José López Portillo
Un límite contuvo siempre a los presidentes: la pobreza relativa del país con respecto al mundo desarrollado. Con el descubrimiento de los yacimientos petroleros en la costa del sureste de México, todo cambió. Parecía que los sueños imperiales del virreinato iban a hacerse realidad dos siglos más tarde. Y los hados fueron crueles: mandaron un criollo decimonónico para gobernar al país. Quería el poder, todo el poder, para él y también para los suyos: su hermana y su primo ya tenían altos puestos; a su hijo, el economista José Ramón López Portillo, le encargaría la Subsecretaría de Programación y Presupuesto, y lo llamaría “el orgullo de mi nepotismo”. Julio Scherer recuerda las paredes de la ayudantía del Estado Mayor en Los Pinos, a unos metros del despacho presidencial. Fotografías y más fotografías: “López Portillo en un caballo blanco, López Portillo en un caballo negro, López Portillo con una raqueta en la mano, López Portillo en el momento de disparar una metralleta, López Portillo en una pista de carreras, López Portillo en esquí... López Portillo en una montaña, López Portillo en la cumbre”. Cumpleaños del presidente. Frente al amable público, López Portillo ejecuta un sinnúmero de suertes a caballo. El público aplaude. Alguien piensa que es una suerte que no haya convertido el caballo en secretario. Esgrimista, atleta, boxeador, tenista, gimnasta, caballista, pintor. ¿Quién se atrevería a ponerle límites? Nadie, y ahora menos que nunca. No sólo era el presidente de México sino el jeque sexenal de los árabes de América, los mexicanos. Un mensaje televisivo anunciaba: “Petróleo: el oro negro para todos”. El plan de crecimiento moderado en tres bienios se tiró por la borda. Lo sustituyó un plan de crecimiento tan desbocado que la gestión de Echeverría pareció casi austera. “No aprovechar la coyuntura”, explicaría tiempo después el presidente, “hubiera sido una cobardía, una estupidez”. Como en tiempos de Echeverría, pero con una capacidad crediticia mucho mayor, se hacían gastos e inversiones de baja productividad inmediata (o nula, o negativa) con ingresos frescos o con créditos a corto plazo avalados por las reservas petroleras. Crecían geométricamente las plazas del sector público. El proyecto de López Portillo lo incluía todo: ferrocarriles, energía nuclear, petroquímica, infraestructura en el campo, decenas de vías rápidas en la ciudad de México, expansión de la planta siderúrgica (cuando no había demanda). La modernización absoluta en un sexenio.
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De pronto, en junio de 1981, ocurrió lo inesperado: “... al reino de la ilusión habían llegado malas noticias de la realidad”. Los clientes avisaron que tenían ofertas de crudo más baratas. El director de Pemex, Jorge Díaz Serrano, tomó la decisión natural de bajar cuatro dólares el precio. Al enterarse, el presidente lo despidió enviándolo de embajador a la URSS. Lo sensato en ese momento era ajustar la paridad y cancelar los grandes proyectos. Pero López Portillo no iba a permitir que la realidad jugara con “su petróleo”. De acuerdo con su consejero económico, José Andrés de Oteyza, López Portillo no sólo no bajó el precio del barril sino que lo subió dos dólares y regañó a los clientes, advirtiéndoles que si no compraban ahora, en el futuro México no les vendería. Pero los perversos clientes no hicieron caso de las amenazas y el presidente perdió la apuesta. ¿Rajarse? Jamás. Él no era un “coyón rajado” sino un macho. Y como macho había que apostar de nuevo, esta vez a favor de “su peso”. El dólar no tenía por qué valer más. Había reservas suficientes. Pero, obviamente, el dólar era el bien más barato del mercado y la gente se precipitó a comprarlo. Los días pasaban y el presidente pedía prestado para seguir apostando. Entre julio y agosto de 1981 salieron del país cerca de nueve mil millones de dólares. Tenía terror de devaluar, y en un acto casi suicida vinculó explícitamente la devaluación del peso con su propia devaluación como presidente y como persona. En febrero de 1982 “devaluó y se devaluó”. El peso cayó de 22 a 70 pesos por dólar (el presidente entrante, Miguel de la Madrid, lo fijó en 150 como primera medida de gobierno). En agosto de 1982, un terremoto financiero sacudió los mercados internacionales: México declaraba tener un “problema de caja” temporal, pero en realidad estaba en quiebra.
*Extracto del libro "La Presidencia Imperial"