Echeverría irredimible
Una sola obsesión guió a Luis Echeverría desde su toma de protesta en 1970 hasta el final de su larga vida: borrar su responsabilidad en el 68. En La presidencia imperial documenté el modo maquiavélico con que operó durante los tres meses cruciales del movimiento estudiantil para alcanzar un triple propósito: lograr la confianza de aquel presidente cruel y paranoico, descarrilar a sus adversarios en la carrera por la sucesión y finalmente tramar la provocación al ejército en Tlatelolco para luego transferirle la culpa de la masacre. Una vez sentado en la Silla, intentaría –Lady Macbeth en Los Pinos– lavar la sangre de sus manos.
Diseñó una doble política: represión y cooptación. Por un lado, mientras infiltraba grupos universitarios para identificar líderes, reprimió la manifestación del 10 de junio de 1971 y desató la “guerra sucia” contra los estudiantes que habían optado por la guerrilla. Por otro, se ostentaba como el líder izquierdista del tercer mundo (creando una atmósfera de polarización que propició, entre otros crímenes, el asesinato del gran empresario y filántropo regiomontano Eugenio Garza Sada). Pero su empeño mayor en este sentido fue la neutralización de la disidencia. Para ello aumentó exponencialmente el presupuesto, tamaño y número de las universidades públicas, urbanas y rurales. No lo hizo para enriquecer el saber sino para acumular poder. Lo hizo para desactivar la bomba estudiantil, proyectar una imagen “progresista” y apuntalar el viejo sistema político.
El mejor diagnóstico sobre el sexenio de Echeverría está en varios ensayos de Gabriel Zaid, recogidos en dos libros que no han perdido vigencia: El progreso improductivo y La economía presidencial. En uno de esos textos (“Los universitarios en el poder”, Plural, mayo de 1976) Zaid advirtió un cambio casi imperceptible que marcaría nuestra historia posterior hasta estos días: progresar se volvió sinónimo de incorporarse al gobierno. Con la multiplicación exponencial de los puestos y presupuestos (el personal en el sector público pasó de poco más de 600 mil en 1970 a más de dos millones en 1975), el destino ideal para un joven universitario de clase media que quería progresar no era ya la vida de la autonomía sino la vía de la obediencia.
Esta operación becaria –mostró Zaid– fue equivocada y nociva. Los nuevos puestos no eran productivos: los principales indicadores económicos y sociales se deterioraron severamente con respecto a las administraciones anteriores. Lo más grave era la desatención al campo. Era urgente, además, reorientar la economía. México necesitaba una apertura comercial como la que comenzaban a instrumentar los países asiáticos. Dar por terminada la era (fructífera pero ya anacrónica e inviable) de la sustitución de importaciones, alentar la vía de las exportaciones y desde luego no ahuyentar a la inversión extranjera y nacional. Así, habríamos seguido creciendo. Nada de eso se hizo. Por el contrario, “la economía se manejó desde Los Pinos” –frase de Echeverría– con el objeto de concentrar, cerrar, estatizar. Y los resultados con respecto al inicio de sexenio fueron desastrosos: la moneda se devaluó de 12.50 a 22.50 pesos por dólar, la inflación llegó al 27%, se triplicó la deuda igual que el déficit público. La administración de López Portillo ahondó la tendencia. Doce años perdidos.
Echeverría infligió otro daño quizá más grave al progreso de México: un daño político. La solución al agravio del 68 no era la cooptación universal y la demagógica radicalización del gobierno hacia la izquierda. Tampoco la cacareada “apertura democrática” (que encubría un creciente endurecimiento autoritario). La salida era la reforma política. En 1969 Daniel Cosío Villegas la había propuesto: limitar el poder presidencial, fortalecer a los estados y municipios, acotar el poder del PRI, darle vida y credibilidad al desprestigiado poder legislativo y al casi inútil poder judicial, animar un debate público libre y abierto. Nada propició Echeverría. Por el contrario: atrajo a intelectuales de prestigio (Fuentes, Benítez), cooptó a un vasto sector de la izquierda universitaria, persiguió a sus críticos liberales, orquestó el golpe al Excélsior de Julio Scherer, degradó la palabra pública, ejerció sin recato el culto a la personalidad, se sintió legislador del mundo, quiso presidir la ONU, buscó perpetuarse en el poder.
Todo para redimirse ante la historia. Todo para lavar sus manos de la sangre derramada en Tlatelolco. Murió sin lograrlo.
Publicado en Reforma el 10/VII/22.