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El dinosaurio vota

México es buena materia para noticias de primera plana en caso de catástrofes: derrumbes del peso, terremotos naturales o políticos, inundaciones, escándalos de droga y corrupción. Ahora debería serlo por mejores razones: una mutación pacífica y silenciosa ha estado ocurriendo e México en los últimos años: los mexicanos están tomando verdaderamente en serio la democracia electoral. El pasado 7 de noviembre, cerca de nueve millones de ciudadanos –la mayoría, es verdad, simpatizantes o votantes cautivos del PRI provenientes de los Estados más pobres- hicieron, a través de las urnas, lo que en los pasados 70 años hacía una sola persona, el presidente: elegir al candidato de ese partido. Fue una votación distrital instrumentada por el propio PRI y precedida de una intensa y, por momentos, ríspida contienda entre cuatro aspirantes. Aunque se gastó mucho dinero en la inducción corporativa del voto y no faltaron irregularidades e inequidades, en ningún sentido son comparables a las que eran moneda corriente en el pasado no tan remoto. El proceso fue pacífico y los resultados no fueron impugnados por los contendientes. Con un 90% de los sufragios, el ganador fue Francisco Labastida.

Los primeros indicios del cambio democrático en México datan de mediados de los ochenta, cuando muchos comprendieron que el desastre económico tenía como origen evidente la concentración de poder en un binomio impune e inmune: el presidente imperial, que nombraba su sucesor cada seis años, y el PRI, maquinaria corporativa de cooptación social y manipulación electoral, que instrumentaba en todos los niveles (federal, estatal y municipal), y mediante los métodos más variados (desde las amenazas hasta la compra de votos, desde el asalto a las casillas hasta la “alquimia cibernética” de los resultados), el proceso monopólico. En las elecciones presidenciales de 1994, tras el levantamiento zapatista en Chiapas y el asesinato del candidato priísta Luis Donaldo Colosio, la competencia fue todavía inequitativa a favor del candidato del PRI, Ernesto Zedillo (sobre todo por el apoyo indiscriminado que se le dio en los medios de comunicación), pero, en términos generales, el proceso fue concurrido y (a diferencia del de 1988) limpio. El electorado votó de manera conservadora: quería cambios, pero con estabilidad y, sobre todo, rechazaba la violencia.

Zedillo llegó al poder sin haberlo buscado. Aunque parecía un tecnócrata puro, cuadrado, desde el primer mes de su periodo –en medio de una severa crisis económica heredada en buena medida de su antecesor- declaró que propiciaría la democracia. Una decisión clave para lograrlo fue afianzar al Instituto Federal Electoral, que tradicionalmente dependía del Gobierno y que ahora es autónomo. Las elecciones estatales comenzaron a sucederse a partir de 1995 con efectos sorprendentes: la gente acudía a votar, la oposición ganaba terreno y los resultados eran irrefutables. En 1997, en las elecciones de mitad de periodo, el triunfo del PRD en la Cámara de Diputados y de su líder, Cuauhtémoc Cárdenas, en el gobierno del DF, y el avance sustancial del PAN en varios estados de la república arraigaron aún más la credibilidad democrática.

El papel de los medios de comunicación ha sido decisivo en la transición. En el largo apogeo del sistema, la prensa, la radio y la televisión padecían la censura y practicaban –a veces de manera muy lucrativa. La autocensura. De hecho, la televisión era hasta cierto punto el ministerio de información del sistema. Hoy, la prensa, la radio y, en una medida creciente, la televisión actúan con libertad. Hay programas de debate a los que acude la oposición y se discute abiertamente los problemas del país; hay documentales históricos que revisan críticamente el pasado reciente, y hasta talkshows con los diversos candidatos. Y, tras la decisión sin precedentes de abrir el proceso de elección interna del PRI, la mercadotecnia política ha hecho su ruidosa y omnipresente aparición en México: nunca se había usado y abusado de ella como ahora. Llegó para quedarse.

Aunque la prueba definitiva llegará el 2 de julio de 2000 con las elecciones generales, que renuevan el Congreso y el Poder Ejecutivo, no hay duda de que el sistema cambió por varios motivos. Cambió, ante todo, porque en el encuadre democrático mundial no podía no cambiar. En la era de la información global, sus viejos trucos salían a la luz en cuestión de instantes. Cambió también, hay que reconocerlo, porque Zedillo es un personaje distante a la llamada “familia revolucionaria”, un liberal en la economía y la política. Y cambió, sobre todo, por un lento proceso de arraigo social de la cultura democrática. México, es la sencilla verdad, ha comenzado a madurar políticamente.

La afluencia, el orden y el carácter pacífico de las elecciones del 7 de noviembre han sorprendido a los propios priístas, que esperaban cinco millones de votantes y una secuela de tensiones, cismas y hasta conatos de violencia. Labastida contó con el apoyo del vasto aparato priísta, pero Madrazo, su contrincante mayor, invirtió –con el apoyo de viejos políticos enriquecidos- alrededor de 80 millones de dólares en una agresiva publicidad. Lo más probable es que el electorado –menos manipulable ahora que antes- percibiera a Labastida como un hombre discreto y aplomado de 57 años, con un perfil no muy distinto a Zedillo (que no ocultó sus simpatías por él) y una experiencia política no desdeñable. Entrenado como economista, ha desempeñado, entre otros cargos políticos, el de gobernador del rico pero violento Estado de Sinaloa y tres secretarías: Energía, Agricultura y Gobernación.

Además de Labastida, el ganador ha sido ese extraño dinosaurio de muchas vidas: el PRI. Ha dado un paso hacia su legitimación democrática confirmando además, que el electorado mexicano sigue siendo conservador y tiende a poner en práctica el dicho popular: “Más vale malo por conocido que bueno por conocer”. Para la oposición –sobre todo para el PAN y el PRD-, el panorama es preocupante: saben ya que el mero discurso confrontacional –como el que usó Roberto Madrazo, candidato de la oposición interna en el PRI- no les asegura la victoria y, más aún, puede resultar contraproducente; y tal vez advierten ahora la torpeza de no haber consolidado una alianza. Todo lo cual es muy desafortunado, porque la experiencia democrática que hace falta en México –una saludable realidad en seis Estados de la república y el Distrito Federal. Es la alternancia de poder en el Ejecutivo.

Con todo, de aquí al 2 de julio hay siete meses de parto, en los que todo puede pasar. Si los medios apoyan inequitativamente a Francisco Labastida sobre los candidatos del PAN y el PRD –Fox y Cárdenas, respectivamente-, y si los viejos métodos de manipulación vuelven a emplearse de manera sofisticada, entonces la fiesta democrática del sexenio habrá sido prematura, con resultados desastrosos. Parece difícil. Tocqueville escribió hace más de 150 años que México había copiado la letra del sistema democrático y federal, pero no su espíritu ni su práctica, debido a las diversas costumbres políticas que a menudo tardan siglos en cambiar. Ahora, la letra, el espíritu y la práctica, al menos en términos electorales, empiezan a coincidir.

El País 

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08 diciembre 1999