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Un crítico de la constitución de 1857

Para Emilio O. Rabasa

Mi amigo José Manuel Valverde Garcés escribe México con “J”. Es un auténtico conservador, no sólo por su pinta (es la viva imagen de Maximiliano de Habsburgo) sino por sus ideas. Estudioso de la historia mexicana, fiel amante de la tradición española, admirador de Lucas Alamán, reacio a todo lo anglosajón, alguna vez me regaló un mapa de México que marcaba con toda claridad la dimensión del botín territorial de “los yanquis” en 1847. Abogado de prestigio, Valverde no lleva su conservadurismo al extremo de vivir en otro siglo: no es, que yo sepa, monarquista; ejerce con pasión sus derechos democráticos y defiende a capa y espada la independencia del Poder Judicial; pero cree a pie juntillas que México torció su camino, su destino, en el siglo XIX.

​En una carta reciente a propósito de la Constitución de 1857, mi amigo recurre a Montesquieu (“Las leyes deben reflejar y acomodar el carácter a las situaciones particulares de cada pueblo, más que intentar cambiarlos”) para señalarme que aquella Constitución “de triste memoria” adoleció precisamente de esa ciega voluntad de cambio y por ello fue

“profundamente impopular y mereció el rechazo de la gran mayoría de los mejicanos de todo el país”. “Ante la evidencia del repudio –me recuerda– ... el Presidente Comonfort la desconoció después de su ratificación, prometiendo convocar a un nuevo congreso que redactara una constitución que estuviese en armonía con la voluntad de la nación y protegiese los verdaderos intereses del pueblo.”

​Pero ¿cuáles eran, según mi amigo, los “verdaderos intereses del pueblo”? Su argumento se desdobla en dos vertientes, la política y la religiosa. En una próxima y última entrega de esta pequeña serie dedicada a la Constitución, abordaré la segunda de esas vertientes, que a mi juicio fue la verdadera causa de la impopularidad a que mi amigo hace referencia. En esta ocasión me concentro en la primera, la que atañe a la organización del poder y en la que Valverde sigue la pauta de dos grandes críticos de aquella Constitución: Justo Sierra y Emilio Rabasa. En los albores del Porfiriato, Sierra sostuvo que la Constitución liberal representaba el ideario romántico de un grupo “venerable” de utopistas. El mismo Sierra –recuerda Valverde– recogió la queja de Juárez sobre el excesivo poder que se había conferido al Legislativo, a expensas del Ejecutivo: “no es posible gobernar en estas condiciones, nadie obedece, a nadie puedo obligar a obedecer...” Por eso –continúa mi interlocutor–

“en su obra La Constitución y la dictadura (publicada en 1912) Rabasa señalaba que Juárez gobernó a Méjico a despecho de la Constitución, consiguiendo del Congreso (a través de comicios manipulados) facultades extraordinarias que le permitieron gobernar de hecho como un dictador. Otro tanto hizo el General Porfirio Díaz, que gobernó al margen de la Constitución como un auténtico dictador. Y cuando Madero la quiso poner en práctica al triunfo de su Revolución, ya vimos cómo le fue: el país se tornó ingobernable ya que carecía del instrumento jurídico adecuado.”

En pocas palabras, según sus críticos, la Constitución de 1857 provocó en cierta forma la dictadura: fue la villana de la historia.

​Hasta aquí la crítica de Valverde al contenido político de la Constitución de 1857, “adverso”, en su opinión, a “los verdaderos intereses del pueblo”. Sierra y Rabasa parecían sugerir que, en vez de optar por la democracia pura, el régimen conveniente para México era una especie de dictadura ilustrada, sancionada constitucionalmente. Los legisladores de 1917 no llegaron a ese extremo, pero su obra fortaleció marcadamente al Ejecutivo sobre los otros poderes y confirió al Estado facultades, responsabilidades, recursos y propiedades impensables en un orden estrictamente liberal. Amparados por ese nuevo esquema, los políticos postrevolucionarios, lejos de construir una auténtica “república representativa, democrática y federal”, optaron por simularla y erigir, en su lugar, una especie de monarquía sexenal. Ése fue el patrón que siguió nuestra política durante casi todo el siglo XX, un camino distinto, y en buena medida opuesto, al que imaginaron los constituyentes de 1857. La pregunta interesante en este aniversario 150 es si ese camino, tan apartado del liberalismo decimonónico, correspondía a “los verdaderos intereses del pueblo”.

​Los liberales de fines del XIX pensaban que no. Los liberales maderistas en el XX pensaban que no. Daniel Cosío Villegas pensaba que no. En su obra La Constitución de 1857 y sus críticos (que salió a la luz en 1957, y que próximamente publicará el Fondo de Cultura Económica, en coedición con El Colegio Nacional), examinó el desempeño real de la Carta durante el único período en que operó: la República Restaurada (1867-1876). Y sus conclusiones son claras: si bien la Constitución de 1857 no había sido perfecta (y de hecho fue reformada a la primera oportunidad por los propios liberales, que reinstauraron el Senado), su práctica cotidiana comenzaba a orientar la vida política por una senda de honestidad, respeto a las libertades, la división de poderes y la democracia. Para Cosío Villegas, ese arreglo representaba mejor “los verdaderos intereses del pueblo”: el curso (de la historia mexicana) –apuntó– habría sido menos tranquilo, su progreso económico menor, pero habría alcanzado una organización democrática sólida y tan amplia como la de Chile ...” Buena falta nos ha hecho esa organización, en este vacilante y confuso principio de siglo en que hemos retomado –sin darnos cuenta, sin conciencia histórica– el proyecto democrático de la Constitución de 1857. Nada garantiza que la página que ahora, entre todos, escribimos, llegue a estar a la altura de aquélla.

​Sea como fuere, a diferencia de mi amigo, yo celebro la Constitución de 1857, de “feliz memoria”. Creo que esos hombres fueron catalizadores de un México responsable y maduro que acaso todavía podamos construir. Pero no los idealizo. Su error histórico fue cancelar el diálogo con los conservadores. ¿Era posible? El problema de fondo en ambos bandos fue la intolerancia. Y el problema persiste. Pero un conservador y un liberal pueden dialogar y hasta ser grandes amigos. Además, las apariencias engañan: Maximiliano de Habsburgo era... liberal.

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