El legado de Cortés
México es un país de estatuas. Las hay en cada pueblo o ciudad, dedicadas a los héroes del santoral patrio: los guerreros aztecas que lucharon contra la Conquista, los misioneros franciscanos que convirtieron a los indios al cristianismo y fundaron la espiritualidad mexicana, los poetas y pensadores de la época virreinal, los insurgentes que murieron por la Independencia, los liberales que construyeron el andamiaje legal y cívico de la nación los caudillos y jefes de la Revolución Mexicana, los presidentes del siglo XX. Todos los grandes personajes de la historia tienen al menos un busto, una calle o una placa pública que los recuerda. Todos menos uno: Hernán Cortés. Su nombre se ha relegado a la geografía: el "Mar de Cortés", en la península de Baja California; el "Paso de Cortés", entre los dos volcanes que resguardan el Valle de México; y el "Árbol de la Noche Triste", donde según las crónicas, Cortés lloró la derrota que le infringieron los mexicas, antes de la consumación de la Conquista. Sólo una institución privada conserva, en su interior, un discreto busto de Cortés: es el antiguo Hospital de Jesús, fundado por el conquistador. Tras infinitas vicisitudes ha seguido impartiendo asistencia módica sin interrupción desde hace 473 años.
Los indios no inventaron la irredención histórica de Cortés. La crearon los propios españoles. Para Bartolomé de las Casas, Cortés no era más que un tirano, un usurpador de reinos ajenos, un criminal que merecía ser decapitado. Los compañeros de Cortés lamentaron sus incontables actos de crueldad, como la terrible matanza de nobles indígenas en la plaza de Cholula, donde, bajo el pretexto de haber descubierto una conspiración, pero actuando en realidad por cálculo intimidatorio y preventivo, Cortés ordenó a sus arcabuceros masacrar a cientos de inocentes absortos y desarmados. Asimismo, los españoles le reprocharían su despiadada crueldad con Cuauhtémoc.
Con todo, lo cierto es que Cortés gozó en vida de un inmenso prestigio. Se llegó a proponer que en lugar del título de marqués, se le diera mejor la "corona de un rey". Para algunos, Cortés tenía más mérito que los apóstoles, "porque más hombres hizo él en un día venir a la fe de Christo, más ovejas escapó de la boca del demonio, que en muchos años cada uno de los apóstoles". Los propios críticos españoles se sorprendían del afecto mutuo que existía entre el conquistador y los indios. Dicho don Fernando Cortés -testificaba uno de sus malquerientes en el juicio de residencia que se le entabló, en 1529- confiaba mucho en los indios desta tierra... (y) los dichos indios querían bien al dicho don Fernando Cortés e facían lo que él les mandaba de muy buena voluntad.
En la memoria de los pueblos enemigos de los aztecas que colaboraron con Cortés (en particular los tlaxcaltecas), Cortés era un héroe semejante al de las grandes crónicas de la Conquista escritas en el siglo XVI. Para los frailes franciscanos cuya misión propició, Cortés era el hombre de la Providencia, nuevo Josué que guiaba al pueblo indígena desde las tinieblas de la idolatría hasta la Tierra Prometida de la religión verdadera. "Aunque, como hombre, fuese pecador -escribió uno de ellos, fray Toribio de Benavente, Motolinia-, tenía fe y obras de buen cristiano y muy gran deseo de emplear la vida y la hacienda por aumentar la fe de Jesucristo, y morir por la conversión de estos gentiles". Algunas interpretaciones místicas de la Conquista, como la de Jerónimo de Mendieta, sostenían que Cortés había nacido el mismo día del año 1485 en que, supuestamente, 80 mil indios eran sacrificados en el Templo Mayor de Tenochtitlán. Según Mendieta, fue el propio Creador quien, apiadado de tantas almas desgraciadas, envió en Su nombre a un nuevo Moisés para liberarlos. Otras versiones aducían que Cortés había jugado un papel aún más importante en la economía divina: el mismo año en que la cristiandad sufría el cisma luterano, había conquistado para el catolicismo el vastísimo imperio de las Indias.
El tiempo no arrasó con el prestigio de Cortés: lo atenuó paulatinamente. En España, los monarcas sentían celos retrospectivos de su hazaña. Sus Cartas de relación a Carlos V, publicadas por primera vez en 1524, se volverían a editar sólo 250 años más tarde y no en España, sino en Nueva España, donde su memoria seguía siendo respetada. En 1794, el propio precursor de la Independencia, fray Servando Teresa de Mier, pronunció una oración fúnebre por Cortés en la que lo elogiaba por haber "destruido la idolatría, los sacrificios humanos sangrientos y traído y comunicado la luz del Evangelio a los que moraban en las tinieblas de Egipto".
La execración de Cortés fue un producto directo de la guerra de Independencia. Si España hubiese sido más sensible a los reclamos de los criollos y les hubiese concedido una paulatina autonomía, el lazo no se habría roto sino desanudado. Ocurrió justamente lo contrario. México nació de espaldas a la herencia novohispana. La vuelta a escena de los argumentos de Bartolomé de las Casas comenzó a alimentar lo que Octavio Paz llamaría el "mito negro" del Conquistador. El 16 de septiembre de 1823, día en que se exhumaban los restos de los caudillos de la Independencia para depositarlos en una bóveda de la Catedral, se incitó al pueblo a violar el sepulcro de Cortés, a quemar sus huesos y echar sus cenizas al viento. Al enterarse, el joven Lucas Alamán rescató los restos y los escondió en un lugar seguro. Años más tarde, Alamán se convertiría en el fundador del Partido Conservador y escribiría dos obras históricas célebres sobre la historia mexicana desde la Conquista. "México es un país en que todo cuanto existe trae su origen en aquella prodigiosa conquista -apuntaría Alamán- ...La conquista es el medio con que se estableció la civilización y la religión en este país, y don Hernando Cortés fue el hombre extraordinario que la Providencia destinó para cumplir estos objetos".
Curiosamente, el adversario liberal de Alamán, José María Luis Mora, no tenía ideas muy distintas sobre el conquistador: "El nombre de México está íntimamente enlazado con la memoria de Hernán Cortés mientras él exista no podrá perecer aquélla". Ambos compartirían la visión del historiador norteamericano William H. Prescott, que hacia el año de 1843 había publicado, con inmenso éxito, su History of the Conquest of Mexico. Si bien desechaba el elemento providencial en la Conquista, Prescott introducía el argumento de la superioridad de una civilización sobre otra: "Las viciosas instituciones de los aztecas ofrecían la mejor apología para su conquista... las naciones bárbaras viven necesariamente de una manera más confusa que el hombre civilizado".
La querella entre quienes siguiendo a Alamán buscaban la preservación del legado cultural, religioso y político de Nueva España, y quienes atacándolo proponían romper con el pasado y adoptar formas culturales laicas, liberales y republicanas conduciría a una guerra civil, la guerra de Reforma (1858-1861) y a su desenlace (la Intervención Francesa de 1862-1867). El triunfo liberal en ambas tuvo por consecuencia la identificación ideológica de México con el pueblo azteca. En términos mitológicos y por motivos de legitimación, el nuevo Estado liberal y republicano presentó su triunfo sobre los conservadores y sus aliados, los invasores franceses, como una reversión justiciera de la historia. Mientras Benito Juárez y Porfirio Díaz levantaron estatuas de Cuauhtémoc, creció el encono hacia Cortés, "ese gran forajido a quien sólo su fortuna y el interés de España han podido colocar en el rango de los héroes, no habiendo sido su vida más que un tejido de bajezas y traiciones... de perfidias, asesinatos y crueldades".
En una polémica con el escritor y tribuno español Emilio Castelar, su homólogo mexicano Ignacio Ramírez llevó el sentimiento antiespañol a extremos desconocidos. Castelar recriminaba a los mexicanos por renegar de "la nación generosa" que los había descubierto, que había fundado sus puertos y sus templos, que les había enseñado su lengua, que "por civilizar al Nuevo Mundo se desangró y enflaqueció, como Roma por civilizar al antiguo". La respuesta de Ramírez comenzaba con una frase que consideraba "sacramentales" las palabras de Miguel Hidalgo, iniciador de la Independencia: "¡Mueran los gachupines!", y agregaba:
La España que usted ama no existe ni ha existido jamás el último pueblo de la tierra a quien desearían parecerse las naciones es el pueblo español... Una sola gota de sangre española, cuando ha servido en las venas de un americano, ha engendrado los traidores... Si el señor Castelar viniera a América, vería lo que quieren decir para nosotros sus injustas reconvenciones: nos ofrece el lecho de rosas en que expiró Cuauhtémoc. Los que nos han dado su sangre nos la quieren dar todavía: la sangre del adulterio, del estupro, de la violencia. Nos dejaron templos, y ha sido necesaria una revolución para derribarlos... Los españoles no han hecho en nuestros puertos sino una cosa buena: salir por ellos.
La insistente imagen de sangre no era casual. Ramírez, como la mayoría de los liberales republicanos, era mestizo y cargaba sobre sí -de manera directa, personal o remota y colectiva- un atávico resentimiento contra el padre español ausente, el que afuera del matrimonio, en uniones morganáticas, había engendrado hijos bastardos que abandonaba o no reconocía como propios. Los mestizos liberales se sentían huérfanos culturales, no sólo del padre español a quien rechazaban sino de la madre indígena cuya condición pasiva y derrotada, violada, preferían olvidar. No es casual que el propio Ramírez desechara en su totalidad la herencia española hasta el extremo -inusitado aún en aquellos tiempos jacobinos- de proclamar públicamente que "Dios no existe". No lo es tampoco que planteara una identidad puramente nacional: "Los mexicanos -escribiría Ramírez, sin verse mucho al espejo- no descendemos del indio ni del español: descendemos de Hidalgo".
En plena época porfiriana (1876-1911), otro liberal, el escritor Ignacio Manuel Altamirano, indígena puro, fundador de la revista literaria Renacimiento que dio inicio a la cultura nacional de México ligada al Estado, tomó como suyas las palabras de Heinrich Heine: "No era más que un capitán de bandoleros que con su insolente mano inscribió en el libro de la fama su nombre insolente: ¡Cortés!". Para Altamirano, Alamán era un "criado" de Cortés, y Prescott un "panegirista": "El héroe se desvanece en el proceso, y aparece en toda su desnudez el bandido astuto, audaz, mañoso, a quien favoreció la fortuna y coronó el éxito, pero siempre un bandido". El "mito negro" se afianzaba al grado de que ni siquiera los historiadores conservadores lo desmentían: "Nuestra admiración para el héroe -escribió Manuel Orozco y Berra-; nunca nuestro cariño para el conquistador". Como es natural, la imagen llegó al arte: un pintor académico, Félix Parra, pintó La matanza de Cholula, y en un talud del monumento a Cuauhtémoc, el escultor Miguel Noreña grabó una obra en verdad memorable: el tormento al que Cortés sometió a Cuauhtémoc para arrancarle el secreto del tesoro imperial.
Hubo una excepción a la regla: el general y escritor liberal Vicente Riva Palacio. Hijo de un general y político criollo y de la única hija del héroe de la Independencia Vicente Guerrero, Riva Palacio fue embajador en España (1886-1896) y estudió por su cuenta la Conquista y la Colonia con objeto de reivindicar su importancia en la historia nacional. Para él, Cortés no era sólo el gran caudillo de aquella empresa "peligrosa y fascinante", sino el representante de una "civilización superior", y el hombre que había "adivinado" la futura geografía humana de México. La Conquista no había sido la herida original de la historia mexicana sino el primer "embrión de un pueblo... que ni era el conquistado ni era el conquistador".
La política de conciliación religiosa que cobró importancia creciente durante el largo régimen de Porfirio Díaz, atenuó un tanto la animosidad. El mayor historiador de la época, Justo Sierra, continuó la pauta comprensiva de Riva Palacio. Sin restar un ápice a la violencia con que fue ejecutada, y concediendo a Cuauhtémoc una "gigantesca superioridad moral sobre su vencedor"; para Sierra, la Conquista adquirió el carácter de "empresa admirable, incomparable" y Cortés el rango de "fundador de la nacionalidad".
La mañana del 15 de septiembre de 1910, un día antes de que México celebrase el Centenario de la Independencia, los embajadores de todo el orbe invitados a las fiestas (incluido el Marqués de Polavieja, representante de España) acompañaron al Presidente Díaz a presenciar, desde el balcón central de Palacio Nacional, un curioso desfile histórico. Con un centenar de actores improvisados, se escenificó el encuentro entre Moctezuma y Hernán Cortés. Los tambores, clarines y ballesteros anunciaban la llegada de Cortés, quien se acercaba montado en su caballo blanco. Iba seguido por sus capitanes españoles, sus aliados indígenas (los tlaxcaltecas) y su amante e intérprete, la Malinche. "El grupo de Moctezuma -decían las crónicas- era aún más brillante: despertaba en la imaginación el recuerdo de aquella corte de los emperadores mexicanos, soberbia por las riquezas naturales empleadas en sus ornatos y por la fiereza de sus guerreros". Venían caballeros tigre, caballeros águila, sacerdotes, arqueros, indias, señores, y tras ellos, montado en su palanquín de oro cubierto por un palio, el emperador Moctezuma: pisando los tapetes que sus servidores le tendieron, avanzó el emperador Moctezuma al encuentro del español que había descendido de su caballo. Cortés se acercó con la intención de abrazar al monarca, pero cuando se le dijo que tal cosa no podía hacer, colgó al cuello de Moctezuma un hilo de cuentas verdes de vidrio.
No menos de cincuenta mil personas aplaudieron la breve escena. Si la representación histórica de aquel 15 de septiembre de 1910 hubiese tenido lugar cincuenta años antes, el actor que representaba a Cortés habría sido quemado vivo con todo y sus aliados, sus capitanes y su amante. Durante las Fiestas del Centenario, en el clima de "paz, orden y progreso" que el régimen buscaba propagar, el espíritu era muy distinto. La elección de semejante escena simbolizaba la actitud conciliatoria hacia el pasado, característica del final del régimen porfiriano. La herida de la Conquista, vuelta a abrir durante la guerra de Independencia, parecía haber sanado finalmente en 1910. En vez de recrear la masacre de la Conquista y de insistir así en la divergencia fundamental de la historia de México, los organizadores (sin duda bajo la mirada generosa de Justo Sierra) quisieron subrayar la versión opuesta: la convergencia. Esta sola idea representaba un acto profundo de revisionismo, pero acaso se acercaba más a la realidad histórica. Porque vistos desde nuestro tiempo y sin excesiva pasión, ambos, Cortés y Moctezuma, parecían destinados a converger como personajes desde géneros opuestos: Cortés en la épica y Moctezuma en la tragedia.
El melancólico Moctezuma sobrellevaba la visión fatalista de la historia que, a través de una conjunción de sueños, profecías y malos agüeros le había anticipado el fin de su imperio. Las crónicas lo describían como un hombre "de semblante muy sosegado y grave". Tras su acceso al trono en 1503 "había sido el mayor carnicero... sólo por ser temido y reverenciado". Antes de morir, su aliado, el rey de Texcoco, había dicho: "Presto lo verá Moctezuma y experimentará lo que ha de venir sobre él a causa de que se ha querido hacer más que el mismo dios que tiene determinadas estas cosas". Una suerte de miedo cósmico se apoderó del tlatoani a partir de entonces. Buscó el consejo de sus astrólogos, magos y adivinos, y al no encontrar una respuesta satisfactoria los encarceló, persiguiendo y matando a sus familiares. Muy pronto, cuando llegaron las noticias de aquellos hombres blancos y barbados navegando sobre "una sierra o cerro grande", Moctezuma entrevió su destino y se entregó a él. Si en la mirada de Cortés, Moctezuma era un ser descarriado por el demonio, en la mirada de Moctezuma, Cortés no era otro que el hombre-dios Quetzalcóatl, fundador de la gran civilización tolteca de la cual los aztecas se sabían, más que herederos, usurpadores: "Debe haber vuelto a gozar lo que es suyo -habría dicho Moctezuma- pues este trono, silla y majestad, de prestado lo tengo".
A los ojos de los enviados de Moctezuma, en efecto, los españoles eran dioses (teules), y no podrían enfrentarlos, "somos nada comparados con ellos". Los dioses los habían abandonado. Moctezuma -afirma el imprescindible Fray Diego Durán- les reprochó haber traído a sus pueblos tan lamentable suerte y esta lamentosa plática y querella hizo delante de... todo el pueblo, con muchas y abundosas lágrimas, dando a entender... la pena que recibía de la venida de estas nuevas gentes, pidiéndoles a esos mismos dioses se apiadasen de los pobres, de los huérfanos y de las viudas, de los niños y de los viejos y viejas, ofreciendo sacrificios y ofrendas con mucha devoción y lágrimas y sacrificándose y sacando la sangre de sus brazos y orejas y de sus espinillas, todo para mostrar su inocencia y lo que de la venida de los españoles se dolía.
En Cortés, por el contrario, encarnaban siglos de pujante historia occidental: era un moderno Julio César ensanchando el nuevo imperio romano hasta los confines del mundo y escribiendo su Guerra de las Indias; era también un piadoso cruzado medieval en tierra de infieles, un sagaz político del Renacimiento que dividía a los indios para mejor vencerlos, un hidalgo castellano sediento de aventuras, fausto, gloria y oro.
Prescott pasa muy rápido por las mocedades de Cortés, se detiene apenas en sus años de aprendizaje en La Española y Cuba (1506-1519). Otros historiadores de nuestra época -señaladamente José Luis Martínez y Hugh Thomas- aportan pistas biográficas definitivas para comprender y explicar al futuro conquistador: la turbulencia histórica de Medellín, ciudad natal de Cortés, y la turbulencia política de su familia, más proclive a las empresas guerreras independientes que a la obediencia cortesana debida al conde de Medellín y la corona; por parte del padre, una genealogía militar; por parte de la madre, una genealogía intelectual. Cortés hizo estudios de derecho en Salamanca, lecturas de gramática y latín, y tuvo varias ocupaciones que aportaron una experiencia invaluable a su empresa de Conquista: desde monaguillo hasta ayudante de escribano. Tuvo contacto con las desvanecientes culturas árabe y judía, y desarrolló así -como la mayoría de sus compañeros originarios de Andalucía- una cierta sensibilidad hacia gente y mentes extrañas. Residió en la suntuosa Valladolid en el gozne de la Edad Media y el Renacimiento, y soñó con trocar su condición de hidalgo pobre por la de un gran señor, no tanto en oro -aunque también- como en "honra y gloria". Sus posteriores peripecias no son menos significativas: es escribano, alcalde, el primer ganadero de Cuba y, finalmente, "caudillo" -palabra que aparece ya en las instrucciones que recibió- de la tercera expedición a las prometedoras tierras que dos capitanes españoles habían explorado antes que él sin mayor fortuna.
"El rasgo saliente de su carácter -opina Prescott- era la constancia de propósito". Cortés rompe con el gobernador de Cuba, encalla los barcos en Veracruz, avanza sin nunca retroceder, se sobrepone a los dubitativos, temerosos o traidores, no lo disuaden los enviados de Moctezuma, reprime la expedición española que venía en su búsqueda, no decae ante la derrota de Tenochtitlán. Para Prescott, Cortés es "un caballero andante en el sentido literal de la palabra" y, al mismo tiempo, un verdadero comandante que con los medios más exiguos imaginables "reunió alrededor suyo la colección más heterogénea de mercenarios que hayan luchado bajo un mismo estandarte". Admira su "versatilidad", sus "talentos polémicos", el "tinte académico" de sus actos y discursos; niega que haya sido cruel, "o al menos indiscriminadamente cruel"; pasa por alto su carácter mundano, elogia su espíritu de camaradería y lamenta su fanatismo religioso.
El Cortés de Hugh Thomas es un poco más renacentista. No un caballero errante sino un descubridor insaciable de tierras, novedades, horizontes. Y aunque construyó bergantines, planeó el cerco naval e ideó un rudimentario tanque, más que un gran militar lo considera un "político supremo". El Príncipe de Maquiavelo en acción: escruta las mentes ajenas, disimula la propia, evade siempre que puede la violencia, nunca desespera de la diplomacia, aprovecha las mínimas oportunidades para ganar posiciones; si no persuade con palabras cohecha, si no cohecha intimida, si no intimida elimina. Naturalmente, el Cortés de Thomas resulta más cruel que el de Prescott, pero su violencia, en efecto, era siempre un medio político y no un fin. Thomas no critica el fanatismo misionero de Cortés, pero lo considera reactivo: creció en la medida en que advirtió la profundidad religiosa de sus oponentes.
Si tlatoani en náhuatl quiere decir "el de la voz", "el de la palabra", Cortés era un perfecto tlatoani. Sorprenden sus frases improvisadas, sus citas en latín y sus prédicas religiosas. Sus discursos antes de la guerra recuerdan a Pericles en Tucídides. Cortés se veía en la figura de César y, como él, escribió una autobiografía en campaña. Cortés resulta, en suma, el reverso histórico de Moctezuma: mientras éste espera aquél avanza; avanza impulsado por su propia formación y carácter, avanza en busca de "pres y honra" y oro, avanza porque lo atrae como un imán la simétrica debilidad de su oponente, y avanza porque lo empuja no una civilización superior sino una cultura más segura de sí misma, más consciente de sí misma, más curiosa por descubrir nuevas tierras y horizontes.
¿Cómo pudo un pequeño ejército de cientos de soldados castellanos doblegar a millones de mexicas y a su poderosa teocracia militar? Entre las muchas explicaciones plausibles que se han aportado a través de la historia (la colaboración de las naciones enemigas de los aztecas, la inferioridad técnica y táctica de los mexicas, la epidemia de viruela traída por los españoles, que mermó drásticamente a los indios) hay una que parece decisiva: la compleja relación entre Moctezuma y Cortés.
Thomas arguye que luego del encuentro, Cortés discurrió la idea de "secuestrar" al tlatoani: Moctezuma gobernaría a los mexicas y Cortés gobernaría a Moctezuma. El concepto es útil para entender el vínculo de dependencia creciente, la "entrega del ser" y el desconcertante cariño que Moctezuma sintió frente a Cortés a quien -según Andrés de Tapia- llegó a "querer como a un hermano". Ayuda también a revelar las emociones de Cortés frente a su víctima: por un lado, desprecio (se llegó a referir a él como un "perro"); por otro, curiosidad, atención a su consejo (al pueblo hay que tratarlo no "por amor sino por temor") y hasta un extraño afecto fincado en las muchas horas que compartieron ya fuese en juegos de azar o en las pláticas de las que nos han llegado sólo tenues versiones. Aunque Thomas consigna el lento y tardío despertar de Moctezuma (se atreve a dudar, escucha a sus consejeros más radicales, no accede de buen grado al formal vasallaje del soberano español), piensa que Cortés "hipnotizó a Moctezuma hasta el final, particularmente cuando ya no podía depender de nadie". Una misteriosa convergencia los unió desde el primer momento: querían pensarse, descifrarse mutuamente. Antes de morir, Moctezuma le confió a sus hijas. Cortés cumplió su promesa: las protegió siempre, sobre todo a Doña Isabel, la hermosa y melancólica Tecuichpo, de quien tuvo una hija: Leonor Cortés.
"Secuestro" es la palabra justa, pero no sólo para explicar la estrategia de Cortés y la relación de mutuo amor-odio que entabló con Moctezuma, sino para describir la inmovilidad que aquel monarca absoluto, "excepcionalmente supersticioso aun para un mexicano", impuso a su pueblo sin que éste -preso a su vez de una ética cerrada a toda improvisación y de un paralizante respeto por su soberano absoluto- pudiera reaccionar. Porque antes que cautivo de Cortés, Moctezuma fue un cautivo de su propia osmogonía. Transfirió, regaló a los conquistadores la inseguridad de los mexicas frente a sus dioses, la insignificancia que sentían frente a ellos. ¿Cabe hablar del suicidio de la civilización azteca? El suicidio como sacrificio supremo, no como ofrenda ritual, es un acto de voluntad y supone al menos una vaga conciencia de la propia individualidad. Las decenas de miles de mexicas que tras la caída de Tenochtitlán se arrojaban junto con sus mujeres y niños a las acequias de la ciudad cometían, acaso, un primer acto trágico de apropiación de la cultura occidental: se suicidaban porque despertaban de la pesadilla cosmogónica a que los había reducido el secuestro de Moctezuma, y ese despertar les parecía intolerable. En 1910 Cortés había dejado de ser el "gran forajido" pero pocos comprendían la dimensión y la huella de su labor fundadora, aquella que se resumía en una frase del propio caudillo: "(México) es la pieza que hilé y tejí".
En sus Disertaciones sobre la historia de la República Mejicana, Lucas Alamán había hecho un recuento detallado de la importancia de Cortés como fundador. Equipara la conquista española de México con las conquistas imperiales de Roma, que "unió a todas las naciones conocidas bajo unas misma leyes, les dio una misma lengua, y la civilización se generalizó facilitándose el establecimiento del Cristianismo". En el recuento de Alamán, Cortés era ante todo un constructor: utilizando las piedras de los antiguos edificios indígenas, había ordenado la reconstrucción de la Ciudad de México ("será la más noble y populosa ciudad que haya en lo poblado del mundo", escribió) y fincado varias otras villas y ciudades; había enviado expediciones exitosas de conquista hacia los cuatro puntos cardinales; sus capitanes y soldados habían sometido al otro gran imperio de aquel tiempo (el tarasco, de Michoacán), vencido a otros doce señoríos y llegado hasta las actuales Guatemala y Honduras; desde su llegada a las costas, Cortés había implantado las formas españolas de gobierno local; había propiciado el arribo de doce franciscanos, émulos de los apóstoles, para evangelizar a los indios; había explorado la península de California; había reglamentado en detalle y paternalmente el trabajo personal de los indios; había castigado con la pena de muerte a los españoles que robaban a los indios; había respetado, por consejo de Moctezuma, las demarcaciones de sus pueblos y muchos de sus hábitos económicos y políticos; había establecido mesones entre México y Veracruz; había ordenado que los castellanos trajeran a sus mujeres y se asentaran permanentemente en las nuevas tierras; había enviado por vacas, puercos, ovejas, cabras, yeguas, a las islas de Cuba, La Española, Puerto Rico y Jamaica; había traído y sembrado cañas de azúcar, moreras, peras, seda, sarmientos y otras muchas plantas; había descubierto y explotado las primeras minas de oro y plata; había construido fortificaciones, cañones, buques; había procreado varios hijos mestizos que llevaban su apellido. Su idea fija era poblar el vasto y variado territorio que él mismo llamó Nueva España, proteger, "industrializar" y evangelizar a su población para evitar que le ocurriera lo que a las islas del Caribe que los españoles habían "esquilmado y destruido para después dejarlas".
Lo que se hizo en nuestro país en los tres años inmediatos a la Conquista -escribía Alamán- excede en mucho a lo que se ha verificado en los Estados Unidos, y atenidas todas las circunstancias, apenas parece posible que la actividad del hombre pueda llegar a tanto. Hace 150 años, Alamán era el administrador de los bienes del Duque de Monteleone, el sucesor de Cortés que vivía en Italia. A cargo de Alamán estaban no sólo algunas haciendas del antiguo Marquesado del Valle que Carlos V había otorgado al conquistador, sino también una de las más notables fundaciones personales de Cortés, que a tres siglos de su muerte no sólo se conservaba intacta sino que prosperaba: precisamente el Hospital de la Purísima Concepción de Jesús Nazareno. Toda la historia mexicana había pasado por las arcadas, los salones y los patios de aquel notable edificio, sin desviarlo de la misión que en su testamento le había confiado Cortés. En el siglo XVII, el científico y polígrafo Carlos de Sigüenza y Góngora lo celebraba como el mayor monumento a la piedad heroica del conquistador. Durante la época virreinal y el breve periodo de vida independiente, el Hospital se había ajustado a las ordenanzas personales de Cortés. "La asistencia de los enfermos -decía Alamán- es de tal manera esmerada, sea por la clase de los medicamentos que se usan, sea por los alimentos, que ningún particular de fortuna es mejor atendido en su propia casa". ¿Qué mejor prueba del sentido moral de la Conquista que esa empresa dedicada al socorro y caridad que el propio Prescott consideraba un milagro? En 1910, el Hospital seguía prestando sus servicios, pero pocos recordaban a su remoto fundador.
El encuentro entre Moctezuma y Cortés escenificado en las fiestas del Centenario fue, a fin de cuentas, un episodio fugaz de reconciliación. Porque meses después estallaría la Revolución Mexicana (1910-1920) cuya cauda popular, nacionalista, indigenista y campesina, reabrió la antigua herida: santificó a Cuauhtémoc y demonizó para siempre a Cortés.
En los años veinte, Diego Rivera pintó a un Cortés sifilítico y deforme al mando de una banda insaciable de esclavistas bendecidos por la Cruz. Con mayor sutileza, otro muralista, José Clemente Orozco, plasmó al Adán y a la Eva del México mestizo: las figuras poderosas y hieráticas de Cortés y su amante-traductora, la Malinche, con las manos enlazadas y, yaciendo a sus pies, el cuerpo de un indio muerto. A juicio de Octavio Paz, es la representación trágica del "mito negro" de Cortés, un mito no sólo estéril, también anacrónico, desintegrador y en última instancia falso: "Nos impide vernos en nuestro pasado y, sobre todo, impide la reconciliación de México con su otra mitad... Cortés debe ser restituido al sitio a que pertenece, con toda su grandeza y todos defectos, a la historia".
Es cuando menos improbable que la restitución que pide Octavio Paz alguna vez se lleve a cabo. Parece difícil que México se reconcilie con su otra mitad. No es que el mexicano mantenga abierta la herida. Es que la cicatriz ha quedado allí, indeleble, y los pensadores mexicanos han hecho poco por explicar su origen y su alcance, y menos aún por mostrar, con objetividad y equilibrio, el reverso de esa herida, la riquísima cultura que se construyó a partir de ella.
Si la dimensión constructora de Cortés ha permanecido borrosa, su dimensión propiamente mexicana sigue plenamente oculta. Nadie piensa en Cortés como el conquistador conquistado por la tierra, el clima, los frutos, las mujeres, los cielos de México. En la huerta de su casa en Castilleja de la Cuesta, donde en un día como hoy de 1547 murió amargado, endeudado y olvidado por el Rey, crecen aún árboles que daban una deliciosa fruta mexicana: el zapote negro. "Siempre tuve interés por saber los más secretos de estas partes que me fue posible", había escrito. Su palacio señorial de Cuernavaca, construido sobre una pirámide, tenía una colección de arte religioso indígena que muchos españoles consideraban impío pero que Cortés había apreciado y conservado "porque quería que estuvieran aquellas cosas de ídolos para memoria". En su testamento había pedido ser enterrado en Nueva España. Como narra apasionadamente José Luis Martínez, sus huesos volvieron en el siglo XVII, pero no al monasterio que Cortés tenía previsto sino para peregrinar por varias iglesias hasta llegar al escondite donde Alamán los había colocado, justamente en el Hospital de Jesús. Fueron redescubiertos en 1947, hace cincuenta años, y yacen junto al altar de la iglesia de Jesús, adjunta al Hospital de Jesús. Una pequeña placa recuerda su nombre. Nadie repara en ella.
El primer encuentro entre Cortés y Moctezuma había ocurrido precisamente allí, el 8 de noviembre de 1519. Cortés, "en agradecimiento", había ordenado la edificación del hospital. La representación de ese momento de fundación obedecía mejor a la verdad que la insistencia en la Conquista como una herida abierta, una violación que insaciablemente esperaba la venganza. Con toda su admirable heroicidad, Cuauhtémoc no había sido el fundador de la nacionalidad sino el emblema decimonónico de una patria que se defiende hasta la muerte del acoso exterior. Moctezuma, con toda su inseguridad, y Cortés, con su soberbia, eran quienes habían fundado la nueva nacionalidad mexicana en el instante mismo de su encuentro.
Ningún otro país del continente americano tendría un encuentro fundacional similar. Al margen de los mitos de su historia, México puede todavía enorgullecerse de él, porque de esa remota convergencia extrajo la riqueza cultural que en estos tiempos de incertidumbre, todavía nos sostiene.
El Ángel