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Guerrero: los machetes o los libros

Este año se cumple el centenario de un guerrerense ilustre: Alberto Vásquez del Mercado. Murió en el olvido. Fue uno de los "Siete Sabios'', publicó en 1914 la primera Antología de la Poesía Mexicana, ocupó puestos importantes en la administración obregonista, puso en marcha las primeras Juntas de Conciliación y Arbitraje en el Distrito Federal y participó activamente en la campaña vasconcelista, pero su verdadera contribución histórica pertenece a un ámbito distinto: el de la cultura y la moral jurídicas.

Vásquez del Mercado ha sido el único Magistrado de la Suprema Corte de Justicia que ha renunciado a su cargo en la historia contemporánea de México. Lo hizo como protesta a una intromisión del Ejecutivo en el ámbito del Poder Judicial.

A partir de los años 30s se dedicó a publicar de su peculio las obras más importantes del derecho europeo.

Su Revista de Derecho y Jurisprudencia, sus traducciones y, sobre todo, el "inmediato magisterio de su presencia'' (como diría Borges de Pedro Henríquez Ureña, maestro de Vásquez del Mercado) formaron a varias generaciones de abogados. Basta recordar a su discípulo preferido para entender la dimensión del maestro: ese hombre leal, inteligente y bueno que fue Jorge Barrera Graf.

Entre 1974 y 1979 tuve la fortuna de conversar muchas veces con Vásquez del Mercado. Lo obsedían dos heridas: la falta de justicia en México y la incivilidad de su Estado natal.

Solía abordar este tema desde la geografía física y humana: sierras cortadas por innumerables barrancas, cañadas, fallas geológicas; lechos de ríos sin agua, ríos de piedras; montañas de maleza agreste, intaspasable, hogar de indígenas mixtecos, nahuas y tlapanecos que hasta 1963 supieron lo que era una carretera; una Tierra Caliente infernal, vecina a Michoacán, y con los mismos problemas de altísima criminalidad; costas chicas y grandes habitadas, en una medida importante, por los descendientes de los negros que durante la Colonia habían logrado escapar de las plantaciones azucareras aledañas.

A la geografía seguía la historia. Sobre una base demográfica escasa y dispersa, la evangelización en el actual Estado de Guerrero había sido más tenue que en otros sitios de México.

El establecimiento tardío del Obispado de Chilapa (1817), no pudo realizar ya la aculturación plena que los frailes franciscanos, agustinos, dominicos, jesuitas, o los sacerdotes seglares, habían logrado en el corazón de Michoacán, Puebla o Oaxaca.

A fines del siglo XVIII, un oficial de la Corona sostenía que los habitantes de la zona "son muy insolentes, atrevidos, groseros y llenos de defectos; no tienen residencia fija, ni reducción de pueblos, ni formalidades de república, ni sociedad civil... En 12 años que he tenido el encargo de recaudar alcabalas, ni con auxilio de las justicias, ni de ningún otro modo pude cobrar ese real derecho''.

No es casual recordaba el jurista que aquel fuese un teatro principal de la Guerra de Independencia. De ella provenían los rancheros mestizos que integraron el eficaz ejército de Morelos: los Bravo, los Galeana, el propio Vicente Guerrero. Las batallas más importantes de Morelos se libraron dentro de un perímetro que amplía un tanto al estado actual de Guerrero (Oaxaca, Cuautla, Valladolid) pero que en esencia lo contiene. En Acapulco logró Morelos un primer gran triunfo y en Chilpancingo la instauración del primer Congreso Constituyente.

A diferencia del Ejército de Hidalgo, integrado fundamentalmente por indios, en las tropas de Morelos había un predominio de negros y castas, es decir, de los parias de la Colonia.

La Guerra insurgente de Morelos fue el bautizo histórico de ese territorio. El bautizo marcó su destino. En las montañas que con el tiempo llevarían su nombre, libró Guerrero entre 1815 y 1821 su guerra de guerrillas. Cerca de allí ocurrió su encuentro con Iturbide y el nuevo incendio que un decenio más tarde lo llevaría, primero al poder, y luego a la muerte.

Su heredero sería un joven lugarteniente, Juan Álvarez, el célebre cacique, la "Pantera del Sur'', de los "Breñales del Sur''.

Durante los años 30s y 40s mantuvo una intermitente querella armada contra su paisano Nicolás Bravo y los gobiernos del centro. A pesar de ser él mismo un próspero hacendado, el "Tata Juan'' entendía los agravios de los indios y los pueblos en contra de las haciendas y llegó a defenderlos con la pluma y con la espada. Representaba un presagio del zapatismo a mediados del siglo XIX.

Con estos antecedentes, apenas sorprende que la caída de Santa Anna se fraguara en Guerrero y que sus caudillos fuesen tres guerrerenses: dos nativos (el propio Álvarez y Florencio Villarreal) y uno adoptivo (Ignacio Comonfort, administrador de la Aduana de Acapulco, avecindado por muchos años en Tlapa y administrador de la Aduana de Acapulco).

Diego Álvarez heredó el cacicazgo de su padre, pero no su poder incontestado. Durante el Porfiriato, Guerrero fue un estado particularmente revuelto. Hubo varias rebeliones y un relevo continuo de generales en el Gobierno. La Revolución prendió muy pronto en Guerrero. Antes de Zapata, los caudillos del antirreeleccionismo en el Sur fueron los hombres fuertes de Huitzuco: Ambrosio, Rómulo y Francisco Figueroa.

Entre 1912 y 1919, la zona fue una retaguardia zapatista. Al concluir el ciclo, en 1920, la Legislatura de Guerrero en la que figuraba uno de los "Siete Sabios'', Teófilo Oléa y Leyva fue de las primeras en desconocer a Carranza y acoger a Obregón. Aunque Vásquez del Mercado conocía como nadie y como nadie se enorgullecía de la tradición insurgente, liberal y revolucionaria de su estado, negaba toda legitimidad moral, histórica y jurídica a la violencia interna después de 1920. Para entender su actitud me remitió a un diccionario histórico y geográfico escrito por un ex-Gobernador, Héctor F. López, que había intentado sin éxito una reforma a la Ley del Municipio Libre.

Lo leí no sólo con interés sino con estupor: casi cada página contenía una historia macabra de violencia política o una querella sangrienta entre Montescos y Capuletos. La historia política de Guerrero era una secuela de despojos, golpes, desafueros, desconocimientos, derrocamientos, divisiones dirimidas a balazos, asesinatos.

Desde el 27 octubre de 1849, fecha en que se erigió el Estado de Guerrero, hasta el año de 1942 en que López publicaba su libro, solamente un gobernador había terminado su período constitucional: Rodolfo Neri. De entonces para acá lamentaba el jurista las cosas no han cambiado mucho: Guerrero ha vivido entre el cacicazgo y el machete.

A principio de los 70s la atávica violencia había encontrado un nuevo cauce ideológico en la guerrilla de Genaro Vázquez Rojas y Lucio Cabañas.

Frente a esa detestable supervivencia caciquil y guerrillera, Vásquez del Mercado vindicaba la otra tradición de su tierra: la tradición de la cultura.

"A principios de siglo apuntaba los jóvenes de Chilpancingo leíamos a Menéndez Pelayo y peregrinábamos hasta Chilapa para tener acceso a la buena biblioteca del Obispado''.

Vásquez se sentía heredero de Altamirano nacido en Tixtla y hacía el moroso recuento de los grandes abogados, médicos e ingenieros que había dado su región.

Vásquez sabía que Guerrero era el estado más bronco de la República y por eso dedicó su vida a revertir ese destino, a acentuar las posibilidades cívicas y republicanas del País.

Su último gesto fue donar su maravillosa biblioteca literaria y jurídica a su natal Chilpancingo. Allí sigue o se apolilla quizá, sin que los Figueroa, los Salgado, los Urióstegui se hayan enterado de su existencia.

En su discurso final a los maestros como Ministro de Educación (1924), José Vasconcelos incluyó un epígrafe de Melchor Ocampo que le dictó al oído Vásquez del Mercado: "¿Cuándo se respetará más al hombre que enseña que al hombre que mata?''. Este país no puede admitir ya la fijación violenta del puñado de hombres que matan o hablan de matar, guerrerenses que desde el poder o contra el poder sueñan con "la vía de las armas''. Hay más armas de alto calibre en Guerrero que pitahayas en sus campos. Respetando la libertad política y municipal, es necesario afrontar esa situación mediante "la vía de las obras'': obras materiales, culturales y jurídicas. A estas alturas de la Historia y de su historia, es hora de que los guerrerenses respondan a la pregunta de Ocampo con una palabra definitiva: ahora.

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