El centenario de doña Rosario Székely
En la misma, antigua casa de la calle de Xola donde la conocí hace más de medio siglo, vive doña Rosario Sánchez viuda de Szekely. Recuerdo cuando visité a aquella familia por primera vez. En el garaje había un Buick verde pistache, con toldo verde pasto, modelo 1956. Resguardaba la casa una verja de hierro tras de la cual había un pequeño jardín con rosales muy cuidados. A la izquierda, en la entrada, una pequeña sala llena de retratos y objetos de porcelana. Más allá el comedor y los cuartos, innumerables y laberínticos. Se aspiraba el olor típico de las casas europeas pero las imágenes eran propias de una devota casa mexicana. Mezcla perfecta entre Hungría y Puebla. A la hora de comer, podía haber mole poblano o gulash húngaro.
De pronto, por la imponente escalera, baja el patriarca de la gran familia, el doctor Géza Székely. Camina balanceándose a los lados y un poco hacia el frente, ayudándose a veces con su bastón. Su traje impecable de tres piezas le queda visiblemente holgado. Usa un reloj con leontina. Parece más frágil de lo que es. Sonríe siempre, aunque con un dejo de melancolía. Habla un español raro e inconfundible: preciso, lógico, elaborado, pero enmarcado en una musicalidad húngara. Largas vocales y abruptas consonantes. Su esposa, doña Rosario, es una dama alta y distinguida, de tez blanquísima y fino trato. Su recato y su charla son de otro siglo. Habla como cantando, con una dulce musicalidad mexicana.
Es enero de 1965 y acabo de conocer a Francisco, uno de sus hijos, en la Facultad de Ingeniería. El doctor, que había ejercido su profesión de modo peripatético por Puebla en su juventud, trabaja en el Seguro Social. Es un médico a la antigua: de cuerpo y alma. Yo le confío mis problemas y dudas. Y en el trance de un accidente serio, me protege y orienta. Supongo que nos acercaba el hecho de que fuera yo judío, pero un judío con los mismos dilemas de identidad que tuvo él. Parte de su corazón se había quedado en la Hungría judía de la postguerra, pero en México fincó una familia o, mejor dicho, un pueblo. Su propio Pueblo Elegido. Con el tiempo el doctor me llevaría a su Sanctum Sanctorum: su biblioteca, que quizá servía también como consultorio. Había que verlo señalar con infinito orgullo los diplomas y reconocimientos académicos de sus hijos: Luis, Miguel, Vilma, Alberto, Francisco, Gabriel y Gustavo.
Los Székely Sánchez eran una familia de académicos pero, en el fondo, era otra cosa: una troupe de gitanos, un conjunto de zíngaros tocando chardas apasionadas a la primera provocación. Pancho, mi amigo, tocaba el acordeón, Alberto cantaba con su voz de Igor Chaliapin. Extraña musicalidad de esa casa encantada donde el romanticismo europeo de fin de siglo entonaba nostálgicas canciones mexicanas.
Un día comprendí por qué esa alegría nunca sería perfecta: don Géza y su mujer habían perdido a una hija: Ana Guizella. Pero tenían nuevas alegrías. Como la del chiquillo pelirrojo que jugaba por ahí. Era el nieto de la tribu, Louis, a quien doña Rosario cuidaba por las mañanas. Recientemente, falleció también el benjamín, Gustavo, pero ante el infinito pesar a doña Rosario le han llegado nuevas alegrías, como la carrera extraordinaria de aquel niño, ahora convertido en Louis C. K.: más que en una celebridad o un Stand-up Comedian, uno de los grandes filósofos morales del siglo XXI.
Cuando mi amigo se fue a estudiar fuera del país, frecuenté menos la casa de Xola. Pancho ha sido toda su vida un Judío Errante, pero en sus fugaces visitas a México me invitaba a comer con los padres. Me conmovía verlos tomados de las manos.
Don Géza vivió más de 90 años. En 1994 acudí a su velorio en la Capilla Gayosso. Ahí estaban doña Rosario y sus hijos. El Obispo Samuel Ruiz ofició una misa. Algunos de sus hijos me llamaron a un rincón. Traían consigo un Majzor, libro de plegarías en hebreo. Me pedían que los ayudara recitar el Kaddish. Lo hicimos palabra por palabra, en mi rudimentario hebreo. De pronto, Pancho me llamó a un lado para decirme que ese libro de plegarias era el que usaba su padre cuando ya muy anciano, en los balcones de su casa, volvía quizá a su primera juventud, antes de aventurarse a descubrir por su cuenta el Nuevo Mundo.
A veces paso por la calle de Xola y volteo a la casa de los Székely. Se han ido las palmeras, el camellón y el Buick, pero todo sigue igual. Rodeada de recuerdos y presencias de su pueblo errante, doña Rosario festejará hoy su centenario. Tal vez estos días me aventuraré a tocar la puerta. Y quizá, tras las cortinas, vea aparecer de pronto el noble rostro de don Géza, con su melancólica sonrisa, dándome la bienvenida y diciéndome adiós.