¿El fin del antiamericanismo?
Cuba ha sido el epicentro del antiamericanismo en Latinoamérica. Como ideología política nació en tiempos de la guerra hispano-americana de 1898, alcanzó su apogeo con el triunfo de la Revolución Cubana en 1959, y llegó a su probable fin en 2014. Aunque es imposible anticipar los resultados del restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba (los recientes arrestos de disidentes no auguran nada bueno), con ese solo acto Obama ha comenzado a desmontar una de las más antiguas y arraigadas pasiones ideológicas del continente. Al menos por eso, al margen de los grandes escollos que sin duda enfrentará el acuerdo, el anuncio del 17 de diciembre fue histórico.
En su origen, el antiamericanismo en la América Hispana fue de carácter religioso: el defensivo temor de los grupos conservadores y la Iglesia a la penetración de la fe y la cultura protestantes. A esa variable se agregó, en el caso de México, el agravio de la guerra de 1847. Sin embargo, los liberales que gobernaron el país en la segunda mitad del siglo XIX mantuvieron intacta su admiración hacia Estados Unidos. Sus ideas republicanas y democráticas eran más fuertes que sus sentimientos nacionalistas. Algo similar ocurrió con las élites progresistas y sus respectivas constituciones en el continente. En un famoso diario de viaje por Estados Unidos en 1851, el gran estadista, educador y escritor argentino Domingo Faustino Sarmiento vio en Estados Unidos la tierra del porvenir: el triunfo de la civilización sobre la barbarie.
La guerra de 1898 unió a los países hispanoamericanos contra Estados Unidos y los reconcilió con España, de quien todos —salvo Cuba— se habían independizado. A raíz de esa guerra, nuestros liberales padecieron un síndrome similar a los marxistas tras la caída del muro de Berlín y el derrumbe de la Unión Soviética: se sintieron huérfanos. Igual que varios autores estadounidenses (Mark Twain, William James) vieron en aquellos hechos una contradicción insalvable entre los valores democráticos que habían fundado a Estados Unidos y los designios explícitos de que “exista una sola bandera y un solo país entre el río Grande y el océano Ártico”. (Henry Cabot Lodge, 1895). En el caso particular de Cuba, muchos iberoamericanos se negaron a admitir una independencia convertida en protectorado. Fue entonces cuando los liberales de América Latina comenzaron a converger con los católicos y conservadores en la concepción de un nacionalismo iberoamericano de nuevo cuño: imaginar una sociedad y una cultura no sólo distintas sino militantemente opuestas a la americana.
Entre 1898 y 1959, con contadas excepciones, el balance político, diplomático, económico y militar de Estados Unidos en América Latina fue francamente desastroso. En 1913, el embajador estadounidense Henry Lane Wilson —olvidado en la historia americana pero muy recordado en los libros de texto mexicanos— planeó el golpe de Estado que derrocó al primer presidente demócrata de México: Francisco I. Madero. Ese episodio fue representativo de otros muchos: desembarco de marines, ocupaciones militares, aliento a golpes de Estado y, junto a todo ello, la machacante presencia de las grandes empresas americanas. En Estados Unidos, la supeditación de la diplomacia a los grandes negocios (petroleros, azucareros, mineros) era vista como algo normal, pero para estos países era una actitud de intolerable codicia.
Como reacción, la región vivió un ascenso del nacionalismo tanto local como continental, que los presidentes americanos del periodo de entreguerras (Coolidge, Hoover) leyeron como una antesala al comunismo. Oportunamente, en 1927, Walter Lippman les advirtió su error: “Lo que los ignorantes llaman bolchevismo es nacionalismo, y es una fiebre mundial”. Y agregó: “Nada indignaría más a los latinoamericanos, y nada sería más peligroso para la seguridad estadounidense, que Latinoamérica creyera que Estados Unidos ha adoptado, a la manera de Metternich, una política destinada a consolidar intereses creados que atenten contra el progreso social de esos países, tal como ellos lo entienden”.
Con su política del buen vecino Franklin D. Roosevelt corrigió un tanto el rumbo (por ejemplo con México, tolerando sabiamente la nacionalización del petróleo), pero en Cuba aquella vinculación entre negocios y política fue continua, sustancial y visible: de hecho, varios ministros de Roosevelt tenían intereses azucareros. Con todo, la cooperación panamericana alcanzó su mejor momento en la Segunda Guerra Mundial.
Al inicio de la Guerra Fría, el nacionalismo iberoamericano se orientó hacia las diversas variedades del marxismo. Muchos atribuían la pobreza y desigualdad a la presencia americana, y pensaron que el socialismo era una alternativa. Para colmo, dictaduras militares como la de los Somoza contaban con la complicidad activa del Gobierno americano. Como resultado, Estados Unidos terminó por desacreditarse como fuente de valores democráticos. Los pocos defensores de esos principios quedaron aislados. Uno de esos liberales solitarios, el historiador Daniel Cosío Villegas, profetizó a su pesar en 1947: “América Latina hervirá de desasosiego y estará lista para todo. Llevados por un desaliento definitivo, por un odio encendido, estos países, al parecer sumisos hasta la abyección, serán capaces de cualquier cosa: de albergar y alentar a los adversarios de Estados Unidos, de convertirse ellos mismos en el más enconado de todos los enemigos posibles. Y entonces no habrá manera de someterlos, ni siquiera de amedrentarlos”.
La Revolución Cubana cumplió puntualmente esa impresionante profecía y abrió un ciclo de intenso antiamericanismo en todo el continente. La fugaz Alianza para el Progreso iniciada por el presidente Kennedy y los tardíos esfuerzos conciliadores de Jimmy Carter palidecieron frente al encono provocado por las duras Administraciones republicanas. La intervención directa del Departamento de Estado en el golpe a Salvador Allende dejó una herida profunda, que terminó por incitar a dos generaciones de jóvenes, en casi todo el continente, a irse a la sierra fusil en mano para emular al Che Guevara y a Fidel Castro. Los abusos de la Administración de Reagan en Centroamérica avivaron aún más los ánimos. En las aulas universitarias, periódicos, libros y revistas de América Latina, el odio ideológico contra el imperialismo yanqui se volvió canónico. Y para el régimen totalitario en Cuba, el antiamericanismo fue su mejor arma de supervivencia.
En 1989, Occidente se maravilló con la caída del muro de Berlín y la inminente desaparición de la URSS. Prestó poca atención a otro milagro: las unánimes transiciones democráticas de Latinoamérica (Chile, Nicaragua, Salvador y con el tiempo México) conquistadas internamente, sin apoyo ni inspiración de Estados Unidos. Ahora eran los marxistas los que se sentían huérfanos de ideología y ese vacío lo llenó —hasta cierto punto— el casi olvidado ideario democrático liberal o socialdemócrata.
Aunque no desaparecerá nunca del horizonte, a fin del siglo pasado el antiamericanismo comenzó a pasar de moda. Lo mantuvo artificialmente el histrionismo incendiario de Hugo Chávez contra “el imperio”. Pero era (y es) difícil disimular el carácter anacrónico del discurso chavista contra su principal cliente petrolero. Sólo quedaba el diferendo con Cuba. Era tiempo de resolverlo.
Pero al restablecer relaciones con Cuba, al renunciar claramente a su destino imperial en la zona, Estados Unidos ha recobrado también la legitimidad moral para refrendar los valores republicanos y democráticos que lo fundaron igual que a todos los países de América. El arraigo de esos valores fue el verdadero sueño de Martí, que abjuró siempre de la tiranía. Y entre esos valores, ninguno más prioritario que la libertad de expresión. Ningún pueblo es una isla entera por sí mismo. La dinastía de los Castro ha mantenido a Cuba aislada y presa por 56 años. En la próxima reunión de la Organización de Estados Americanos (donde asistirán Cuba y Estados Unidos) la libertad política en Cuba (y en Venezuela) debe ser el primer punto en la agenda.
El País