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El credo de Daniel Cosío Villegas

Para Daniel K...

El 23 de julio de 1898, en una casa de la calle Isabel la Católica en la que no hace mucho se colocó una pequeña placa alusiva, nació Daniel Cosío Villegas. Murió el 10 de marzo de 1976, de modo que los lectores menores de 40 años no alcanzaron a conocerlo. Tampoco me precio de haberlo conocido profundamente. Lo traté sólo en su vejez, cuando era yo alumno en El Colegio de México. Me regaló el tema de mi tesis de historia y la orientó a distancia; grabamos varias horas de conversación sobre su vida, consintió mi presencia en las comidas de "los lunes" en el restaurante La Lorraine con sus amigos cercanos de El Colegio y, al final, leyó un par de capítulos de la biografía que publicaría sobre él en 1980. Yo no fui, en suma, más que un pie de página en la obra magisterial de Cosío Villegas. Pero como casi todos sus discípulos, he guardado un culto especial a su memoria.

Toda persona es finalmente impenetrable, pero quizá Don Daniel lo era más. Alguna vez nos narró el caso de un hombre de su servicio a quien le acababa de ocurrir una tragedia personal. "No supe qué decirle, nunca he sabido en esos casos", confesó. Tampoco, cuando murió trágicamente su hijo Gustavo en 1970, supo qué decir a sus alumnos: "Debo interrumpir la clase unos minutos antes por un asunto personal". Eso fue todo. Era un estoico absoluto, o un inglés desubicado en tierra mexicana. Tenía una ironía finísima, era burlón y sarcástico, pero durante los años en que lo vi, lo rodeaba un halo de gravedad, de seriedad. Sólo lo ví feliz cuando hablaba de una pasión para la cual ya no hay palabras que no suenen retóricas, la pasión por su patria, por México, una pasión fincada en creencias antiguas que el tiempo no cambió.

Creía en los libros. La suya era una biblioteca de lector y escritor, no de bibliómano. Debía esta devoción a sus maestros del Ateneo de la Juventud -especialmente al "Sócrates" de ese grupo, Pedro Henríquez Ureña- y a la temprana labor editorial que realizó al lado de uno de sus ídolos de esos años: el Secretario de Educación José Vasconcelos. "Fundar entonces una biblioteca era como erigir una Iglesia", recordaba con nostalgia 25 años después, cuando el impulso apostólico había desaparecido. Por lo menos él lo había mantenido de maneras tangibles, creando la revista El Trimestre Económico y una institución clave en la vida editorial latinoamericana durante buena parte del siglo XX: El Fondo de Cultura Económica. La fundación de El Colegio de México y su gestión al frente de esa prestigiada casa de estudios tuvieron, a mi juicio, una orientación más editorial que pedagógica. Cosío pensaba que El Colegio debía ante todo producir libros, revistas, investigaciones y autores originales, más que reproducir el ciclo de las aulas o crear funcionarios públicos. De esa convicción nacieron, entre otros iniciativas, las revistas Historia Mexicana y Foro Internacional y el seminario de Historia Moderna de México. En todo caso, al final de su vida estaba orgulloso de esas dos grandes instituciones, no por haberlas fundado sino por la certeza de que lo sobrevivirían. Las veía, genuinamente, como un patrimonio nacional.

Creía en la profesión de historiador. Llegó a ella tarde, a los 50 años, movido por el impulso de comprender la situación histórica del país a mitad del siglo, ese agotamiento de las tesis de la Revolución que él llamó "La crisis de México". No entró a la historia como anticuario ni llegó con un esquema preconcebido donde encuadrar los hechos. Quiso entender el Porfiriato sin prejuicios ni idealizaciones, en sus propios términos para luego entender la Revolución. A esa labor dedicó más de 20 años en los que, dirigiendo una "fábrica de historia" publicó la magna Historia Moderna de México, cuyos cinco tomos de vida política interior y exterior son obra directa de su puño y letra. La comprensión del Porfiriato arrojó, para él, una luz paradójica: entendió las continuidades de esa etapa con la Revolución y las rupturas de ambos periodos con la era anterior, su Arcadia ideal: el México de los liberales. Sobre ellos escribió su libro más profundo y personal: La Constitución de 1857 y sus críticos. Si en "La crisis de México" había señalado que "todos sus hombres han resultado inferiores a las exigencias de la Revolución", el conocimiento detallado de la Reforma lo convenció de que los liberales sí habían estado a la altura de las circunstancias, tal vez porque tenían un temple muy parecido al suyo: eran "fiera, altanera, insensata y racionalmente independientes".

Creía en la libertad como el valor más preciado. Su convicción no partía sólo de su actitud personal sino de una posición intelectual y moral profundamente meditada sobre la experiencia totalitaria del siglo XX. Durante las décadas de los treinta y cuarenta, cuando la mayoría de los intelectuales de Occidente optaban por sacrificar su libertad crítica en los altares dogmáticos del fascismo o el comunismo, Cosío Villegas transitó por la estrecha franja de un liberalismo político que entonces pareció descolorido o anacrónico pero que resultaría triunfante no sólo al cabo de la Segunda Guerra Mundial sino del siglo XX.

Creía en la crítica. En todos sus ensayos, sus cartas y libros se escuchaba una misa respiración crítica. En la introducción a un remotísimo curso de "Sociología Mexicana" que impartió hacia 1925 en la Escuela de Leyes, advirtió a sus alumnos: "Crítica, crítica severa, honrada, cuidadosa, aún cuando a veces resulte amarga y dolorosa... Las cosas buenas están bien. Las malas son las que hay que remediar. Es más honrado y más útil saber con lo que se cuenta de jactarse de lo que se posee."

Tras una breve e infructuosa incursión en la literatura de ficción, en los años cuarenta descubrió por su cuenta el género del ensayo, aplicado a temas de política y economía. Lo practicó con una prosa limpia y directa, reveladora de un firmísimo carácter y de una mente original. Por momentos lamentaba un poco no haber podido prestar un servicio más directo al país en la posición de secretario de Estado pero él, mejor que nadie, conocía la razón por la cual los gobernantes lo habían esquivado: "siempre he tenido una N en la frente, una N de NO". Cuando publicó "La crisis de México" se le acusó de ser él "sepulturero de la Revolución". Fue entonces cuando en un papel copió a lápiz una frase de Renan en la que se identifica con Casandra: "Los espíritus estrechos culpan siempre a los clarividentes de desear los males que anticipan". Era un profeta a pesar de sí mismo.

Apenas cumplidos sus 70 años, estalló el movimiento estudiantil. Cosío lo vivió como una revelación liberadora. Sin simpatizar con las zonas dogmáticas o anárquicas del movimiento y ni siquiera con sus aspectos festivos, lo vio como una protesta saludable frente al monolitismo político que él mismo había condenado hacía muchos años. Tras el 2 de octubre profetizó que el gobierno no recobraría la legitimidad perdida y a partir de ese momento hasta su muerte repentina y serena no dejó de publicar artículos, ensayos y libros que hallaron un público atento y modificaron varios paradigmas intelectuales en nuestro país. Hay un antes y un después de Cosío Villegas en la crítica del poder en México. Fue Cosío, más que nadie, quien desacralizó al poder presidencial, quien primeramente lo llamó a cuentas, quien señaló los peligros -en los que, por desgracia, incurrimos hasta el límite- de la concentración de poder en una presidencia imperial.

Estudió en un México más desgarrado que el nuestro, en un paisaje cotidiano de hambre, peste y muerte. Vivió la aurora de la reconciliación nacional y creyó que era posible embarcarse en una obra de beneficio colectivo. Tal vez se había perdido las creencias religiosas pero transfirió su fe a la esfera cívica y dedicó la vida entera a crear libros, instituciones, ideas, puentes de entendimiento para hacer menos injusta, menos desigual, menos oscura, más libre la vida de México. Mantuvo esa alegría creadora hasta el final.

Lo retengo ahora, alzando la voz a la mitad del foro, al recibir en 1971 el Premio Nacional de Literatura. Terminó recordando que para la Patria "todos somos, no sólo hijos, sino hijos predilectos".

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