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De súbditos a ciudadanos

El ciudadano mexicano tardó un siglo en advertir su condición de súbdito. Era pasivo, obediente, conformista, indiferente, temeroso y a veces cínico, tal vez porque en el fondo ignoraba la posibilidad misma de un paradigma distinto. ¿Cómo lo descubrió? La historia de esa revelación está por escribirse. Tal vez hemos exagerado la contribución del movimiento estudiantil del 68 en el proceso. Fue demasiado contestatario, político y violento.

En el reacomodo de la conciencia colectiva quizá fue más importante el terremoto de 1985, porque de un tajo brutal planteó la necesidad de que la sociedad participe en la forja de su destino más urgente y concreto: la salvación de su propia vida. Quienes vivimos esos días de angustia no los olvidaremos: estudiantes de todas las clases se organizaron para edificar albergues, improvisarse como paramédicos o instrumentar colectas; "sacar gente" se volvió un mandamiento cotidiano, y muchos pronunciaron y profesaron una noble palabra de resonancias cristianas -posteriormente expropiada por el régimen-, una voz que designaba el esfuerzo espontáneo y colectivo: la palabra "solidaridad".

Ese despertar de la conciencia social -restringido, es verdad, a la ciudad de México pero no por eso menos trascendente- coincidió con otro proceso paralelo: el reconocimiento de la democracia como la única vía de construcción política nacional. Su historia tampoco está escrita en ninguna de las acepciones de la palabra: ni como texto ni como conquista definitiva. Fue -y en gran medida sigue siendo- un proceso difícil por factores de diversa índole como son los intereses residuales de caciques locales, regionales, sectoriales y nacionales, o la inercia de una mentalidad política que tiende a recrear el viejo paradigma de subordinación voluntaria o coercitiva. Pero no hay duda que desde los años ochenta -y a raíz de los sucesivos agravios económicos- la toma de conciencia ha ido en aumento, desde la elección de Chihuahua en 1986 cuando la democracia parecía un sueño romántico, hasta el pasado 2 de julio, fecha en verdad histórica en la que el ciudadano decidió tomar en serio su voto, lo ejerció en un marco de paz y con notable sensatez republicana.

Gracias a la confluencia de esos dos procesos de concientización ciudadana -uno social, otro político-, en México transitamos ahora por uno de esos extraños, irrepetibles "momentos plásticos" en los que la historia parece materia dúctil a la voluntad inteligente de los hombres. ¿Cuáles serán los elementos necesarios para moldear un destino mejor? Gobierno y sociedad deben hacer su parte. El primero estará sometido a inmensas presiones y a una exigencia casi inmediata de dar resultados, pero acaso su imperativo mayor es otro: el de fijar una nueva filosofía política y moral. Un liderazgo a la altura de nuestro tiempo debe fundarse, ante todo, en las dos sencillas prendas de las que ya hablaba Lucas Alamán -probidad y decoro- y un instrumento moderno: la comunicación. Gobernar es -debería ser- sinónimo de informar, aclarar, razonar, fundamentar y convencer al ciudadano sobre la base de la verdad. Y es hacer todo ello sin recurrir a la apelación carismática de la demagogia (como es el caso lamentable de Hugo Chávez en Venezuela, no digamos el de la dictadura verbal incontinente de Fidel Castro), y menos aún trastocando las reglas de la división republicana de poderes que, en el caso mexicano, ha sido casi siempre letra muerta.

Un gobernante con esa pasta moral puede levantar literalmente el espíritu público. Puede trazar una visión clara, asequible, mensurable de futuro y convocar el entusiasmo ciudadano para trabajar por ella. Puede dignificar y fortalecer el sitio de México en el mundo y hacerlo un lugar propicio para una inversión variada y productiva de largo plazo. Puede tener la autoridad para conjurar ciertas crisis y arbitrar conflictos. Puede oponer la ética de las soluciones reales a las declarativas, y las obras concretas, pequeñas, innovadoras, imaginativas y útiles a las de relumbrón. Puede introducir criterios de racionalidad y prioridad en la administración pública y comenzar una labor pausada de descentralización y despiramidación, puede jugar el papel de un promotor del bienestar nacional a través de cambios en verdad revolucionarios, sobre todo en la educación, el combate a la pobreza y la paciente integración de un aparato eficaz de justicia y seguridad. Un gobernante puede intentar todo eso sin degradar su investidura en el culto a la personalidad, ni erigirse o permitir que se le erija en el hombre providencial. Esa conciencia de los límites, los propios y los del país es, a mi juicio, el mensaje más importante que deberá comunicar el futuro presidente a los mexicanos.

Pero la otra parte fundamental no le corresponde al gobierno sino a ese universo que de modo abstracto denominamos "sociedad civil". Hay quien la concibe y practica de manera militante, como una alternativa de política directa a la labor supuestamente anacrónica de los partidos. Para estas personas, la "sociedad civil" sólo se expresa en marchas, protestas, manifestaciones, bloqueos, mantas y cantos callejeros. La arena política es un ámbito legítimo para las organizaciones sociales, pero éstas no pueden sustituir la labor de los partidos ni violentar las libertades y el orden republicano y democrático en nombre de una vaga "voluntad general" que no pasa por el voto de los ciudadanos.

Porque la sociedad civil no es sólo infinitamente más numerosa que la de esas organizaciones militantes, sino también más propositiva y desinteresada. Gabriel Zaid ha compilado un directorio de obras sociales privadas, pequeños o grandes grupos preocupados por los demás. Son trescientos, sólo en el Distrito Federal. Con ese ejemplo en mente, el próximo gobierno podría revertir uno de los más graves equívocos del siglo XX en México: el de la expropiación estatal del bien común. Lo que en los siglos anteriores hacían la Corona, el Estado, la Iglesia, las organizaciones sociales y en última instancia los individuos, en el siglo XX lo acaparó el Estado. No se trata, por supuesto, de abolir el Seguro Social ni ninguna otra institución similar de asistencia pública. Se trata de abrir esos ámbitos a la creatividad e iniciativa de la sociedad civil. Se trata de quitarle al "ogro" el monopolio de la "filantropía", vigilar sus labores filantrópicas y apoyar, alentar, educar a la sociedad para que de manera concertada se ocupe de sí misma. La filosofía básica está a la mano: basta aplicar el principio de la subsidiaridad -tan central en la ideología del PAN- a la vida activa del país, dejando que el individuo se realice sin interferencia excesiva de la familia, que la familia haga lo propio sin el municipio, el municipio sin el estado, los estados sin la federación.

Hay zonas más profundas de nuestra cultura política que permanecerán por mucho tiempo refractarias al nuevo paradigma de ciudadanía. La preeminencia del Estado sobre los individuos no es una convención de nuestra vida pública; es, en cierta medida, su premisa fundacional. En el universo sajón, como vio Tocqueville para los Estados Unidos, la fórmula se invierte: "el individuo es el mejor y el único juez de su interés particular; la sociedad no tiene derecho a dirigir sus acciones sino cuando se siente lesionada o cuando tiene necesidad de reclamar su ayuda". Mientras el mundo actual propende al segundo paradigma, nuestra tradición tiende a retenernos en el segundo. ¿Son excluyentes ambos conceptos -uno atomista, otro organicista- o pueden conciliarse en la práctica?

 Reforma

Manuel Gómez Morín (uno de los padres fundadores de la democracia en México, cuyo nombre debe estar pronto -como está ya el de Lombardo Toledano- en letras de oro en el Congreso) creía que esa conciliación era posible. Para ilustrarla solía citar con frecuencia una frase del Cantar de Mío Cid, "¡Dios, qué buen vasallo, si obiese buen señor!", pero modificaba la terminología medieval para acuñar un lema perfectamente aplicable a nuestro tiempo: "¡Qué gran pueblo, si tuviera un buen señor!" En efecto, hoy la confrontación de nuestros problemas y su eventual alivio pasa necesariamente por la confluencia de un buen gobierno y una sociedad civil informada y alerta, ambos bajo un arreglo histórico más horizontal, más responsable y compartido. Ese nosotros solidario en el que la sumisión abra el paso a la ciudadanía, es la plataforma moral de nuestro siglo XXI.

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