Cuando la fe sirve a la democracia
Con el grave tono de un profeta bíblico, Sicilia ha fustigado a los poderes públicos y les ha exigido que pidan perdón a la ciudadanía por su cuota de responsabilidad en lo que, con razón, ha llamado "la emergencia nacional". Y los poderes, con matices, han pedido perdón. En el Alcázar de Chapultepec, sus palabras a los diputados y senadores caían una a una con un peso inesperado, inaudito, horadando las conciencias:
En nombre de una equivocada idea del gobierno, se han alejado de nosotros: no escuchan los ritmos y latidos del corazón de la patria y pretenden, junto con los criminales y los otros poderes fácticos, secuestrar las aspiraciones democráticas y la esperanza de bienestar de la Nación... Sus recintos, el recién inaugurado del senado y la cámara de diputados, son la expresión arquitectónica de su aislamiento. Búnker de un poder que prefiere darle la espalda a los ciudadanos y contemplarse en el espejo de sus ambiciones, traducidas en parálisis legislativa y en manipulación política que convierte los procesos electorales en un gran negocio para unos cuantos y en juego cruel de ilusiones para los ciudadanos.
Y el poder Legislativo, con matices, se comprometió a cambiar (esperemos que no falte a su palabra de revisar a conciencia la Ley de Seguridad Nacional).
No se trata de una representación teatral sino de un drama verdadero. En su mensaje -producto del dolor propio y colectivo, y resultado de su fe- hay ecos del antiguo profetismo: sensibilidad al mal y la injusticia; indignación, agitación, angustia por los caminos equivocados de la sociedad. Las palabras braman, queman, vuelven a ser la "filosa espada" de Isaías o la doliente lamentación de Jeremías.
La convergencia entre religión y poder ha sido siempre desastrosa, pero Sicilia no confunde esos ámbitos. Sabe que la religión en el poder es la teocracia. Sabe también que la religión que busca imponer sus dogmas al poder conduce a la intolerancia. Y entiende los problemas del redentorismo político, esa malformación religiosa en el cuerpo civil de la política que postula el advenimiento del hombre providencial cuya pureza resolverá, de una buena vez, los problemas de su país o el orden injusto de su sociedad. Esa superstición sacrificó ayer a generaciones de jóvenes idealistas, y hoy subyuga y envilece a muchos ciudadanos latinoamericanos.
Sicilia y el Movimiento que encabeza no encajan en esas categorías. A su paso, es verdad, la gente lo abraza y llora, le cuelga cruces y escapularios, le manda cartas y peticiones, le dedica ruegos y oraciones. Pero Sicilia no representa a la Iglesia, no busca imponer los dogmas de su fe, no se cree redentor político. Sicilia (hay que entenderlo) es un anarquista cristiano opuesto por principio al poder, a los poderes. Su poder reside en no buscar el poder. Y su poder reside en buscar acotar al poder, vigilarlo, criticarlo, llamarlo a cuentas.
Es sabido que por muchos años Sicilia ha apoyado al Movimiento Zapatista y hasta hoy manifiesta su exigencia de que se honren los olvidados Acuerdos de San Andrés. Su actitud presente arroja una nueva luz sobre el significado histórico del zapatismo. Aquel movimiento (al que Samuel Ruiz inspiró un aliento profético) representó fugazmente un desafío armado pero muy pronto tomó un sentido cívico, con dos resultados que nos hicieron crecer como nación: nos recordó la postración de los indígenas y catalizó el cambio democrático. Sin aquel improbable estallido del 1 de enero de 1994, aún la magra atención que se presta ahora a los indígenas sería inexistente; y sin el EZLN no hubiese habido (o se hubiera retrasado largos años) la transición democrática.
La misión y la significación de Javier Sicilia es similar. El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad tiene una impregnación religiosa pero sus propuestas -como se demostró el 28 de julio en Chapultepec- son absolutamente terrenales, prácticas y, en general, sensatas. Su mayor logro sería alcanzar el consenso nacional en los temas que específicamente le competen, como el combate a la violencia y la inseguridad . Para ello debe compaginar sus ideas y posturas (ampliamente respaldadas por los ciudadanos) con la necesidad elemental del Estado (de todo Estado), que es recobrar el monopolio legítimo de la violencia en el territorio mexicano.
Algunos sectores piensan que Sicilia representa un ingenuo pacifismo frente a la hidra criminal que amenaza con volver a México un Estado fallido o un Narco estado. "No hay camino para la paz, la paz es el camino", ha dicho Sicilia citando a Gandhi, pero es ciertamente improbable que las bandas criminales se conmuevan ante esa prédica. "Ya no son humanos", ha dicho, refiriéndose a los asesinos de su hijo. Pero Sicilia se debe a sí mismo una reflexión moral y una decisión práctica sobre esos "no humanos".
Dicho todo lo cual, no hay duda de que lo logrado hasta aquí es extraordinario. El liderazgo cívico construido en sólo cuatro meses no tiene precedente. México necesitaba un Movimiento por la Paz con raigambre religiosa que removiera las conciencias para fortalecer la democracia, y lo encontró. Un milagro cívico.
Reforma