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El desconsuelo de la juventud

Para la Generación de Ingenieros 65-69.

Hace un par de semanas acudí a la Facultad de Ingeniería de la UNAM, para dar una conferencia en el marco de los 75 años de la autonomía universitaria. No hacía mucho, en julio de 2001, había hablado en el mismo Auditorio "Javier Barros Sierra", lleno de recuerdos para mi generación: allí, en la edad de la inocencia anterior al 68, ocurrían las famosas "perradas"; allí se llevaban a cabo los exámenes finales; allí pronunció Heberto Castillo sus discursos incendiarios; allí ocurrió la velada luctuosa en honor del gran rector Javier Barros Sierra. Tras hacer el recuento de lo mucho que mi generación debe a la UNAM (no sólo una buena formación técnica sino humanística, representada por Radio Universidad, la Revista de la Universidad, la Casa del Lago, el teatro y el cine universitario, la OFUNAM, las ediciones de la Imprenta Universitaria, para no hablar del aspecto deportivo, con los Pumas de nuestro tiempo y los "Pumitas" del de nuestros hijos) intenté responder -sin lograrlo, por supuesto- al título de mi conferencia: "¿Hacia dónde va México?".

Muy pronto percibí que los rostros y actitudes del 2004 no eran los mismos del 2001. En aquella ocasión no había visto desconsuelo en los rostros juveniles, sino un espíritu festivo producto quizá de la reciente liberación de la UNAM tras el secuestro de nueve meses que había sufrido a manos de adolescentes fósiles como el Mosh (Alejandro Echevarría Zarco) y sus turbas fascistas. Entonces había advertido en ellos una clara (pero no desesperada) conciencia de la fragilidad del mercado de trabajo, y un miedo (ése sí, agudo) por la inseguridad y la violencia citadina. Casi todos lamentaban la falta de horizonte económico en el país (más allá de la fortaleza del peso y las sanas finanzas públicas, que poco les decían), pero no había cinismo frente a los recientes progresos políticos. Nacidos a principio de los ochenta, habían dejado atrás las crisis que atormentaron a sus mayores (Chiapas, Colosio, el error de diciembre) y sentían que la democracia era un poco obra suya, porque por primera vez habían ejercido sus derechos ciudadanos, habían acudido a votar. La democracia sonaba a gloria en el vocabulario juvenil, y el régimen del presidente Fox parecía presagiar cambios sustantivos en el rumbo del país.

En 2004 la velada fue igualmente cordial, pero un tanto amarga. En la conversación colectiva que tuvo lugar al final, las preguntas acuciantes y los comentarios sombríos se sucedieron unos a otros, no sólo en labios de los jóvenes futuros ingenieros (y sus condiscípulas, que, en marcado contraste con los remotos años sesenta, ahora -afortunadamente- son legión), sino de sus maestros, algunos de ellos con medio siglo o más de servicio en la UNAM. ¿Por qué no crece México?, ¿por qué se cierran las oportunidades de trabajo?, ¿por qué no ha habido reformas estructurales?, ¿por qué perdemos competitividad?, ¿por qué se ejerce el malinchismo en las empresas públicas que antes abrían sus puertas a los egresados de las universidades públicas?, ¿por qué persiste la corrupción?, ¿por qué no se dio "el cambio"?, ¿por qué se ha degradado la vida política?, ¿hacia dónde, en definitiva, va México? Los pocos estudiantes radicales -tan vociferantes como en los tiempos del CGH e igualmente confusos en sus planteamientos- negaban la necesidad de reformas y de inversión externa, y fustigaban al capitalismo nacional, pero al mismo tiempo predicaban la necesidad de crear empleos. Uno de ellos sostuvo que sesenta millones de mexicanos mueren de hambre, a lo que respondí con datos del INEGI y organismos internacionales, un breve recuento de los recursos materiales y humanos de México, referencias a la fuerza de antiguas y sólidas instituciones como la propia UNAM o el Banco de México, y los peligros de adoptar una visión maniquea y falsa. La mayoría silenciosa, de tendencia moderada, asentía sin entusiasmo, como si todo aquel gran inventario nacional les fuese abstracto, ajeno. Al final, un "compañero" citó un pasaje de La sucesión presidencial de 1910, de Madero, preguntándose si el México porfiriano que describía (corrupto, desanimado, cínico, indiferente a la ley, degradado, sumiso) no guarda paralelos inquietantes con el de nuestros días: "estamos durmiendo -escribió Madero- bajo la fresca pero dañosa sombra de un árbol venenoso... no hay que engañarnos, vamos al precipicio".

Me entristeció carecer de respuestas para ellos. Traté de ponderar las ventajas de la democracia, pero no encontré mayor eco. ¿Cómo explicar el cambio de actitud en sólo tres años? Supongo que el fenómeno atañe a todo Occidente. Tiene que ver con las esperanzas globales de libertad, paz y prosperidad con que concluyó el siglo XX, desmentidas de inmediato en el XXI por una cadena atroz de acontecimientos. Aunque México está muy lejos de los campos de batalla, en la era de la comunicación instantánea nadie tiene distancia: las imágenes de la barbarie acosan la vida cotidiana. Y ahora ocurren no en Iraq, sino en nuestro país, en Tláhuac.

Pero el desánimo específico de la juventud radica en la falta de rumbo que advierten en el país, su insuficiente crecimiento, el peso de los problemas sociales, los escándalos de corrupción, el patético reality show en que se ha convertido la política y, sobre todo, la inseguridad y violencia que se vive en las ciudades, pueblos y caminos. Esta es la primera generación que siente de verdad cerrado su horizonte no sólo profesional sino acaso existencial, y el desconsuelo afecta a los jóvenes de todas las clases. Muchos muchachos de clase acomodada y media viven de noche y duermen de día. Allí están, en los famosos "antros". Todavía creen en la amistad, en el amor, en la música y el cine, pero se aturden con el alcohol y no pocos se pierden en la droga. No es una generación cínica: es una generación nihilista, sin ideologías ni utopías, sin creencias religiosas, sin mayores curiosidades intelectuales, sin entusiasmos vocacionales. Una generación, además, en la que casi se ha extinguido (por no tener dónde anclarlo, salvo en eventuales triunfos deportivos) ese sentimiento que llamamos patriotismo, el simple y llano amor al país. En el otro extremo de la escala social están los jóvenes pobres, infinitamente más huérfanos y desprotegidos que los otros, bandas nómadas y nocturnas que han llenado los muros de la ciudad con el orín de su graffiti. También ellos tienen ganas de creer, pero no saben en qué ni en quién. Su desesperanza es peligrosísima: son materia combustible para quien quiera aprovecharla. No sería difícil que algunos se identificaran con la "Mara Salvatrucha", que ha llegado a la ciudad.

Necesitamos crear avenidas de oportunidad para esos jóvenes. Acaso hemos tenido demasiada fe en la educación universitaria, imaginamos que todos pueden tener doctorados cuando muchos podrían hallar una existencia productiva siendo pequeños empresarios o técnicos. Por ellos necesitamos corregir el rumbo, alejarnos del precipicio. El camino es la definitiva modernización económica (acompañada de ideas prácticas que apoyen productivamente a los mexicanos más pobres), todo en un marco de libertad, democracia y absoluto respeto a la ley. El país deberá pagar onerosas facturas del pasado y llevar a cabo (con el sacrificio de una o dos generaciones) reformas muy profundas. Lograrlo es posible con un nuevo liderazgo político y una discusión clara -en los medios masivos de comunicación- de los grandes problemas nacionales. Y con la participación de los jóvenes. Mientras tanto, necesitamos conocerlos. Urge una encuesta sobre sus ideas, creencias y actitudes. ¿Se animará a hacerla Reforma?

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