Coriolano, el antipopulista trágico
“Cualquiera que estudie Coriolano –afirmó William Hazlitt en Characters of Shakespeare’s plays (1817)– puede ahorrarse la lectura de las Reflexiones de Burke, Los derechos del hombre de Paine, los debates del Parlamento inglés desde la Revolución francesa.” De haber escrito en el siglo XX, habría agregado a Nietzsche, Marx y Freud. Así de amplio es el espectro de su compleja trama. Y hasta este confuso siglo XXI puede hallar en esas páginas más de un eco y una lección.
La historia, narrada por Plutarco en las Vidas paralelas, ocurre en Roma, en el siglo V a. C. Un grupo de ciudadanos agraviados por la falta de trigo se amotina contra los patricios. El sabio senador Menenio, abogado del orden, trata de apaciguarlos. Aparece por primera vez el furibundo Cayo Marcio, joven de edad pero veterano de dos célebres batallas, que con su sola presencia repliega a los plebeyos y ferozmente les reclama su ignorancia de las cuestiones de Estado, y de paso sus defectos: volubilidad, cobardía, ingratitud y bajeza. La súbita amenaza del enemigo externo (los volscos, comandados por Aufidio, enemigo cerval de Marcio) desvía la acción a la guerra. Marcio tiene un desempeño digno de un héroe griego: él solo, sin ayuda de los soldados (“almas de gansos con formas humanas”, les dice),1 toma la ciudad de Corioles. Por aquel triunfo se le agrega el nombre Coriolano. Pero ese será el único laurel que, con reticencia extrema, tolerará.
La gloria deparaba a Cayo Marcio Coriolano el consulado de Roma. Volumnia, su augusta madre, que lo ha criado desde niño como un émulo de Marte, da gracias a los dioses por sus heridas. (Según Plutarco, era huérfano de padre, dato que Shakespeare no recoge.) Roma lo aclama pero Coriolano detesta visceralmente los halagos: “no más de esto, no más, ofende mi corazón, os ruego, no más”. Para ser electo cónsul, según la costumbre, deberá mostrar sus heridas, lo cual le repugna aún más. Los oficiales discuten sus hazañas y escudriñan su alma: a uno su orgullo le parece una respuesta sensata ante la inconstante naturaleza del pueblo, otro aduce que sus actos hablan por él.
Los tribunos (representantes del pueblo, al que el guerrero ha ofendido con sus invectivas) dan inicio a una elaborada campaña de manipulación para demeritarlo. ¿Pedirá con gentileza sus votos para obtener el consulado? Pero él se mantiene firme: no va a usar sus heridas como anzuelo. “¿Debo vanagloriarme ante ellos: ‘esto hice, y esto más’?” No mendigará sus votos con palabras: “No adiestré mi lengua a tal empeño.” Poco a poco, sintiéndose deshonrado e hipócrita, lamentando que el pueblo “vea el sombrero y no el corazón”, el guerrero concede: “Con gentileza, pues, os pido, señor, que me concedáis el voto. Tengo heridas que mostraros, mas lo haré cuando estemos a solas. Os pido el voto, buen señor. ¿Qué decís?” Cuando los votos llegan, Coriolano los recibe con tristeza:
¡Oh, vuestros votos! He luchado en la batalla por vuestros votos, he velado por vuestros votos, por vuestros votos he sufrido más de veinte heridas y por ellos he visto y escuchado el fragor de dieciocho batallas. ¡Todo por vuestros votos! Y ahora seré cónsul.
Sicinio y Bruto conspiran para que no lo sea. Advierten que se volverá un tirano, buscan (y al final logran) revertir su designación. Tribunos y senadores discuten el destino de Marcio que encara a la “chusma” sediciosa. ¿Qué le reclama? Pedir sin dar, exigir por saberse mayoría: “Se les llamó a la guerra cuando peligraba hasta el alma misma del Estado, pero no fueron más allá de las puertas de Roma.” Por eso advierte a los senadores:
Cuando dos poderes se encuentran, el uno que desdeña con razón, y el otro que sin motivo insulta [...], entonces no pueden ocuparse de lo realmente necesario y han de dar paso a lo voluble, a lo frívolo. Si la rectitud se doblega entonces nada se ha de cumplir con rectitud.
Aun en ese extremo, queda una salida: la petición humilde (reiterada, convincentemente humilde) de los votos. Y eso es lo que Volumnia aconseja a su hijo: mentir, fingir, hablar con palabras falsas. Siempre fiel, el hijo obedece. Menenio lo acompaña a encarar al pueblo: “pensad que si no os habla como ciudadano, siempre podréis contar con el temple de soldado”. Pero es inútil. Los tribunos lo acusan de traidor y lo condenan al destierro. Y entonces el silencioso Marcio los maldice:
¡Soy yo quien os destierra! Aquí, quedaos con vuestra indecisión. ¡Que el rumor más leve haga temblar vuestro pecho; y que las crestas de los enemigos al agitarse sean el viento de vuestra desesperación! [...] Menosprecio, por causa vuestra, nuestra ciudad, y le vuelvo la espalda. En alguna parte, estoy seguro, ha de haber un lugar para mí.
Ese lugar es el seno mismo del enemigo. Marcio y Aufidio se unen. Nada ni nadie (amigos, senadores, el propio Menenio) detiene el furor vengativo del héroe que acampa en las afueras de Roma, hasta que reaparece Volumnia, acompañada de la tímida esposa de Marcio y sus pequeños hijos. Shakespeare toma de Plutarco (su fuente principal) el discurso de la madre que termina por doblegar al guerrero, aunque entiende las consecuencias: salvando a Roma ha condenado a su hijo. Al acercarse a los volscos con una oferta de paz, recibe la muerte. Aufidio, sombríamente, recoge su cadáver y ordena “honrar noblemente su memoria”.
Según Maquiavelo (Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Libro I, Capítulo VII) su caída era necesaria para preservar el orden legal. En las antiguas repúblicas, la defensa de la civilidad correspondía al Senado. Las repúblicas modernas, sin negar la soberanía originaria del pueblo (representado, a su vez, por los tribunos o diputados), conservaron esa arquitectura clásica. Equilibrio siempre difícil: por un lado, los cuerpos aristocráticos (que Maquiavelo llama “los grandes”) debían atajar la tentación dictatorial y tiránica. Por otra parte, en tenso diálogo con los tribunos, debían moderar mediante la persuasión (como Menenio) la voluntad a veces ciega e imperiosa del pueblo. Por eso Maquiavelo aprueba la mediación de los patricios y tribunos, y aun el ostracismo de Coriolano: su asesinato por el pueblo habría desatado la guerra civil.2
Hazlitt resaltaba la sutil simpatía de Shakespeare hacia Cayo Marcio, no solo por motivos políticos derivados de su oposición a los motines de la época, sino poéticos: “El lenguaje de la poesía tiene una afinidad natural con el lenguaje del poder.” Tal vez por eso T. S. Eliot, conservador y tradicionalista, la consideraba la mejor obra de Shakespeare. Bertolt Brecht quiso ver en ella una prototípica lucha de clases. Otras representaciones clásicas suelen omitir ciertos pasajes y discursos para resaltar la nietzscheana soledad del héroe. Hay interpretaciones freudianas sobre la filiación edípica de Coriolano o la liga homoerótica con Aufidio.
Ningún demócrata puede leer las invectivas de Cayo Marcio sin repugnancia. Uno se siente tentado a llamarlo fascista. Pero vayamos por partes: los fascistas afincaron su poder en el vínculo afectivo y verbal con el pueblo, que es justamente lo contrario de lo que hace Coriolano. Marcio no es un fascista. ¿Tirano? Menos aún: Marcio, de muy joven, había combatido al tirano Tarquinio. Un tirano no defiende con su vida a su ciudad. ¿Inmisericorde? En una escena fugaz, tras el triunfo de Corioles, Marcio recuerda a un volsco preso que lo había hospedado, se atormenta por no retener su nombre y pide a su lugarteniente que lo libere.
Desde nuestro tiempo, Coriolano adquiere una dimensión aleccionadora: es el antipopulista. Hablan por él los hechos, no las palabras, y defiende con su vida su polis, su ciudad. Es un líder tocado por la virtud en el doble sentido clásico de la palabra: valor físico y valor moral. “La virtud –escribe Séneca en sus Cartas a Lucilio– [...] consiste en servir antes que todo a la patria, después a los tuyos y solamente en tercer lugar a ti mismo.”
Para juzgar a Coriolano no basta con conocer su biografía: hay que escuchar a Shakespeare defenderlo con la poesía de la virtud, no del poder. Y es una poesía estremecedora. A la luz de esta tragedia, una de las más sombrías y misteriosas, nuestro tiempo revela su miseria, no solo en la política sino en todos los órdenes. Vivimos huérfanos de líderes virtuosos, y los corrompidos cuerpos aristocráticos y representativos han perdido autoridad. En cambio abundan quienes ganan los votos del pueblo con engaño, insidia, mentira y manipulación.
1 Cito la traducción del Instituto Shakespeare bajo la dirección de Manuel Ángel Conejero Dionís-Bayer, Shakespeare, Coriolano, Madrid, Cátedra, 2003.↑
2 John P. McCormick, Machiavellian democracy, Cambridge University Press, 2011, pp. 68, 117 y 126.↑
Letras Libres, núm. 195