Errores pasados, derechos futuros
Los terremotos políticos, igual que los naturales, sobrevienen en pareja. En México tenemos mucha experiencia con esos fenómenos. El 10 de junio de 1971 me tocó asistir al segundo movimiento de la represión de estudiantes de 1968. Desde la azotea de un edificio donde providencialmente me había refugiado con un amigo observé la escena. Una turba de jóvenes armados con varas de kendo avanzaba con paso marcial por la amplia calzada al grito de "Arriba el Che Guevara". Era obvio que no eran estudiantes. Pertenecían a un cuerpo paramilitar denominado Los Halcones, adiestrado por el Gobierno para la ocasión. Vimos cómo se abalanzaban sobre la pacífica multitud, golpeaban y apresaban a los estudiantes. En una calle paralela, a punta de macana y cachazos, los metían en autos privados y ambulancias. ¿Cuál había sido su destino? La balacera duró al menos dos horas. Aunque fue menor que la de Tlatelolco, nunca se conoció la cifra de muertos. Fingiendo consternación, el presidente Luis Echeverría habló esa misma noche en la televisión para prometer una investigación "caiga quien caiga". A los pocos días, cesó a dos funcionarios y la prometida indagación nunca vio la luz. Años más tarde, el semanario Proceso, dirigido por Julio Scherer, documentó el porqué: Echeverría mismo había orquestado la matanza.
Visto a la distancia, aquel doble terremoto fue el principio del fin para la hegemonía del PRI. Nacido en 1929, sólo por excepción había acudido a métodos represivos. El PRI era (y en parte sigue siendo) más que un partido: una corporación política sui géneris que ofrecía dinero, puestos, empleos, prebendas, a cambio de lo que el crítico Gabriel Zaid llamó "paquetes de obediencia política". Desde los años treinta (a semejanza de los partidos fascistas) había afiliado a las principales organizaciones obreras, campesinas y profesionales de clase media. Las elecciones federales, estatales y municipales se llevaban a cabo puntualmente, pero la maquinaria de propaganda, cooptación, fraude (y eventual represión) del PRI, aseguraba el triunfo permanente, lo que por décadas se llamó "carro completo". En la cúspide de la pirámide, un presidente imperaba con poder absoluto, total impunidad y acceso irrestricto a los fondos públicos; pero sólo por seis años, al cabo de los cuales designaba a su sucesor, que a cambio le otorgaba inmunidad vitalicia. El "sistema político mexicano" (que así se llamaba el extraño animal histórico) contaba además, como el partido comunista soviético, con un rico arsenal ideológico: provenía de una revolución social hecha "por y para el pueblo". Se proclamaba heredero de Emiliano Zapata y Pancho Villa. Y sus logros, hay que admitirlo, no eran desdeñables: había llevado a cabo una vasta reforma agraria, creado instituciones de seguridad social, ampliado la cobertura educativa y propiciado cuatro décadas de crecimiento económico con estabilidad política. Pero después de aquel doble terremoto, "el sistema" -esencialmente corrupto y corruptor- comenzó a quebrar por la vía financiera. Fue entonces cuando se pensó en una salida posible: ¿por qué no intentar la democracia?
En su campaña de 2000, Vicente Fox utilizó sagazmente el recuerdo de la represión de 1968 y 1971, y de su secuela: la guerra sucia entre el Ejército y los estudiantes, que a raíz de la represión se convirtieron en guerrilleros. (Por cierto, a menudo se olvida que secuestraron y asesinaron profesores universitarios como el filósofo Hugo Margáin y empresarios como don Eugenio Garza Sada, el patriarca industrial de Monterrey). El ciclo de violencia concluyó a fines de los setenta con una amnistía, a la que se acogieron los residuos de la guerrilla, salvo grupos irreductibles que prefirieron remontarse a la sierra de Chiapas, como el futuro subcomandante Marcos. Fox prometió esclarecer todos los hechos: el 68, el 71 y la guerra sucia. No está claro si esas promesas le ganaron votos. La izquierda, principal agraviada de aquellos hechos, tenía su propio candidato, Cuauhtémoc Cárdenas.
Tras su triunfo, Fox tenía frente a sí dos opciones. Establecer una "comisión de la verdad" o nombrar un fiscal especial. Escogió la segunda vía, con buenas razones. Por una parte, y con todo lo lamentable que había sido, el ciclo de violencia mexicano no era comparable en absoluto al saldo sangriento de los gobiernos militares en Chile y Argentina (decenas de miles de muertos y desaparecidos), con el régimen de apartheid en Suráfrica o la matanza sistemática de indígenas en Guatemala. Por otro lado, tenía todo el sentido fortalecer al Poder Judicial, cuya frágil independencia se había comenzado a fincar (igual que la instauración de un instituto electoral autónomo) en la gestión presidencial de Ernesto Zedillo.
Tras dos años y medio, el fiscal especial consignó el expediente a un juez, bajo el extravagante cargo de "genocidio". Al parecer, bajo la legislación vigente en México, no había otra vía para evitar la prescripción del caso. Dos días más tarde, en ejercicio de su poder autónomo, el juez denegó la formal prisión. El asunto está abierto a otras instancias. Si llegara a la Suprema Corte de Justicia, es improbable que conduzca a la prisión del ex presidente, quien por lo demás vive una muerte civil, caminando en los jardines de su casa. El repudio hacia su Administración se ha agudizado en la medida en que las generaciones jóvenes han tenido acceso a la verdad.
¿Justicia denegada? No exactamente. México ha ganado algunas cosas en el trayecto. Para empezar, el fin de la inmunidad presidencial. Si un presidente enjuicia a un ex presidente, establece la posibilidad de ser él mismo juzgado en su caso. La amplia difusión pública que se le ha dado a los hechos (fruto de la libertad de expresión que no existía en tiempos de Echeverría) es un logro más. Quienquiera que desee ampliar la investigación, escribir libros o hacer documentales sobre el tema cuenta ahora con un acervo riquísimo.
Y el Poder Judicial se ha fortalecido, dato de la mayor importancia en todo momento, pero sobre todo en el contexto político actual, cuando el Ejecutivo y el Legislativo están por encontrar todavía formas maduras y respetuosas de convivencia y negociación.
Pero "aún sigue el PRI", podría decirse. Bueno, sí y no. Si por PRI se entiende el viejo "sistema político", la realidad es que ha desaparecido en aspectos centrales: se acabó la omnipotencia, impunidad e inmunidad del presidente; el uso discrecional de los fondos públicos como patrimonio privado; el fraude electoral; el control sobre los medios, la prensa, el Poder Legislativo y Judicial.
Por otra parte, el PRI tiene en su seno un ala de políticos reformistas que buscan una genuina modernización del partido. Pero no hay duda de que "el viejo PRI" sobrevive. Cuenta todavía con un voto duro de millones de personas acostumbradas a su paraguas protector, conserva buena parte de su estructura sindical corporativa, es muy fuerte en zonas rurales, y algunos de sus caciques mantienen ligas con la mafia de la droga y el crimen organizado. Para colmo, otra parte del viejo PRI tomó refugio desde hace años en el PRD, y desde allí busca reconstituir sus estructuras sobre una ideología rabiosamente adversa al libre mercado y quizá propensa a un liderazgo populista.
México no puede simplemente "enterrar" al viejo PRI. Pero a través de la democracia y la transparencia pública, puede seguir desmontando las estructuras corporativas, las redes de corrupción y la mentalidad paternalista.
El mejor camino es fortalecer la autonomía del Poder Judicial y la libertad de prensa, justamente los poderes que han salido victoriosos del proceso a Luis Echeverría. Al margen de sus abismales problemas, México es un país lo suficientemente grande y sólido como para salir adelante sin voltear demasiado hacia los agravios del pasado.
Publicado en El País, 20 de agosto de 2004.