El poder de la televisión
La televisión no tiene la facultad de gobernar, legislar, juzgar, mandar batallones. Pero tiene un poder acaso más preciado: la atención de millones de personas. Por eso, la pregunta interesante en nuestro tiempo es ¿cómo se puede o debe usar ese poder para beneficio de la sociedad? O, puesta en términos negativos, ¿cómo limitar ese poder para que no actúe en detrimento de ella? Los estados totalitarios tienen una respuesta sencilla: la estatización. Pero en los estados democráticos y liberales el problema, por fortuna, es más complejo.
Daniel Cosío Villegas creyó que el poder de la televisión podía usarse para fines de educación y cultura. Su Historia mínima de México fue, en el origen, un guion para televisión. Al final de su vida, apareció en varios programas comentando el escenario internacional. Octavio Paz creyó también en la posibilidad de orientar el poder de la televisión hacia la cultura: solía hacer un comentario en el noticiero 24 Horas de Jacobo Zabludovsky, y creó varios proyectos de alta calidad intelectual que tuvieron, además, un rating respetable: la serie Encuentros, México en la obra de Octavio Paz, el Encuentro Vuelta: La experiencia de la libertad. Luego de su muerte, muchos de quienes lo criticaban por aparecer en la televisión hicieron lo mismo que él. Por mi parte, nunca he dudado de que la televisión puede ser un espléndido vehículo de difusión histórica, como demostraron en su momento las telenovelas de Ernesto Alonso y Fausto Zerón Medina. La serie México Nuevo Siglo, que desde 1998 hasta hoy se ha trasmitido por el Canal 2, es —quiero pensar— otro ejemplo de que la televisión puede usarse con fines culturales.
Se dice que la vocación de la televisión es entretener. Puesto así el asunto parece sencillo, pero el problema reside en los contenidos. Los más violentos, degradantes, transgresivos o vacuos pueden ser «entretenidos», pero hacen un enorme daño a la sociedad. Por eso Karl Popper sostenía que, por la naturaleza de su «producto», la televisión requería de una reglamentación. Sería deseable —agregaba— que los medios electrónicos adoptaran públicamente un código autoimpuesto de ética, y crearan un instituto que emitiera licencias revocables en caso de violación. En el mismo sentido, también sería muy sano que la televisión privada mexicana tomara la iniciativa de abrir un debate crítico y autocrítico sobre todos sus contenidos, y explorara seriamente la manera de mejorarlos incorporando una nueva y verdadera creatividad.
En términos de responsabilidad cívica, sigo sosteniendo lo que escribí en «Para salir de Babel» (en mayo de 2004): «la televisión no ha estado a la altura de los tiempos [...] ha relegado uno de sus deberes fundamentales, sobre todo en un país atrasado y pobre como México: el deber de educar y formar opinión. La televisión podría ser un foro espléndido para que los actores de la vida pública y los ciudadanos en general (estudiantes, académicos, empresarios, militares, religiosos, obreros, campesinos) debatan (no sólo conversen) sobre los temas urgentes de nuestra agenda pública». En México, los debates pueden ser una gran escuela de tolerancia y civilidad.
Lo cual me lleva a la zona más delicada del poder de la televisión: su relación con el poder político. Durante los viejos tiempos del pri, la televisión no servía al público: servía al Poder Ejecutivo. En el sexenio de Zedillo, la situación comenzó a cambiar en un sentido de pluralidad democrática que se afianzó a partir del año 2000. Sólo la mezquindad puede negar que, desde entonces, la televisión privada mexicana abrió sus espacios informativos y de opinión a la oposición, en particular a la oposición de izquierda. (Un botón de muestra: en la elección presidencial en el 2006, el número de menciones en radio y televisión de la Coalición por el Bien de Todos, liderada por Andrés Manuel López Obrador, fue de 51 318; el pri 43 467 y el pan tuvo 39 243). Este proceso positivo de apertura se vio manchado —también es cierto— por hechos que significaban una contradictoria vuelta al pasado, como la cercanía con Los Pinos.
Pero más allá del desempeño de las televisoras en la transición democrática de México, es obvio que su lugar público no puede depender de su propia discrecionalidad: debe legislarse, y en efecto se ha legislado, una ley cuya constitucionalidad (objeto de la acción en esta materia) debate ahora mismo la Suprema Corte de Justicia. En nuestra transición democrática, el Poder Judicial ha debido ser el fiel de la balanza entre el Ejecutivo y el Legislativo, y ahora —si no hay imprevistos— debe pronunciarse en torno a la ley que engloba la radio, la televisión y las telecomunicaciones. Tratándose de un asunto tan importante, es encomiable que la ponencia de 546 páginas del ministro Sergio Salvador Aguirre Anguiano esté disponible en internet, y que la Corte se haya mostrado abierta para que el público y las instituciones opinen sobre el tema. Un viejo axioma reza que «la Constitución dice lo que la Corte dice que la Constitución dice». Así es y así debe seguir siendo.
La complejidad técnica y jurídica de la ley rebasa, por supuesto, mi reducida área de conocimiento. Creo en la libre competencia y espero que la sentencia de la Corte la fortalezca. No creo que las futuras licitaciones deban darse sólo con criterios económicos, sino con ponderaciones a la oferta cualitativa de los posibles concesionarios. Creo también en la necesidad de alentar tanto a los medios culturales independientes como a los comunitarios e indígenas, y espero que la Corte —como apunta la ponencia— declare inconstitucional esa omisión, y que el Legislativo la subsane.
Por otro lado, pienso que, al menos en un sentido, la Ley vigente significa un avance sobre la anterior: resta al presidente de la república la completa discrecionalidad en el dominio de las concesiones. Tal como está ahora, el Artículo 9-C establece que los comisionados de la Comisión Federal de Telecomunicaciones (Cofetel) serán nombrados por el presidente de la república, pasando por la «no objeción» del Senado, pero en el proyecto del ministro Aguirre Anguiano, el Artículo se considera inconstitucional porque «implica una invasión a las facultades del presidente». Se aduce que el Artículo 76 de la Constitución no otorga al Senado facultades para intervenir en el área de la Administración Pública Centralizada, cuyo dominio corresponde sólo al presidente y a cuya esfera pertenece la Cofetel. Independientemente de la sentencia inatacable que emita la Corte, creo que en el futuro sería sano que la Cofetel adquiriera autonomía respecto del Ejecutivo, haciendo intervenir a la representación nacional (es decir, al Senado) en el sentido de la «no objeción». Para ello, quizá bastaría que se legislara para la Cofetel un régimen de organismo descentralizado. La madurez democrática y republicana de México depende de la división y equilibrio de poderes, de todos los poderes.
Reforma
*Este texto apareció en el libro "Democracia en construcción, 2006-2016"