Las costumbres de la democracia
En un reciente ciclo de conferencias sobre la transición democrática organizado por Luis Villoro en El Colegio Nacional, aventuré una respuesta conjetural a una pregunta vigente: ¿cómo explicar nuestro desencuentro histórico con la democracia? Alexis de Tocqueville, el célebre viajero francés que visitó los Estados Unidos en las primeras décadas del siglo XIX y escribió el libro clásico sobre la democracia en América, hizo -sin viajar a México- señalamientos decisivos sobre el tema al abordar el contraste entre la formación democrática de Estados Unidos y la muy débil integración democrática en México.
Escribe Tocqueville, en 1831: "Los mexicanos están dotados de un territorio rico y situados tan admirablemente como los Estados Unidos, pero al trasladar la letra de la ley no pudieron imprimirle al mismo tiempo el espíritu que la animaba. Se vio cómo se estorbaban sin cesar los engranajes de su doble gobierno; la soberanía de los estados y de la unión, al salir del círculo que la Constitución había trazado, se invadían mutuamente... el día de hoy México se ve arrastrado una y otra vez de la anarquía al despotismo militar, del despotismo militar a la anarquía." La historia confirmó sus intuiciones. ¿En dónde estuvo la falla?
Evidentemente hay muchas explicaciones, pero cabe explorar una alrededor de la palabra costumbre. "Entiendo aquí la expresión de costumbre -dice Tocqueville- en el sentido que atribuían los antiguos a la palabra mores; no solamente la aplico a las costumbres propiamente dichas, que se podrían llamar hábitos del corazón, sino a las diferentes nociones que poseen los hombres, a las diferentes opiniones que tienen crédito entre ellos y al conjunto de ideas que forman los hábitos del espíritu."
En una de las reflexiones más notables de su libro, Tocqueville aborda el sustrato religioso de la sociedad política norteamericana y refuta la supuesta incompatibilidad entre el catolicismo y la democracia. En esa refutación está -me parece- una de las claves para entender el impedimento democrático de México. Dice Tocqueville: "Si el catolicismo dispone a los fieles a la obediencia, no los prepara para la desigualdad." Removida en términos políticos la autoridad del Papa, el católico norteamericano había podido transferir el concepto original de igualdad cristiana del ámbito religioso al político: "quitad al príncipe -agrega- y reina la igualdad." De hecho, esta separación radical del Estado y la Iglesia es para Tocqueville el fundamento cultural de la democracia de Estados Unidos: la raíz religiosa de sus costumbres democráticas. Los ministros de la fe, ya sean protestantes o católicos, se alejaban voluntariamente del poder temporal -siempre azaroso, agitado e inestable- y de ese modo atendían con mayor cuidado las zozobras del alma. Así, la separación entre Iglesia y Estado resultaba benéfica para ambas esferas. Fortalecida en su propio santuario individual -concluía Tocqueville-, la moral religiosa templaba a la política, favorecía la obediencia de las leyes y alentaba la libre investigación sobre los asuntos humanos. En una palabra, en los Estados Unidos, aun en ámbitos de formación católica, "el espíritu religioso y el espíritu de la libertad marchaban unidos".
En México, por contraste, el espíritu de la religión y el espíritu de la libertad marchaban en sentidos opuestos. El problema no estaba en el catolicismo (que, como probó Tocqueville, podía incluso favorecer la igualdad política entre los hombres) sino en la actitud de la Iglesia. "Lo que ella no enseña -escribió uno de sus prelados más notables- no es verdadero, lo que a su enseñanza se opone es herejía." La libertad de cultos le parecía "un programa impío que pretendía acarrear la devastación universal". Frente a esta actitud, no sorprende que Melchor Ocampo se haya esforzado en documentar el rezago social derivado del dominio económico y político de la Iglesia, y haya escrito unas Reflexiones sobre la tolerancia que parecieron heréticas a los espíritus de su tiempo: "¿Por qué para con todos los errores inofensivos hemos de mostrar indulgencia, y ninguna se ha de tener para con el de adorar a Dios de diverso modo que del que creemos bueno?, ¿por qué la reprobación de las doctrinas ha de cambiarse en odio a las personas?"
El rasgo específico que distingue al liberalismo mexicano de sus homólogos en Chile, Argentina y el resto de la América española, pero que lo vincula con España, fue la necesidad de limitar primero el poder de la Iglesia para luego empezar (de manera tardía con respecto al Occidente) su proceso de edificación democrática y cívica. "Tanto en México como en España -escribió el historiador español José Miranda-, los liberales hicieron magnos esfuerzos para convencer y apaciguar a la Iglesia, convertida en principal baluarte del absolutismo; adujeron que el liberalismo no perjudicaba la religión sino al contrario, la beneficiaba, poniendo a la Iglesia en su sitio y alejándola de los tratos mundanos que la dañaban, y fueron difiriendo la introducción de la libertad religiosa y el atenuamiento de la riqueza del clero, que tanto reforzaba su enorme poder social. Pero ni los llamamientos al buen sentido, ni con concesiones que entrañaban una seria mutilación para el liberalismo, lograron sus directores nada..."
En suma, la democracia como costumbre tuvo una dificultad histórica para arraigar en México: la fusión entre el poder y la fe. Debido a esta característica, el liberalismo democrático mexicano retrasó su proceso de maduración. La separación entre la Iglesia y el Estado comenzó en 1858, pero se desenvolvió como un proceso de larga duración hasta nuestros días. Tan fuerte fue el choque que, en los años veinte, el Estado revolucionario no sólo quiso suplantar a la Iglesia (por ejemplo en el monopolio de la educación, la asistencia social etc...) sino que llegó al extremo bárbaro de intentar suprimirla. En los últimos años del siglo XX, con las reformas al Artículo 130, nos colocamos en el justo medio, un espacio de sensatez y concordia en el que se han devuelto a la Iglesia derechos o potestades que, por su naturaleza espiritual, legítimamente le correspondían, pero sin regresar al estado de privilegio que gozó hasta muy entrado el siglo XIX. Y sin embargo, habíamos perdido eras completas de posible maduración cívica y política en el sentido en que escribía Tocqueville: a través de las costumbres o mores religiosas.
En los Estados Unidos, la religión individualizada (católica o protestante) afianzaba la democracia. En México, la Iglesia y su rival o sucedáneo (el Estado porfiriano o revolucionario) trabajaban contra ella. Y con secuelas lamentables: en nuestro siglo XX, el dogmatismo y la intolerancia se secularizaron en México, se desplazaron de la esfera religiosa a la ideológica. No sólo eso: formarían parte sustancial de la retórica del PRI, pasaron a los partidos y sectas de las derechas y las izquierdas, llegaron a las aulas universitarias confesionales o radicales, y en los albores del siglo XXI siguen lastrando la cultura política mexicana.
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