fueron tiempos muy lejanos ya del combativo espíritu nacionalista y agrarista de Cárdenas, años en que el ascenso consistente de las clases medias urbanas restaba incentivo a la oposición político-electoral, más aún si esa oposición se empeñaba sinceramente en encarnar el papel –utilísimo para el régimen– del oscurantismo reaccionario.
Y es que, en los años cincuenta (como le ha ocurrido siempre), un sector ultramontano del PAN hizo todo lo posible por conformar sus dichos y hechos a la idea que se tenía de él. Desde un principio había vivido la tensión entre dos corrientes: la de Gómez Morin (chihuahuense emprendedor, socialista en su juventud y colaborador del presidente Calles, que no mezcló la religión con la política ni tuvo relaciones políticas significativas con la jerarquía) y la de Efraín González Luna (abogado jalisciense que había sido simpatizante activo de los cristeros y cuya óptica histórica y social se anclaba en el conservadurismo clerical del siglo XIX). A partir de 1949, el péndulo osciló hacia González Luna, con tres presidentes sucesivos pertenecientes a la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, la ACJM, rama fundamental de Acción Católica y brazo urbano de los cristeros. Ni siquiera los impulsos democráticos puros y significativos (como la caravana de protesta por un fraude electoral, encabezada en 1956 por el valeroso joven Luis H. Álvarez a México desde Ciudad Juárez, o su meritoria campaña presidencial en 1958) lograban modificar la percepción del PAN como un partido anclado en las querellas religiosas de los años veinte y al servicio del clero. En gran medida, la percepción coincidía con la realidad.
La famosa frase de Ruiz Cortines “los panistas son los místicos del voto” expresa muy bien la desdeñosa opinión del sistema frente a un partido que mezclaba –contradictoriamente y en detrimento propio– la adscripción religiosa con la vocación democrática. Pero expresa también la cerrazón del sistema ante los “enemigos de la Revolución”. Las posibilidades del PAN para contender libremente en elecciones municipales y legislativas se redujeron a un mínimo. En algún momento, el propio Gómez Morin se postuló como candidato para el distrito de San Ángel y entonces, para que la cuña apretara, el PRI le opuso a Antonio Castro Leal, otro de los “Siete Sabios”, hombre fiel al régimen que, por supuesto, lo venció arrolladoramente. Para colmo, en 1958 un ciclo histórico se cerró en detrimento del PAN: llegó al poder un vasconcelista, Adolfo López Mateos, que terminó por subir al “carro completo” a muchos de sus viejos compañeros.
En cuanto a la generación intelectual y académica más joven, gente nacida entre 1920 y 1935, si bien sus representantes criticaban las insuficiencias de la política social, el abandono del campo o la corrupción de los políticos venales y los líderes “charros”, todos operaban dentro de las categorías mentales de la Revolución mexicana y muchos tenían puestos en el régimen que decía representarla. Y la democracia electoral, claramente, no estaba siquiera en su horizonte o lo estaba como un peligro: “la democracia –se decía en esos círculos– llevó Hitler al poder”.
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En los años sesenta, un sector mayoritario de esa misma élite fue más lejos: abandonó la vetusta Revolución mexicana a cambio de la pujante Revolución cubana, proyecto que no necesitaba ya simular (como el PRI) la democracia electoral sino que sencillamente se propuso abolirla. Al mismo tiempo, en el Concilio Vaticano II y la encíclica Rerum novarum la propia Iglesia viró sus posiciones doctrinales a la izquierda. El PAN pudo haber aprovechado ese aggiornamento pero lo intentó tarde, en los años setenta. Era la hora de retomar la doctrina social del PAN –por ejemplo, el principio de la subsidiariedad–, así como su programa económico –la filosofía técnica de Gómez Morin–, con ideas prácticas, pertinentes a las necesidades de la población más necesitada. Pero el PAN no generó proyectos nuevos ni atrajo pensamiento original. De allí que muchos jóvenes católicos formados en publicaciones católicas o en las escuelas de periodismo afines al PAN (como la dirigida por Carlos Septién García) descartaran la opción panista y se inclinaran por las corrientes socialistas de acción y pensamiento.
A principio de los sesenta llegó a la presidencia del PAN Adolfo Christlieb Ibarrola, abogado y pensador cercano a Gómez Morin, cuyo objetivo era relegar a los “meadores de agua bendita” –frase suya, textual– y volver al espíritu democrático del partido en la Legislatura de 1946-1949. Un ejemplo fue su impulso a la participación de las mujeres en la machista política mexicana: Florentina Villalobos fue la primera diputada federal en 1964 y, dos años después, Norma Villarreal de Zambrano fue la primera alcaldesa, en San Pedro Garza García.
Por esas fechas, un ciudadano independiente, el doctor Salvador Nava, enfrentaba en una lucha solitaria y heroica al cacique Gonzalo N. Santos: incapaz de disuadirlo “por las buenas”, el gobierno lo envió al Campo Militar Número 1 donde sufrió tortura física por el “delito” de lanzar su candidatura independiente para el gobierno de San Luis Potosí. Aunque Nava no era panista, su hazaña convergió con los afanes del PAN, que entre 1964 y 1967 contribuyó a arrancar al gobierno de Díaz Ordaz una incipiente reforma política (que, entre otros puntos, abrió la representación proporcional) y algunos magros triunfos municipales. Pero en 1968, aun aquellos logros mínimos se detuvieron por orden de Díaz Ordaz. (Según testimonio de Antonio Ortiz Mena, Luis Echeverría le llamó para que enviase auditorías contra los pocos empresarios que se habían atrevido a apoyar al PAN en la alcaldía de Mérida.) Al poco tiempo, el valeroso Christlieb renunció a la presidencia del PAN y murió víctima del cáncer y la desilusión.
La izquierda política y la cultural (universitaria, académica, literaria) permanecieron indiferentes a la democracia. Los escritores y artistas simpatizaban con las perspectivas revolucionarias y desdeñaban por principio la democracia; la consideraban una superchería burguesa inventada para oprimir al pueblo. No conocían la brega democrática del PAN, ni les interesaba. Y el PPS de Lombardo se había vuelto, claramente, un apéndice del gobierno. Luego de regresar de un viaje a Cuba, tras ver a Fidel conversando animadamente con unos cañeros, un gran editor de izquierda comentó: “Esa es la democracia.”
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En las elecciones presidenciales e intermedias de esos años, al PAN se le concedía hasta el diez por ciento del sufragio, sobre todo en el Distrito Federal y en el occidente tradicional de México, con enclaves en Baja California y Yucatán. Esa lenta edificación no debía nada a la burguesía mexicana, que a lo largo de todos esos años se negó a apoyar al PAN, aun en el caso de Nuevo León. A pesar de la contribución decisiva de Gómez Morin a la salvación y consolidación del Grupo Monterrey (tras la crisis del 29), los industriales de Monterrey –que se vanagloriaban de haber “parado a Cárdenas”– no dudaron en apoyar a Alemán. En México, la “nueva plutocracia” de la que había hablado Cosío Villegas no fue panista. Abierta o moderada, concesionaria o autónoma, cercana o remota, fue “revolucionaria institucional”.
En cuanto a la Iglesia, en entrevista concedida a los esposos James y Edna Wilkie entre 1964 y 1965, el propio Cosío Villegas corregía sus opiniones de veinte años atrás:
Acción Nacional, contra lo que pueda creerse, no cuenta con ciertos apoyos [...] digamos, típicamente, la Iglesia católica... La Iglesia católica nunca le ha dado un apoyo abierto, ostensible, a Acción Nacional. Y dudo mucho que se lo dé, aun callada o silenciosamente.
Si sus “únicas fuentes de apoyo”, la Iglesia y la plutocracia, no fueron tales, ¿qué representaba entonces, Acción Nacional, a casi treinta años de su fundación? Entrevistado también por los esposos Wilkie en esas fechas, Gómez Morin lo definió con humildad. El PAN era partidario de la negociación limpia y digna y del avance fragmentario. La eternidad había debilitado la brega:
Estamos todavía en la situación clásica de un partido de oposición. No de “Her Majesty’s loyal opposition”, que puede ocupar los puestos al día siguiente que sale el gobierno, sino en la posición de la oposición latina: un partido que está señalando errores, que está indicando nuevos caminos, que está tratando de limpiar la administración, de mejorar las instituciones, de programar el esfuerzo colectivo de mejoramiento y de formar ciudadanos y personas capaces de ocupar con rectitud y eficacia los puestos públicos.
Reconocía abiertamente la impreparación del PAN para ejercer el poder ejecutivo y la justificaba con serenidad (y un estremecedor sentido profético):
No hemos tenido mucha ansiedad de llegar a puestos de gobierno. Reconocemos inclusive que si mañana, por uno de esos trastornos públicos de fondo, Acción Nacional tuviera que hacerse cargo del gobierno, tendría que hacer un esfuerzo intenso para formar un equipo de gobierno. Tal vez un gobierno de unión nacional.
Acaso sin ironía, Cosío Villegas apuntó entonces que el PAN desempeñaba “un papel muy importante”: el de permitirle al gobierno hacer una especie de shadow boxing, que lo mantenía “ágil y dispuesto a la lucha”. Pero dos años después, al estallar el movimiento estudiantil, cambiaría de opinión. El shadow boxing había servido menos al gobierno que a la sociedad. Sin esa labor electoral y parlamentaria (con su cuota de esfuerzo, penurias e incluso sangre) México habría sido no un régimen de partido hegemónico, sino único.
Diálogos en San Ángel
A punto de cumplir los setenta años, ambos personajes entraron en un período de introspección. Las entrevistas con los esposos Wilkie sirvieron como un catalizador. Gómez Morin hizo el recuento de su vida y sus obras, y parecía resignado. En cambio Cosío Villegas, a pesar de su extraordinaria obra cultural (el Fondo de Cultura Económica, El Colegio de México) e histórica (la Historia Moderna de México), manifestaba una estoica frustración, solo paliada por la obra tangible de su generación:
Yo no vacilaría en decir que sin nuestro concurso el México de hoy no sería lo que es hoy, o que habría llegado allí, pero bastante más tarde. Pongamos un solo ejemplo: no puede caber duda de que habría acabado por crearse el Banco de México sin Manuel Gómez Morin; pero, por una parte, ya es significativo que habiendo sido anunciado en la Constitución de 1917, no se creara antes de que él interviniera; por otra parte, su alumbramiento se hubiera confiado a manos espeluznantemente bárbaras.
Cosío era, en su propia definición, un “liberal de museo”, pero en 1968 reapareció en el horizonte público de México para reanimar la crítica del poder. Llevaba más de dos décadas de trabajar silenciosamente en su trabajo histórico, con fugaces incursiones en la diplomacia. El movimiento estudiantil, gestado en la izquierda y de carácter libertario, lo llevó a jubilarse del gobierno y a emular a sus héroes personales, los “Gigantes de la Reforma”, esos hombres apasionadamente independientes a quienes conocía como si hubiera convivido con ellos. Comenzó a publicar un artículo semanal en el Excélsior de Julio Scherer.
Los antiguos abusos y ahora los crímenes del poder presidencial habían terminado por convencerlo –como a Gómez Morin– de que el problema central de México era de índole política. Para muchos lectores de todas las edades esos textos fueron una revelación: Cosío Villegas mostraba el potencial crítico del liberalismo mexicano, corriente de pensamiento ilegítimamente expropiada, absorbida, subsumida y domesticada por un partido, el PRI, que en sus usos efectivos representaba lo contrario al espíritu y al proyecto liberal: una “monarquía absoluta, sexenal, hereditaria por vía transversal”.
Uno de esos lectores sorprendidos y agradecidos vivía en San Ángel, muy cerca del historiador. A partir de la sobria casa (Segunda Cerrada de Frontera #9) donde vivía Cosío Villegas, doblando a la derecha cuesta arriba hasta una risueña fuente, uno podía recorrer la barda de una gran propiedad que desembocaba en la Calle del Árbol, dar unos pasos y tocar una puerta de madera con el número 6: la casa de Manuel Gómez Morin.
Se habían conocido en 1915. Habían compartido la aurora educativa de Vasconcelos y el aliento constructivo de los años veinte. Se habían interesado en los estudios económicos y la economía agrícola, habían fundado con otros compañeros la Escuela Nacional de Economía en la Universidad. Las querellas ideológicas de los treinta los habían separado, sin duda alguna, pero no al grado de la enemistad (como ocurrió entre otros miembros de la generación). Al paso de los años, la porfía democrática del PAN atrajo la atención del liberal. Por su parte, el demócrata católico retomó el temple liberal de su juventud, hasta admitir frente a los Wilkie: “Juárez fue un hombre admirable, que supo mantener el espíritu republicano y liberal, hasta los confines de la República.” ¿Qué le achacaba a Juárez? No un pecado contra la Iglesia sino un pecado contra la democracia: haber sido “autor de los primeros fraudes electorales”. Por todo ello, a fines de los sesenta comenzaron a verse en casa de don Manuel, para tomar un buen whisky y hablar de México. Fue entonces cuando don Daniel reconoció que el PAN “es el único partido político independiente y aún opuesto al gobierno”.
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A Cosío Villegas, el liberal puro, le importaba responder a esta pregunta: ¿cómo acotar el poder? No un tema de representación y participación sino de límites. Un tema de libertad negativa. Por eso empleó dos décadas en estudiar la República Restaurada y su reverso, la dictadura porfirista. Quiso entender el poder para desmontar sus mecanismos de control y ofrecer vías de progreso político que consolidaran el valor –supremo para él– de la libertad individual. Nada podía lograrse en ese sentido sin poner límites al poder presidencial, sin fortalecer la autonomía del legislativo y el judicial, sin restablecer el contrapeso de la vida federal y municipal, sin minar la hegemonía del PRI, sin ejercer hasta el exceso todas las libertades políticas, sin criticar despiadadamente a los presidentes y sus gabinetes: sus decisiones, sus dislates, sus locuras y despropósitos.
A Gómez Morin, el demócrata católico, le importaba responder a otra pregunta: ¿quién ejerce el poder? No un tema de límites sino de participación y representación. Un tema de libertad positiva. Estaba convencido de que el poder en México lo ejercía una casta de líderes políticos que no representaba legítimamente a la nación porque no había sido electa con un padrón confiable, con instituciones electorales autónomas, en condiciones de equidad y mediante un sufragio efectivo. El problema no era el acotamiento al poder sino el origen del poder y aun el poder mismo. Y en la base de ese problema estaba la falta de participación ciudadana, la debilidad de la ciudadanía, la ausencia de la democracia. Por eso, para alentar la participación, formar ciudadanía y vivir en democracia, Acción Nacional (a pesar de la insistente y, en muchos momentos, violenta represión del gobierno) una y otra vez presentaba candidatos a las elecciones municipales y empujaba la reforma política.
Cosío Villegas, el liberal puro, no ponía en entredicho la legitimidad del Estado mexicano surgido de la Revolución y creyó siempre que el régimen mismo podía y debía corregir el rumbo. A los gobernantes no los criticó por su falta de representatividad sino por sus abusos y torpezas, por sus mezquindades y su inveterada corrupción. La represión del 68 y los desplantes populistas del gobierno de Echeverría lo convencieron de que el régimen debía cambiar, y cambiar pronto. ¿Cómo? No reemplazándolo con otro sino retomando el legado liberal de los Constituyentes de 1857. Había que poner a funcionar las instituciones y leyes de la república y ejercer las libertades (en particular la de crítica y expresión). Un paradigma suyo lo definía: “hacer en verdad pública la vida pública”. Su utopía era la República Restaurada, un gobierno de intelectuales ilustrados, desinteresados, patriotas, limpios, independientes, deliberantes y liberales.
Gómez Morin, el demócrata católico, había dejado de tiempo atrás la inspiración maurrasiana para acercarse a un concepto más propio de la tradición católica ibérica, la idea orgánica del pueblo como depositario original de la soberanía, que delega el poder (proveniente de Dios) en un señor, cuya vocación debe ser el bien común. Por eso una de sus frases favoritas provenía del Cid: “¡Qué gran pueblo, si hubiese buen señor!” En México había un gran pueblo pero no un buen señor. Esta idea había sido siempre adversaria histórica de la concepción maquiavélica del poder como una ciencia o un arte de dominación, rasgos que Gómez Morin veía en el Estado revolucionario. Los gobernantes, por cálculo, hablaban de “acercarse el pueblo”; los panistas, por sentido de igualdad cristiana, debían “ser el pueblo”. Su utopía era “una patria generosa y ordenada”.
Cosío Villegas era agnóstico y Gómez Morin católico, pero no disputaban sobre cuestiones del otro mundo. En las cosas de este mundo, Gómez Morin actuaba como laico (rehusaba ser instrumento de la jerarquía, fustigaba las “ilusiones fascistoides” de los sinarquistas) y al hacerlo abría un espacio de tolerancia para que el liberal Cosío Villegas guardara sus armas jacobinas. Y así descubrían sus puntos en común. Ninguno de los dos era (ni remotamente) liberal en el ámbito económico o social. Ambos creían en un Estado con vocación moral, que procurara el “bien común” (Gómez Morin) o el “beneficio colectivo” (Cosío Villegas). A ambos los movía el propósito de “hacer algo por México”. Ambos eran maderistas: uno leía el maderismo desde el polo liberal, como un límite al poder absoluto; otro leía el maderismo desde el polo democrático, como una hazaña de participación popular.
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Incidentalmente, fui testigo de la convergencia política entre los dos mexicanos eminentes. Por sugerencia de Cosío Villegas, hice mi tesis sobre su “Generación de 1915”. Para ello visité a Gómez Morin de septiembre de 1970 hasta su muerte, en abril de 1972. Celebraba los artículos de Cosío. Alguna vez me contó la anécdota de Vasconcelos desenfundando frente a él una pistola oculta, tras lo cual ambos se murieron... de risa, porque se sabían incapaces de emular a los generales que la usaban con naturalidad. Seguían largos silencios. Luego movía de un lado a otro la cabeza, levemente, en un gesto que denotaba negación y lamento. El país había ido mal, sobre todo para la gente del campo, sobre todo en la vida política, “secuestrada por la pandilla del PRI”. Sin embargo, lo consolaba pensar que muchas de las instituciones creadas en los años veinte “habían sobrevivido a administraciones ineptas, torpes o corruptas”. Era de voz suave y trato gentil, tenía una prodigiosa sonrisa, una sonrisa “para mover las almas”.
Los miércoles a las cuatro y media, visitaba yo a su adusto e irónico amigo Daniel. “¿Qué cuenta Manuel?”, preguntaba. Una vez narró que Gómez Morin era capaz de dictar de corrido un texto de veinte cuartillas sin corregir una coma. Yo me sentía como un mensajero entre el pasado y el presente, un cartero que llevaba de una casa a otra las buenas nuevas de un documento, una confidencia, un descubrimiento. Cierto día, caminando con don Daniel por la calle de Madero hacia la American Bookstore, vimos acercarse a Gómez Morin. “¡Manuel!”, “¡Daniel!”, exclamaron al mismo tiempo, abriendo los brazos para estrecharse en un gran abrazo. “Ahí lo espera el whisky de siempre”, “¡Pues habrá que tomárnoslo pronto!” Alguien en la acera contraria identificó a Cosío y le gritó festivamente: “Don Daniel, ya suelte al PRI!” Todos reímos alborozados.
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“Católicos de Pedro el Ermitaño / y jacobinos de época terciaria. (Y se odian los unos a los otros / con buena fe.)” Así resumía Ramón López Velarde la querella central de nuestro siglo XIX. Ese odio frustró toda posibilidad de diálogo entre liberales y conservadores, y la existencia misma de un liberalismo católico que solo podía darse en el marco de una democracia.
En 1911, Francisco I. Madero se propuso desterrar el odio y para ello dio la bienvenida al Partido Católico Mexicano, “primer fruto de las libertades que hemos conquistado”. Recordando aquella actitud, Vasconcelos escribió: “había llegado la hora de la concordia”, pero no una conciliación subrepticia y vergonzante (como la del porfiriato) sino abierta y generosa. Como ha explicado Gabriel Zaid en su ensayo “Muerte y resurrección de la cultura católica” (Vuelta, núm. 156, noviembre de 1989), una nueva generación de liberales católicos progresistas buscaba participar (con respeto al laicismo y sin involucrar al clero) en la construcción del México moderno. Madero les tendió los brazos. Entre ellos destacaban el filósofo Antonio Caso (cuyas conferencias de 1915 sobre el cristianismo espiritual marcaron a Cosío Villegas y a Gómez Morin), Ramón López Velarde, el amigo de Gómez Morin, maderista de primera hora que había contribuido a la redacción del Plan de San Luis, y Eduardo J. Correa, que fundó el diario La Nación (1912-1913). Por desgracia, el golpe de Estado de 1913 truncó aquella “primavera maderista”.
La esperanza democrática renació fugazmente con el vasconcelismo. Su derrota abrió las puertas a la polarización ideológica. Durante la Revolución y los años veinte, los católicos militantes y los militares jacobinos habían llevado sus diferencias al campo de batalla, y en los treinta los bandos se enfrentaron en el campo minado de la educación y las creencias.
El impulso democrático renació con el PAN, cuyo periódico (fundado en 1941) se llamó La Nación, igual que su antecedente maderista. Una tregua al estilo porfiriano calmó los ánimos en las décadas siguientes, pero los extremistas clericales permanecieron fijos en los tiempos de la Cristiada. Fueron ellos quienes dentro del PAN crearon al tenebroso Yunque, organización antidemocrática, heredera directa del fascismo sinarquista, cuyo designio (cumplido en varias zonas del país) ha sido regresar al PAN a su autoritarismo de origen. Esa corriente es la responsable principal de que la opinión pública mayoritaria no conceda al PAN el reconocimiento que le corresponde en la construcción histórica de nuestra democracia.
Frente a la propensión al odio, es bueno recordar el ejemplo de Cosío Villegas y Gómez Morin, dos maderistas que decidieron dialogar –real y simbólicamente– sobre el cambio profundo que necesitaba México. El “liberal de museo” valoró el solitario aporte del PAN a la democracia mexicana. El demócrata católico honró el ideario liberal. Decepcionados de un régimen autoritario, coincidieron en lo fundamental: la alternativa democrática y liberal era la mejor, y seguía abierta para México. Esa convicción de raíz maderista inspiró a muchos mexicanos de todas las filiaciones en los años que siguieron. Sin el concurso de esos hombres y de las instituciones que fundaron, “el México de hoy no sería lo que es hoy, o habría llegado allí, bastante más tarde”.
Bibliografía
Daniel Cosío Villegas, La crisis de México, obras completas de Daniel Cosío Villegas, México, Clío/El Colegio Nacional, 1997.
-, Labor periodística. Real e imaginaria, México, Biblioteca Era, Ediciones Era, 1972.
Manuel Gómez Morin, Diez años de México. Informes del Jefe de Acción Nacional, introducción de Efraín González Luna, México, Editorial Jus, 1950.
Soledad Loaeza, El Partido Acción Nacional, la larga marcha, 1939-1994. Oposición leal y partido de protesta, México, Fondo de Cultura Económica, 1999.
Alonso Lujambio, La democracia indispensable. Ensayos sobre la historia del Partido Acción Nacional, México, DGE|Equilibrista, 2009.
James W. Wilkie y Edna Monzón de Wilkie, Daniel Cosío Villegas. Un protagonista de la etapa constructiva de la Revolución mexicana, edición y notas de Rafael Rodríguez Castañeda, Adolfo Castañón y Diego Flores Magón, México, El Colegio de México, 2011.
-, México visto en el siglo XX. Entrevistas de historia oral, México, Instituto Mexicano de Investigaciones Económicas, 1969.
Gabriel Zaid, “Muerte y resurrección de la cultura católica”, Vuelta, núm. 156, noviembre de 1989.
Letras Libres, núm. 161