Interacciones históricas
Memorial. No pidamos peras al olmo: pasarán años antes de contar con discos compactados o cassetes en las escuelas, no por su costo (proporcionalmente son baratísimos) sino porque a ninguna autoridad se le ocurrirá que la letra con imagen entra.
En la era de los procesos Interactivos capaces de almacenar en un disco compacto la Enciclopedia Británica con todo e ilustraciones tridimensionales, gráficas móviles, sonidos sinfónicos (y muy pronto, quizá, hasta efectos táctiles u olfativos), ¿cuál es el formato ideal para la transmisión de conocimiento histórico? A mí no me cabe duda. Es el mismo que emplearon Herodoto y Tucídides, el único cuyas posibilidades de interacción son infinitas: el libro.
Una serie documental norteamericana estuvo a punto de modificar esta convicción. Mi interacción con ella ocurrió hace cuatro años, a través de la cadena PBS. Fue una experiencia hipnótica. Se trata de The Civil War. El autor, un joven historiador llamado Ken Burns, reunió decenas de miles de fotografías, las organizó en un doble eje temático-cronológico, y las filmó amorosamente. A falta de imágenes en movimiento -aquella guerra, como se sabe, tuvo lugar treinta años antes de la invención del cinematógrafo- las fotografías adquieren una dinámica propia. Ya sea frente al torso llagado de un esclavo, una pila de cadáveres tras la batalla de Manasas o la sonrisa melancólica y premonitoria de Lincoln, la cámara lenta se detiene el tiempo justo para impregnar a la experiencia visual de una intensidad difícil de alcanzar en la continua fuga de una secuencia fílmica o una película.
Dividida en ocho capítulos de dos horas cada uno (segmentados a su vez en varios temas) la historia fluye narrada por una sola voz, cálida y tersa, sin efectos mayestáticos. Los personajes históricos hablan a través de la voz de actores famosos. En el fondo se escuchan canciones de la época, estruendos de batalla, marchas de carruajes y, como un oleaje, el tema musical de la serie. Para enriquecer la narración, intervienen a cuadro, algunos historiadores. Uno de ellos -el escritor Shelby Foote-, transmite, con tonos faulknerianos, la sensación física de haber presenciado aquellos tiempos. Para mostrar, en fin, los desarrollos militares, Burns utilizó las técnicas de graficación más modernas, El resultado: The Civil War cambió la conciencia de Estados Unidos, les regaló un pasado.
A partir de entonces, hay un boom de interacción con la guerra civil. Hacia arriba, para el público culto, ha crecido la oferta de libros de toda índole (biográficos, estratégicos, monográficos, ilustrados, novelas, antologías, cancioneros) y han aparecido revistas especializadas en la guerra civil. Hacia abajo, para el gran público, se han multiplicado las posibilidades de conocimiento: los museos de sitio reciben más visitantes y donaciones, los niños tienen acceso a esa historia a través de libros de colorear, álbumes de estampas, cassetes con dibujos animados y discos compactos interactivos, máquinas del tiempo en las que el operador elige el momento histórico que quiere revivir. Por último, hace apenas unos días, apareció en las pantallas chicas "Gettysburg", la recreación en diez horas de la célebre batalla que decidió la guerra.
Frente a esa riqueza de interacción pensé en el acervo histórico e historiográfico de México y traté de ponderar lo que tenemos y lo que nos hace falta. Nuestra situación es, como siempre, piramidal. En la base contamos con una riqueza histórica frente a la cual muy pocos pueblos en la tierra se pueden equiparar. Pienso en China, India o Israel, porque no sólo cuentan con una experiencia milenaria sino con un pasado vivo, a veces demasiado vivo. (Egipto es antiguo también, pero la cultura de los faraones está muerta). En la cúspide, desde los códices del siglo XVI hasta los libros académicos de hoy en día, México ha sido un país ocupado por preservar, reconstruir, interpretar (y a veces, lamentablemente, distorsionar) en la letra y la imagen, su historia. La Historia con mayúscula nos regaló 11 mil zonas arqueológicas, miles de monumentos religiosos coloniales, huellas luminosas o terribles del siglo XIX, una épica revolución social, una guerra religiosa medieval en pleno siglo XX. La historia con minúscula ha recogido esa experiencia, pero ha faltado la transmisión de ese conocimiento al público más amplio.
En el cuerpo de la pirámide se da muy poca interacción. Con excepciones notables como Antropología, el Museo Amparo y algún otro, nuestros museos generales o de sitio son pobres: no alientan, más bien inhiben la interacción. Los fondos fotográficos con que cuentan los archivos públicos (el Nacional, el maravilloso del INAH) han sido cuidadosamente preservados por personal honesto y capacitado, pero esas minas de información visual siguen virtualmente inexplotadas. Hay muchísimos fondos privados no sólo de fotografías sino de grabados, litografias, pinturas, etc... que se exhiben efímeramente o duermen el sueño de los justos esperando a que llegue el magno proyecto documental que de un soplo de vida a esas escenas, a esos rostros, a esos momentos de tiempo congelado. Las posibilidades del documentalismo histórico en México son proporcionales a nuestra riqueza. Pero se trata de un ámbito casi virgen.
Consecuentemente, no se ha desarrollado una oferta historiográfica moderna. No pidamos peras al olmo: pasarán años antes de contar con discos compactos o cassetes en las escuelas, no por su costo (proporcionalmente son baratísimos) sino porque a ninguna autoridad se le ocurrirá que la letra con imagen entra. Pensemos en géneros más familiares y modestos. No hay una revista barata (o cara) de historia ilustrada. Los libros que circulan con ese formato pertenecen al género de la historia oficial u oficiosa. Es obvio que la absurda existencia de un libro de texto, supuesto dueño de la verdad histórica, inhibió esta zona de la imaginación editorial en México. El libro de texto ha empobrecido nuestra memoria: la ha reducido a un hábito mnemotécnico, a una reverencia de himno nacional, a un inútil instrumento de manipulación ideológica. La ha alejado de su ámbito natural: el del conocimiento, fuente antigua de identidad y sabiduría.
Cuenta Ernesto Alonso que tras el éxito de Maximiliano y Carlota, Díaz Ordaz lo conminó -con esa suavidad que lo caracterizaba- a hacer una telenovela sobre Juárez. Así nació "El Carruaje" y tras él una serie de telenovelas históricas sobre la Independencia y la Revolución cuyos excelentes guionistas fueron Miguel Sabido y Eduardo Lizalde. Recuerdo la actitud de Cosío Villegas frente a estas series: señalaba puntualmente sus obvias limitaciones de formato, sus eventuales errores de hecho, pero las consideraba un espléndido vehículo de comunicación. Nadie reclamó entonces a esas series un designio de manipulación, entre otras cosas porque no lo tenían: fue un esfuerzo honesto y digno de divulgación histórica. El público lo entendió así. Muchos años después, en 1987, el mismo equipo del caudillo Alonso (con la colaboración adicional de Fausto Zerón-Medina) hizo "Senda de gloria": sólo una vez en la historia la Revolución Mexicana había llegado a tantos hogares: durante la Revolución Mexicana.
En estos días, la experiencia de divulgación continúa con la historia del único mexicano desterrado post morten del suelo nacional: Porfirio Díaz. ¿Dará pie a nuevas formas de interacción histórica, ofertas de iniciativa privada o pública, académica o empresarial: libros, revistas, documentales, instalación o renovación de museos, nuevas publicaciones, discos musicales, compactos? No lo sé. Por mi parte, con una interacción me conformo: mientras la serie transcurre (desde ahora, en los remotos días de Oaxaca, hasta enero de 1994, cuando el personaje muere desterrado en París) confío que el televidente advierta la lección política y moral que hay en el ascenso y caída del régimen porfiriano. "Espera veneno del agua estancada", decía Blake y tenía razón. El cambio está en la naturaleza de los hombres, de las sociedades, de los países. Traducida al reino de la política, la máxima significa que es literalmente imposible gobernar a una sociedad en contra de su voluntad.
Reforma