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Ellos y nosotros

En A orillas del Hudson (1918), Martín Luis Guzmán escribió: "Todavía no descubre México que no es por elección por lo que gravita en torno a los Estados Unidos sino por fatalidad material y que, así las cosas, ningún camino le es más ventajoso que el de gravitar lealmente... Los Estados Unidos, por su parte... no se percatan de que el primer paso entre los dos pueblos sólo se dará el día en que el norteamericano convenza al mexicano de que comprende sus males".

No hemos avanzado mucho desde entonces. En ciertos tramos del camino -los buenos tiempos de Dwight Morrow en Cuernavaca, la diplomacia "en mangas de camisa" de Josephus Daniels, la visita de Jacquie Kennedy y su esposo, la firma del TLC, el salvamento crediticio de Bill Clinton en 1995-, Estados Unidos intentó una política de comprensión hacia su distante vecino. Pero la pauta casi siempre fue de indiferencia, y lo sigue siendo. Antes del 11 de septiembre éramos sus mejores amigos; después de esa fecha oscura ocupamos el último lugar en su tabla de prioridades. Parte del problema reciente hay que achacarlo a nuestra diplomacia machista; pero en la cuenta larga de la historia, a pesar del peso económico y demográfico que tenemos en esa sociedad, seguimos siendo un país al que se le conoce poco y respeta menos.

El mexicano común, por su parte, se acerca más a la sana prescripción de Martín Luis. Ese mexicano (y mexicana, claro) no ama a sus vecinos, pero tampoco los odia. Piensa que el "gringo" es arrogante y, si se le pregunta, contestará que "quiere dominar al mundo", pero en el trato cotidiano su actitud -libre de ideología- es de normalidad: toma de la cultura estadounidense lo que le es útil y desecha lo que no le sirve. Esta actitud colectiva se ve perturbada, es verdad, por las vergonzosas y continuas muestras de racismo que los mexicanos padecen al traspasar la frontera.

El prejuicio que Guzmán deploró ha sido recurrente en círculos políticos e intelectuales de nuestra clase media, que permanecen anclados en un nacionalismo defensivo, pasivo, que se define no tanto como orgullo de lo propio, tampoco como voluntad de conquista del exterior (mercados, creaciones artísticas, obras intelectuales, logros diplomáticos), sino por su rechazo genérico al enemigo exterior, principalmente a "los gringos". En ese sector anidan aún los agravios de la historia: la malhadada Guerra del 47, que el mismísimo Ulises Grant -que participó en ella- calificó en sus memorias como "la más injusta", los atropellos yanquis en nuestro siglo XX (el asesinato de Madero, la ocupación de Veracruz, la "expedición punitiva", los amagos de invasión en los años veinte, etcétera...). Esta historia -desdichada y desigual- no se puede olvidar, pero tampoco debería normar nuestra conducta en el siglo XXI.

Ahora la pregunta clave es: ¿cómo queremos recordar la historia? Porque, para ser justos, habría que recordar también la otra mitad de la historia: la responsabilidad que nos corresponde en nuestros pavorosos problemas. Culpar -como criticaba Edmundo O'Gorman- al "big bad wolf" gringo de todos esos males es echar una cortina de humo sobre la realidad. Y hay otra parte más de la historia (que, por mezquindad, tampoco se menciona) y consiste en ponderar los beneficios tangibles (inversiones, industrias, créditos, importaciones, empleos) que México ha obtenido y sigue obteniendo gracias a la vecindad con Estados Unidos.

Nuestra frontera no ha sido la más conflictiva de la historia. Basta recorrer el mapa europeo, el de Medio Oriente o el asiático para advertir la desmesura de ese lugar común. El Río Bravo delimita dos países con una profunda asimetría, pero hay distintos modos de verla. El mexicano que emigra no ve la frontera como una cicatriz sino como una oportunidad (no querida) para una vida que, por desgracia, no puede edificar en su patria. Ese mexicano no se guía por los traumas (justificados o no) de la historia, y en su vida cotidiana no tiene lugar ni tiempo para los mitos. Y muchos mexicanos piensan igual: el ejidatario exportador de aguacates, el anciano campesino que espera las remesas de sus hijos, la obrera que sufre el cierre de las maquiladoras, el empresario globalizado. A todos ellos daña la persistencia irracional del antiyanquismo prohijado por el sector de clase media que, a la primera oportunidad, truena contra los "pinches gringos" pero, acto seguido, va y viene por las universidades, las ciudades y los malls de "Gringolandia". ¿Ambivalencia o esquizofrenia?

Necesitamos curarnos de esa esquizofrenia. Aprender a cabildear en los niveles estatales y federales del gobierno estadounidense. Explotar con inteligencia, en la prensa y los medios masivos, la presencia hispana en el vecino del norte. Propiciar un mayor acercamiento en ámbitos culturales y académicos. Replantear el nacionalismo en términos positivos, como hacen muchas empresas exportadoras o compañías que compiten en el mercado global, y como hacen también varios artistas, científicos, empresarios, deportistas que se han atrevido a pisar fuerte en los foros de ese país. Ese es el modo leal de gravitar en torno a Estados Unidos. Ellos deberían comprendernos, pero nosotros debemos hacernos comprender.

Reforma

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12 octubre 2003