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El trauma nacionalista

La escena ocurrió en el departamento de Octavio Paz, durante la visita oficial de Jimmy Carter, en febrero de 1979. México vivía el delirio petrolero y López Portillo atravesaba el cenit de su presidencia imperial. Llegó eufórico y lenguaraz. "Vino hacia mí Carter -nos contó, reproduciendo con su puño y su quijada desafiante la epopeya que narraba- y en el momento en que le apreté la mano me dije: 'A éste ya me lo chingué!'". Se burlaba del "pobre" Carter, que mientras "pedía perdón" a los mexicanos en el Congreso sufría "la venganza de Moctezuma". ¡Qué perdón ni qué ocho cuartos! Ahora, con la nueva e inagotable riqueza petrolera, "administrando la abundancia", México vengaría la afrenta de 1847 (que él, como descendiente de una vieja familia criolla, vivía con un resentimiento contemporáneo). Sirvieron las copas y propuso un brindis: "¡Por la Reconquista!".

Conocemos el desenlace: el país se precipitó en una terrible crisis económica. El gobierno "se chingó" a sí mismo, y a los mexicanos. Los sueños de reconquista quedaron en vanas quimeras. La historia de ese desastre está en el libro de Gabriel Zaid: La economía presidencial, que recoge sus ensayos de la época, incluido uno de lectura obligada: "El presidente apostador". Había, en efecto, algo de gallero jalisciense en su afán de jugarse todas las divisas del país en el palenque petrolero, y perderlas. Y como "Jalisco nunca pierde, y si pierde arrebata", al llegar la del estribo no discurrió otra cosa que repetir el libreto nacionalista de 1938 y "nacionalizó" los bancos ... nacionales.

El nacionalismo ha sido una de las ideologías más poderosas y devastadoras desde el siglo XIX. En pocos países goza de la buena prensa que tiene en México. George Orwell -que detestaba el nacionalismo aún en la inocua variante del futbol- hizo la distinción entre patriotismo y nacionalismo: "Por patriotismo entiendo una devoción a un lugar particular o a una determinada forma de vida ... El nacionalismo, en cambio, es inseparable de la voluntad de poder". El nacionalista podía ser ofensivo o defensivo pero siempre ve "la vida en términos de victorias, derrotas, triunfos y humillaciones ...". Quien alimenta o padece esa visión exaltada y obsesiva de la historia -concluía Orwell- termina por desarrollar una "indiferencia a la realidad".

Es verdad que en el caso mexicano el nacionalismo tiene raíces profundas: la infame invasión de 1847 y la actitud, durante y después de la Revolución, de las compañías petroleras (amparadas por sus gobiernos), que se habían convertido en verdaderos "estados dentro del Estado". Con ese bagaje a cuestas, es natural que la expropiación de 1938 se haya vivido no sólo como una reivindicación económica sino como un resarcimiento de los agravios, una afirmación de dignidad mediante la cual se superaría el complejo de inferioridad que, apenas cuatro años antes, Samuel Ramos había identificado (en su libro El perfil del hombre y la cultura en México) como un componente central de nuestra cultura.

Por desgracia, el complejo no se superó. El sistema político priista alentó (en ceremonias, discursos, libros de texto) la persistencia de un nacionalismo defensivo y cerrado que se manifestó nuevamente en el revanchismo autolesivo de López Portillo. Y la misma actitud aparece ahora -en su variante defensiva- entre quienes siguen viendo el mundo de hoy (con sus realidades comerciales, con la emergencia de China y la India) como un campo bélico en el que nuestro único papel es resguardarnos del embate enemigo. Sólo una mentalidad así puede sostener que Pemex es "nuestro último motivo de orgullo".

La nacionalización petrolera debió ayudarnos a superar el trauma (para utilizar la terminología psicoanalítica propuesta por Ramos). Pero 75 años después seguimos fijos en el acto expropiatorio al que hemos dotado de una significación sagrada, como una epifanía en la que la Historia se consumó y se consumió, se reveló y se detuvo.

De prevalecer esa fijación nacionalista, ¿cuál sería la consecuencia? A corto plazo, sus partidarios celebrarían la derrota de la Reforma Energética como una segunda expropiación, pero las compañías petroleras seguirían tan tranquilas, perforando pozos en el resto del mundo que las acoge; y la opinión internacional volvería a pensar en México como un país extrañamente preso en los mitos de su historia, ajeno a la racionalidad económica, indiferente a las realidades del siglo XXI. A mediano plazo, podría precipitarse una crisis de inmensas proporciones causada por factores cuya probabilidad la oposición puede discutir pero no negar, entre ellos la imposibilidad (técnica, financiera) de Pemex de extraer cantidades significativas de petróleo de aguas profundas o la caída de la demanda mundial (vaticinada hace poco por The Economist). Si los yacimientos de energía se vuelven (como las orgullosas acereras de la URSS) monumentos arqueológicos a la irracionalidad, la oposición encarará una grave responsabilidad.

Supongamos que el patriotismo abierto y afirmativo se logra imponer (en las Cámaras legislativas y el ánimo popular) al nacionalismo cerrado y defensivo, y que la Reforma Energética se aprueba y produce los resultados anunciados. Las preguntas básicas quedan en el aire: ¿cómo asegurar que los contratos sean transparentes? ¿Cómo evitar posibles abusos? ¿Qué instancia los auditará? ¿Quién manejará los fondos que ingresen? ¿Cómo se va a impedir la corrupción, la ineficiencia y el despilfarro? ¿Cómo prever y evitar los daños a la ecología? Y sobre todo, ¿cómo garantizar que esa riqueza se invierta productivamente? ¿Cómo hacer que llegue a sus supuestos dueños, los mexicanos, sobre todo a los pobres? Es deber del gobierno y tarea de la oposición buscar la respuesta adecuada a esas preguntas.

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15 septiembre 2013