El desengaño americano
Ocurrió con el ascenso de Hitler. ¿Cómo es posible —se dijo— que Alemania, la tierra de Goethe y Schiller, de Bach y Beethoven, de Kant y Hegel, haya descendido a la barbarie? Parecía impensable, imposible. Pero ocurrió, se prolongó por 12 años, cobró cien millones de vidas y provocó una devastación sin precedente en la historia universal. La reconquista de la libertad, la razón, la más elemental decencia y solidaridad, costó “sangre, sudor y lágrimas”. Ahora, como entonces, lo imposible e impensable ha vuelto a ocurrir. Un fascista ha llegado a la Casa Blanca. Nadie sabe cuánta sangre, sudor y lágrimas acarreará su demencial ascenso. ¿Será posible detenerlo? Por lo pronto, en unos cuantos días, ha envenenado a su país, al mundo y a las relaciones de su país con el mundo. Así de inmenso es el daño que un solo hombre, dotado de un poder casi absoluto y encarnando a su vez el “mal absoluto” (Hannah Arendt), puede causar en la frágil humanidad.
Ante todo, asumamos el desengaño. Muchos quisimos creer que Estados Unidos era ya, eternamente, la tierra de la libertad. Redujimos mentalmente su territorio a las costas del Pacífico y el Atlántico, y a sus grandes ciudades (Nueva York, Los Ángeles, San Francisco), capitales de la cultura, referentes del melting pot, puertos de arribo para los perseguidos del mundo, laboratorios de incesante creatividad. Nos equivocamos: el centro y el sur de Estados Unidos también existen y son el hogar del fascismo americano.
Confiamos en que aquel país había dejado atrás la infame lacra de la esclavitud. Pensamos que afirmando la igualdad natural de los hombres y los derechos civiles, mostrando su crueldad en películas memorables, purgaba para siempre esa monstruosa culpa. Mantuvimos una nostalgia indulgente viendo sus wésterns, sin notar en ellos la esencia del racismo americano (como aquella escena de Centauros del desierto, 1956, en la que John Wayne, tras una búsqueda extenuante, encuentra por fin a su sobrina, la pequeña Debbie —Natalie Wood—, secuestrada años atrás por los comanches, y, al advertirla convertida en india, desenfunda su pistola y está a punto de matarla). Nos equivocamos: el trasfondo racista, siempre latente, ha resurgido con ferocidad.
Saludamos prematuramente (gracias a la elección y a las dos presidencias de Obama) el fin de la arrogancia imperial y creímos entrever el ocaso del antiamericanismo. Relegamos a los libros de texto la invasión contra México (con sus masacres y atrocidades, sus decenas de miles de muertos y la anexión forzada de la mitad de nuestro territorio). Recordamos con amargura (como algo del pasado) la secuela de intervenciones estadounidenses en Latinoamérica, desde la guerra del 98: decenas de “pequeñas espléndidas guerras” para ampliar su mediterráneo natural (el golfo de México) y, a partir de ahí, hacer ondear la bandera de las barras y las estrellas hasta la Patagonia. Respirábamos al verlos curados de esa paranoia que los llevó a la sangrienta aventura de Vietnam y a tantas otras guerras imperiales, inútiles e insensatas. Nos equivocamos: ahora Trump ejerce el imperialismo hacia dentro (contra las minorías étnicas y religiosas) y hacia fuera (tratando de humillar y cercar a México, su chivo expiatorio).
Imaginamos que el autismo estadounidense (su provincianismo, su abismal ignorancia del mundo) daba paso al paulatino descubrimiento de los otros. Reímos de su obsesión con ser the number one, su ridícula Serie Mundialde béisbol, su visión binaria de ganadores y perdedores, hasta su invocación a Dios bendiciendo a “América”: las vimos como resabios culturales, arcaicos y tontos. Leímos a Samuel Huntington como el último y falso profeta del supremacismo yanqui, el predominio insostenible de los blancos, protestantes y anglosajones. Conjeturamos que la violencia en las escuelas, el culto de las pistolas, los asesinatos de la policía contra la población indefensa (afroamericana, en su mayoría) eran episodios parciales, minoritarios, un síntoma alarmante pero corregible de una sociedad que resistiría los embates de la barbarie. Nos equivocamos: las expresiones narcisistas, nativistas y violentas son quizá el mainstream, representan a cerca de la mitad de su población.
Con todo y nuestras críticas, quisimos dar por sentado el predominio de la razón, la ciencia, la verdad objetiva, como conquistas irrevocables en un país repleto de premios Nobel. Dimos por descontado su involucramiento con las mejores causas de la salud pública en el mundo y su compromiso con la preservación del medio ambiente. Relegamos el oscurantismo americano al siglo XVII, con sus cacerías de brujas, o cuando mucho al macartismo. Consideramos los brotes de fanatismo religioso (el suicidio colectivo de Waco) como manchones en una página de civilidad y respeto a la vida. Es obvio que Estados Unidos posee cualidades prodigiosas, pero nos equivocamos al soslayar el núcleo duro, nativista, sexista, fundamentalista, reaccionario, irracional e histérico del alma americana.
Abrigamos la convicción de que la democracia americana era una “ciudad en la montaña” y que sus 240 años de solidez (punteados por una Guerra Civil y dos guerras mundiales que no la destruyeron) la hacían invulnerable. Quisimos verla inmune a las dictaduras. Desgraciadamente, nos equivocamos. Un tirano ha llegado a la Casa Blanca y amenaza con derruir la obra de los Padres Fundadores.
Nos equivocamos, en suma, no porque no exista la cara luminosa de Estados Unidos sino porque la otra cara oscura existe también, y no la quisimos ver. Esa cara oscura ha encarnado en Donald Trump.
¿Desatará una nueva conflagración? Ha abierto tantos frentes que alguno puede estallar. Él mismo puede estallar y desplomarse desde dentro. Confiemos sobre todo en los límites y balances internos: legislaturas, jueces, Estados. También en la crítica de los diarios, los medios, las redes sociales, y en la movilización de los ciudadanos, las mujeres agraviadas, las minorías étnicas y religiosas. Todos libran ya una batalla épica. Por su parte Europa, encabezada (¿quién lo diría?) por Alemania, desempeñará un papel clave en la defensa de la democracia liberal.
En esta lucha por la libertad, a los países de habla hispana les toca un lugar en el frente. Una de nuestras armas de persuasión proviene de nuestra historia milenaria y nuestra cultura. A través de sus diversas expresiones —arte, cine, televisión, literatura— debemos mostrar al americano bueno que no está solo. Y al otro, al cerrado y cerril, mostrarle que (con todas nuestras miserias e injusticias) nuestros pueblos tienen mucho que enseñarle en términos de valores y humanidad.
Reforma