Don Luis cabalga
Escuché por primera vez el nombre de don Luis H. Álvarez en el año de 1958. Tenía yo once años, y aunque ignoraba casi todo sobre la política nacional, me llamó la atención que apareciese en la escena un candidato a la presidencia que no fuera del PRI. Muchos años después, al estudiar las peripecias de la caravana en defensa de la democracia que entonces encabezó don Luis desde su estado hasta la capital del país, entendí que aquel chihuahuense era uno de esos héroes cívicos que Adolfo Ruiz Cortines -con cinismo, soberbia y desdén- llamaba "místicos del voto", pero sin cuya vida desinteresada México no sería hoy el país democrático que comienza a ser.
Pasaron muchos años. Corrían tiempos de incipiente libertad. Gobernaba al país Miguel de la Madrid, en cuyo gabinete servía un amigo de juventud: Manuel Camacho. Coincidimos en Chihuahua e insistió en presentarme a don Luis H. Álvarez. Alto, delgado, con una invariable sonrisa juvenil iluminando el rostro, don Luis tenía (tiene aún, tendrá siempre) algo de Quijote en la actitud y en la pinta. Conversamos un buen rato en el vestíbulo del hotel. Hablamos, naturalmente, de su paisano, el fundador del PAN, don Manuel Gómez Morín. Me contó cómo (en una visita a Chihuahua, si no recuerdo mal) don Manuel lo había convencido. Al escuchar a don Luis evoqué con nostalgia la sonrisa apostólica del fundador del PAN y sentí que la "brega de eternidades" a la que con frecuencia se refería podía acortarse un tanto, no sólo debido a la virtud y el coraje de hombres como don Luis, sino a los errores en verdad garrafales que habían cometido los gobiernos del PRI desde 1968 por lo menos.
Me enteré entonces que, como en tiempos de la Revolución, Chihuahua volvía a ser cuna de cambios históricos, pero esta vez no era una revolución violenta la que se engendraba sino una revolución como la que originalmente quería Madero, no la revolución de las balas sino la de los votos: la democracia. Un joven político recientemente afiliado al PAN -Francisco Barrio- había triunfado en Ciudad Juárez y don Luis había ganado también la presidencia municipal de la capital de su estado. Tenía razón el presidente De la Madrid en encender la voz de alarma en la asamblea estatal del PRI de la que resultó una remoción del gobernador y un endurecimiento de las estructuras de poder. El PRI cerraba filas, pero el ascenso de la democracia en Chihuahua, en todo el norte y, eventualmente, en el resto del país, sería incontenible. Meses más tarde, entendiendo que en ese estado se concentraba la promesa sustancial de una democracia sin adjetivos, decidí visitarlo, hablar con empresarios, obreros, líderes sociales y religiosos, y políticos de todas las banderías, y escribir una crónica para la revista Vuelta en la que ponderaba la limpia pasión democrática de ese estado. Era, en buena medida, obra de don Luis.
Esa pasión se topó con la resistencia tramposa del sistema en 1986. A raíz de los dudosos resultados en la elección para la gubernatura, un grupo de escritores pedimos la anulación de los comicios, pero don Luis H. Álvarez fue aún más lejos: con la estoica parsimonia que lo caracteriza y el apoyo incondicional de doña Blanca y su familia, dio inicio a una huelga de hambre. Sus esfuerzos y los nuestros fueron infructuosos en el corto plazo, pero la semilla democrática germinaba. El sistema se desmoronaba de manera inevitable. Entonces nos pareció que el proceso era una nueva "brega de eternidades", pero, visto a la distancia, tomó poco tiempo. Fue en una de esas conversaciones con Luis H. Álvarez cuando escuché por primera vez el nombre de Vicente Fox. Apenas despuntaba su carrera política en León, pero don Luis le veía espolones de gallo, y de gallo para la grande. No se equivocó.
A su más de medio siglo de actividad política, a su labor legislativa y partidaria, a su prudente trabajo al interior de un partido que con frecuencia necesita recordar sus orígenes cívicos y poner a un lado sus tentaciones confesionales (respetables en el ámbito privado, pero contraproducentes e ilegales en el público) a partir de los años noventa don Luis emprendió una labor titánica y esa sí, por lo visto, interminable: la pacificación en el estado de Chiapas. ¿Cómo ha podido un norteño de la frontera, un empresario independiente de Ciudad Juárez, compenetrarse del universo indígena que parecería tan ajeno? Quizá porque no lo era tanto: los chihuahuenses tienen tras de sí, en el pozo profundo de su memoria, los siglos de guerras apaches con sus episodios atroces y heroicos, y sus leyendas de valor en ambos bandos. Y quizá no tanto, por la presencia viva de los tarahumaras de la sierra, lejanos y presentes, asidos a sus costumbres milenarias. Sea como fuere, don Luis hizo mancuerna con aquel inolvidable ingeniero cívico y civil que fue Heberto Castillo: ambos tendieron puentes (frágiles pero reales) entre el gobierno y el neozapatismo, no sólo para buscar una vía de conciliación sino actos concretos de reivindicación y justicia para los indios de México.
¿Qué pasión mueve a don Luis? Una pasión clarísima como su mirada: la pasión por México. Ella le ha dictado ahora sus memorias, tituladas Medio siglo y publicadas por Plaza y Janés. Debemos agradecerlas por su valor intrínseco (sinceras, amenas, curiosas, incluso reveladoras) como un eslabón más en la obra democrática de don Luis. Los monócratas no escriben memorias, los demócratas sí. Los viejos políticos mexicanos (los soldados del sistema) no escribían sus memorias por obvio temor a incriminarse y perder sus privilegios, aun después de muertos. ¿Dónde están las memorias de los padres, hijos, nietos políticos del sistema? Con la excepción folclórica de Gonzalo N. Santos, casi en ninguna parte. La tenebra, la sombra, no era sólo un rasgo de la vida política mexicana: era su segunda naturaleza (la primera, su hermana, era la corrupción). Pero los viejos militantes del PAN que como don Luis hacían política por vocación de servicio, llegan al ocaso de la vida con un sentimiento de coherencia y plenitud: poder contar sus días porque nada tienen que ocultar.
Días nublados nos esperan en México. Para transitar a través de ellos con gallardía e inteligencia, para evitar los males que puedan acecharnos, para distinguir lo banal de lo sustancial, para mantener el norte de la democracia, para recordar los valores esenciales de la vida cívica, para inspirarnos en una trayectoria tan discreta como eficaz, contamos ahora con la vida de don Luis H. Álvarez, contada por él. Y contamos con un milagro aún mayor: contamos con él. Porque don Luis, ese discreto y caballeroso Quijote de la democracia, aún cabalga.
Reforma