La democracia aburrida
El corresponsal de The Economist en México durante los ochenta Michael Elliott (que años más tarde llegó a ser editor de Newsweek y Time), me dijo alguna vez que la señal infalible del eventual acceso de México a la democracia sería nada menos que el aburrimiento: "Cuando ustedes se vuelvan aburridos serán democráticos." La frase me pareció el desplante de un inglés aburrido del centenario parlamentarismo y encantado con la vida peligrosa del México bronco, pero ahora la recuerdo como una profecía. Si la prueba de la democracia es el aburrimiento, somos casi una democracia ejemplar. Y lo más sorprendente es que no hay nada de malo en ello.
Antes, en los tiempos duros que presenció Elliott, el mexicano vivía, como había vivido siempre, "con el Jesús en la boca", en una irregularidad permanente que no pocas veces desembocaba en la violencia: masacres, magnicidios, guerrillas. Nuestra vida pública (por las peores razones) era todo menos aburrida. La creciente transparencia de los procesos electorales a lo largo del sexenio de Ernesto Zedillo y su culminación natural en julio del 2000, dieron por terminada la crisis política. El país no entró, como se sostiene ahora, en un período de transición sino que salió de él para acceder a la simple y llana democracia. Ni ahora ni el próximo mes de julio volverán las oscuras golondrinas del PRI a robar o engordar urnas, a provocar o inventar caídas en los sistemas de cómputo, a reprimir opositores, empadronar muertos y acarrear votantes. Podrá haber fallas (las hay, escandalosas, en los Estados Unidos) y habrá que vigilar muy bien en 2003 los mecanismos de inducción del voto por parte de todos los partidos, pero con toda probabilidad -al margen de los resultados o de un posible incremento en la abstención-, los mexicanos buscaremos seguir consolidando el nuevo orden democrático. Y no es un objetivo menor: el problema de la trasmisión legal, ordenada y sobre todo democrática del poder, era tan viejo como nuestra vida independiente.
¿Cuáles son ahora las noticias políticas que "cimbran" a la sociedad? Las hay de varia índole. Importantes (la competencia entre los gobernadores y el poder central, las tensiones en las Cámaras, el itinerario ascendente del gobernador del DF, la revisión de algunos capítulos turbios del pasado inmediato, los casos de violencia política ligados al narcotráfico o al negocio del crimen), menos importantes (las curiosas expresiones del Presidente, los pleitos en el gabinete) y francamente triviales (la rivalidad entre dos televisoras, las excentricidades de un edil). Comparados con aquellos lustros finales del siglo XX, los episodios de nuestra telenovela nacional no parecen cosa de política sino de politiquería. Si Elliott volviera a México y preguntara qué ha pasado en los últimos dos años, quizá la respuesta adecuada sería: lo que ha pasado es que no ha pasado nada, es decir, nada dramático. Nos aburrimos. Somos una democracia.
Pero esta normalidad tiene una cara preocupante: no tener problemas políticos mayores no significa no tener problemas mayores. Se olvida con frecuencia (sobre todo en el gobierno) que la democracia no es más que un acuerdo para administrar los desacuerdos, un medio para alcanzar un fin: el mejoramiento tangible de la sociedad, o al menos su encaminamiento hacia la solución práctica (no declarativa, abstracta o publicitaria) de los infinitos problemas que la abruman. El solo recuento de algunos de esos problemas es espeluznante: la miseria y desesperanza en el campo, la inseguridad en las ciudades, la crisis financiera en instituciones federales clave de seguridad social, la falta de avance en las reformas estructurales (energética, laboral, fiscal) que el país requiere. Conquistamos, es verdad, un nuevo estadio de madurez política, pero no hemos sabido qué hacer con él. Salvo continuarlo en una especie de campaña permanente (el caso del Ejecutivo) o desvirtuarlo, en un ejercicio sistemático de bloqueo a esas reformas (el caso de la oposición en el Congreso). El resultado es un sano aburrimiento combinado con la más insana inmovilidad. De estallar alguno de esos problemas sociales (y ha habido suficientes focos de alarma en ese sentido para creernos inmunes) el costo puede ser altísimo.
Necesitamos dar contenido y sustancia a la democracia. En este sentido, el paso de Jorge Castañeda por la Secretaría de Relaciones Exteriores es, a mi juicio, un capítulo casi único en la actual gestión. A despecho de las contradicciones de su estilo personal (un diplomático antidiplomático), Castañeda dio un viraje real a nuestra aletargada política internacional: proyectó al nuevo régimen en la arena internacional, replanteó nuestra relación con Cuba sobre la base coherente del respeto a los derechos humanos; sin servilismo (recuérdese el alineamiento con Francia en la cuestión iraquí) buscó un acercamiento funcional con los Estados Unidos que beneficiara a los decenas de millones de mexicanos que, querámoslo o no, dependen de aquella economía; abrió horizontes de convergencia con Europa y Asia, e impulsó la cultura nacional como embajadora plenipotenciaria de México en el exterior. Este carácter dinámico contrasta con el talante más bien reactivo y pasivo de la gestión gubernamental.
"México es un país amable, lo es en grado sumo, amable pero no admirable", escribió entonces el mismo Elliott en un reportaje. (Le gustaban las frases redondas.) Supongo que nuestro acceso a la democracia nos convirtió en un país menos amable (curioso, excéntrico, emotivo, "surrealista") pero un poco más admirable (racional, responsable, maduro). Un buen deseo para el año que comienza es consolidar ese reconocimiento y ese respeto (empezando por el respeto y reconocimiento de nosotros mismos), pero para ello necesitamos que nuestra democracia dé frutos. De otra suerte, como apuntan ya algunas naciones latinoamericanas, podríamos reabrir capítulos olvidados de anarquía y populismo. Entonces dejaríamos de ser aburridos pero también democráticos.
Reforma