Dos películas
Un Presidente discreto, honesto, oriundo de la provincia, sin nexos de sangre o amistad con la "familia revolucionaria". Ha estudiado economía en universidades estadounidenses. Carece por entero de experiencia política. Ha trabajado en la Secretaría de Hacienda y el Banco de México. Ha sido Ministro de Programación y Presupuesto. Su antecesor ha cometido errores costosísimos y le ha heredado un país en quiebra.
En las tesis de su campaña incluye de manera insistente la palabra "democracia" y advierte que combatirá la lacra de la corrupción. Al preguntársele por el método que empleará, contesta que él sabe cómo hacerlo. Obtiene una votación copiosa y un triunfo legítimo. Desde su toma de posesión toma medidas draconianas. En el primer año de Gobierno, la economía se recupera claramente. Con el severo ajuste a la paridad, hay un boom en las exportaciones.
En el ámbito político sus logros son significativos: importantes plazas del norte del País pasan a manos de la Oposición panista. En términos morales, el contraste con el sexenio anterior es notable, no sólo en el estilo personal del Presidente sino por el establecimiento de una nueva dependencia del Ejecutivo encargada de vigilar la recta utilización de los dineros públicos. ¿No habíamos visto ya esta película?
En el momento de ascender a la Presidencia, el protagonista de aquella versión Miguel de la Madrid tenía cinco años más que Ernesto Zedillo. La crisis que enfrentaba era menos profunda que la actual. No había guerrilla en Chiapas, ni una deuda inmensa en el sector privado, ni descomposición social. Tampoco había partidos de Oposición con alcance nacional, una prensa libre y un mundo democrático. Y sin embargo, la trama de ambas películas parece escrita por un mismo autor. Lo que pasó después de aquel promisorio comienzo puede guardar lecciones para nuestro futuro inmediato.
La situación comenzó a complicarse a partir del segundo año de Gobierno. El plan económico se relajó. En 1984 el Gobierno sintió la presión de la línea dura del PRI y terminó por sacrificar sus propósitos democráticos. ¿Fue accidental la explosión en San Juanico o fue un sabotaje fríamente ejecutado por la cúpula sindical petrolera para meter en cintura al Presidente?
En todo caso, De la Madrid se convenció poco a poco de que su espacio de maniobra era reducido. Si hubo voces que pedían un juicio contra los ex-Presidentes, la respuesta fue que eran intocables; si se urgía a un recorte severo e inmediato en el tamaño y las atribuciones del Estado, se respondió con la "rectoría del Estado"; si los ejemplos de Asia sugerían la necesidad de abrir la economía, el nuevo modelo se instrumentó con lentitud y vacilación.
En abono de De la Madrid cabe señalar dos hechos. Por una parte, como miembro de una generación formada en el estatismo, le costó trabajo ajustarse al nuevo paradigma; por otro lado, las circunstancias externas y naturales (entre ellas la baja adicional en los precios del petróleo y el terremoto de septiembre de 1985) le fueron particularmente adversas.
Y sin embargo, así como al final optó por liberalizar con decisión la economía, pudo haberlo hecho también con la política. Perdió la oportunidad en Chihuahua y el resultado fue el desastre de 1988, un desastre para la democracia porque los mexicanos nunca sabremos quién ganó de verdad en esas elecciones. ¿Qué serían hoy, en las manos de la prensa o la Oposición, los paquetes electorales que Salinas, vergonzosamente, mandó quemar?
Las recetas económicas son ahora menos claras que en 1982. El pequeño repunte en los mercados financieros, la confianza y las reservas, puede producir alucinaciones peligrosas en los economistas que nos gobiernan, siempre proclives a aplicar de manera estricta recetas académicas, carentes siempre de ideas prácticas aunque sean heterodoxas para reanimar la economía.
La renovación moral que propone este régimen puede terminar también, como la de aquél, en un apreciable neorruizcortinismo que deja viva la maligna raíz que envenena desde hace cincuenta años a México. ¿Tocar o no tocar al hermano de Raúl Salinas de Gortari? ¿Quién puede creer a estas alturas que el ex-Presidente un zorro de la política no sabía lo que ocurría en su derredor?
El perdón es un signo de madurez como lo ha demostrado la experiencia polaca, rusa, argentina y chilena pero en nuestro caso sería cuando menos prematuro. Para que un perdón sea eficaz y legítimo, debe provenir de un régimen respaldado por la sociedad y con credenciales democráticas indiscutibles. Por desgracia, nuestra transición a la democracia (que eso es, contra lo que ha declarado el Presidente Zedillo) está siendo más difícil que lo que fue en España, Polonia o Checoslovaquia, por la razón inversa a la que ha sostenido el Presidente: deshacer la red de mentiras y simulaciones de una "democracia formal" es una tarea más ardua que construir la democracia desde cero.
Aquella película no tuvo un final feliz: cayó el sistema, quemó las actas, ganó el villano. Esta debería tener un final más digno del mundo democrático en que vivimos: calló el sistema, contó los votos, triunfó el ciudadano.
Reforma