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El error de septiembre

Ocurrió en tiempos remotos, casi inmemoriales, en los últimos días de la era AS11 (antes de septiembre 11). Los Estados Unidos y México, vecinos distantes, no sólo se acercaban a través de sus respectivos poderes, no sólo refrendaban la sociedad económica que habían pactado en el Tratado de Libre Comercio, sino que se reconocían mutuamente como amigos. "Para los Estados Unidos -dijo Bush aquella soleada mañana de septiembre, luego de las salvas y los desfiles- no hay país más importante que México". Fox, por su parte, comenzó a revertir desde su primer discurso una larga tradición de diplomacia pasiva: habló fuerte sobre los temas bilaterales, en especial sobre la necesidad de una amnistía integral para los inmigrantes. La prensa norteamericana acogió de buen grado la actitud afirmativa de México. Sectores y personajes influyentes de la administración veían con buenos ojos el avance de las negociaciones. Por la noche, Bush echó la casa (Blanca) por la ventana: cena de gala, discursos cálidos y espontáneos, concierto y baile, fuegos pirotécnicos sobre el Potomac. Al día siguiente, Fox pronunció un discurso memorable ante el Congreso que lo aplaudió con una unanimidad sin precedentes. Si no la apoteosis, era -es decir, parecía- el momento cumbre de una amistad que ambos países, distanciados por la historia pero vinculados estrechamente por la geografía, la economía y los flujos migratorios, necesitaban.

Todo aquello, si no recuerdo mal, sucedió de miércoles a jueves. Hubo ecos en la prensa del domingo 9, mucho más importantes que una noticia perdida en CNN: el comandante Massoud, jefe de las guerrillas contrarias al gobierno Talibán, había sido asesinado, presuntamente, por orden de Osama bin Laden. Nadie prestó mayor caso. Dos días más tarde (S11) el mundo cambió.

Regresé a México una semana después, tras haber presenciado ambos episodios. En esos días posteriores al drama el mundo entero estaba en estado de shock, pero poco a poco comenzó a reaccionar. Las muestras de condolencia se sucedieron una tras otra, incluida la de Cuba, pero algunos gobernantes intuyeron que era necesario hacer algo más. El gobierno socialista de Chile (a pesar del recuerdo de aquel otro 11 de septiembre, el golpe contra Allende, no ajeno a la historia norteamericana) canceló la fiesta nacional. Y en un golpe mediático (y preventivo) de genio, Arafat se fotografió donando sangre para las víctimas.

Pasó la segunda semana DS11, tan interminable como las que la han seguido. De pronto, en medios internacionales respetados (The Economist, por ejemplo) una pregunta comenzó a circular: ¿dónde está México? El país con el que México sostiene más del 75% de su comercio, el vecino que aloja a 20 millones de sus habitantes que envían remesas a sus familiares por un valor mayor que el ingreso por turismo, había sufrido el golpe histórico más profundo desde su guerra de secesión. En ese momento axial se necesitaba un gesto mediático de solidaridad con el pueblo de Estados Unidos: una viaje relámpago a Nueva York (como hizo Blair), una veladora en la Embajada, algo más que una llamada telefónica o una declaración. No lo hubo.

Que un sector de la prensa haya manejado las noticias revirtiendo ideológicamente el drama y culpando a los Estados Unidos, es comprensible: así lo ha hecho siempre, estuvo con Stalin o con Hitler. Que esa distorsión ideológica implique una velada o abierta justificación del terrorismo no les importa. Lo que resulta menos comprensible es la reacción tibia y tardía del Ejecutivo. ¿Por qué la reticencia? Corren varias explicaciones: por la querella interna en el gabinete, por el temor de que un apoyo abierto a Estados Unidos retrasara o nulificara el pacto político que se fraguaba, por temor a una baja de popularidad. Ninguna de esas explicaciones parece razonable. Aunque el antiyanquismo es más arraigado de lo que algunos pensábamos AS11, no es un sentimiento popular sino una actitud ideológica, justificada por la difícil relación histórica entre los dos países y arraigada a través de la educación. El tema merece, ahora más que nunca, un debate profundo porque las elites políticas e intelectuales (beneficiarias, en no pequeña medida, de los Estados Unidos) parecen abogar por revertir la relación que se ha establecido entre los dos países desde hace 10 años. Pero lo cierto es que el mexicano común y corriente no dedica su tiempo a detestar a los gringos y tiene con aquella cultura una relación funcional: toma, si puede, lo que necesita (jeans, trabajo, modas) y desecha lo que no le sirve (comida, religiosidad, individualismo). A este mexicano no ideologizado le impresionó genuinamente el ataque de S11 y el presidente Fox -popular entre la tropa- hubiese podido galvanizar el ánimo público hacia ese gesto de simpatía que hacía falta con el pueblo norteamericano. Le faltó instinto político, le faltó leer los tiempos y las oportunidades, le faltó escuchar menos a las voces contrarias que lo asesoran y oír más el impulso natural del corazón: preguntarse cómo, en circunstancias similares, le hubiese gustado que Estados Unidos reaccionara con respecto a México.

Pero si la actitud del Poder Ejecutivo fue insuficiente, la del Legislativo fue lamentable. El Congreso exhibió, por partida triple, su pobreza de argumentación, su falta de sentido práctico, y sus malas pasiones. Un palenque ideológico, no un recinto parlamentario. El PAN (que abogó por la neutralidad en la Segunda Guerra y vergonzosamente coqueteó -al menos en sus sectores más reaccionarios- con Hitler) desempolvó sus viejas, viejísimas tesis conservadoras, antiliberales, como si los Estados Unidos de hoy fueran los de Polk en 1847. El PRI, no faltaba más, sacó a relucir su férreo nacionalismo revolucionario, ese mismo que durante los terremotos del 85 los llevó a rechazar la ayuda gringa porque "no se necesitaba". Y el PRD, para cerrar la pinza, no tuvo necesidad de desempolvar nada sino de ser fiel a su espejo diario. Porque para desgracia de nuestra frágil democracia, la izquierda partidaria -kamikaze electoral- sigue cómodamente fija en esquemas de la Guerra Fría, es buena para levantar los puños y hacer manifestaciones pero torpe, muy torpe para gobernar eficaz y responsablemente.

Quizá exagero en mi apreciación y las apariciones de Fox DS11 (en Nueva York, en CNN) hayan sido suficientes para disminuir el riesgo de la omisión. Mi impresión, sin embargo, es que el error de septiembre nos va a costar en el futuro. Nadie sabe, por supuesto, qué ocurrirá en la presente guerra. Si algunos escenarios macabros se cumplen (la talibanización de Arabia Saudita, por ejemplo), la presión sobre nuestro petróleo será fuertísima. ¿Hemos reflexionado sobre sus consecuencias? Si, como parece más probable, los Estados Unidos doblegan finalmente a los Talibanes (aunque fracasen en cazar a Bin Laden y en controlar la globalización del terrorismo), llegará una normalización relativa, y harán cuentas. No habrá sanciones ni tendría por qué haberlas, pero tampoco convenios como los que se veían cerca AS11, y no sólo por el cambio de las condiciones objetivas (la seguridad sobre la libertad en todos los ámbitos, incluido el de las fronteras) sino por el recuerdo de S11. Habrá resentimiento: vago y difuso en el mejor de los casos, activo, xenofóbico y peligroso si se vuelve parte de la conciencia pública.

Adviértase que este no es sólo un alegato moral sino sobre todo político. Esta guerra nos atañe y compromete porque somos vecinos y socios, y por la complejísima madeja de nuestras relaciones económicas, entramado nada ideológico y sí muy concreto que dramáticamente involucra la vida diaria de decenas de millones de mexicanos de este y del otro lado. Por eso y por ellos, es necesario atenuar o prevenir el efecto posible del error de septiembre mediante una diplomacia activa como la que se venía desplegando. Hoy los márgenes son mucho más estrechos, pero existen. No podemos incursionar en Afganistán y atrapar a Bin Laden, ni mediar entre palestinos e israelíes o convertir a Hussein al Cristianismo. Pero hay caminos abiertos: apoyos de información, una vigilancia fronteriza que dé resultados. Y si de imaginar se trata, sobre todo en esta época en que todo parece posible, por qué no aprovechar la concentración de Estados Unidos en Oriente e intentar un puente de plata diplomático de Estados Unidos con el mayor antinorteamericano del siglo XX, el temido líder que hacía temblar al Pentágono en los sesenta pero que junto a Bin Laden resulta un lord inglés. Fidel Castro ha dado muestras de genuino rechazo al atentado. Sabe, como Lenin, que el terrorismo no ayuda a la revolución; cree quizá, como Marx, que "la religión es el opio del pueblo"; y entiende, sobre todo, que el socialismo (utópico, fracasado, posible, imposible) es, a fin de cuentas, una idea occidental.

México hoy parece estar lejos de la guerra. La prensa da noticias en las páginas interiores. Se venden máscaras y camisetas de Bin Laden. Pero esta guerra afectará (afecta ya) negativamente la vida mexicana como ninguna otra del siglo XX. Los Estados Unidos concentrarán sus energías en el Oriente (no sólo militares sino políticas, económicas, hasta académicas) y relegarán al subcontinente americano. México tiene la ventaja relativa de su sociedad y su vecindad pero sufrirá el mismo proceso. Dependerá de nuestra imaginación, claridad e inteligencia atenuar esa relegación y aun modificarla en nuestro provecho, defendiendo de paso (si se es cínico) o de fondo (si se actúa con sentido moral) los valores cardinales de la civilización occidental.

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28 septiembre 2001