La imprenta al servicio de la cultura
En el principio de mi vida hay un mural. Mi padre lo encomendó en 1952 a Fanny Rabel (discípula de Diego Rivera) para presidir la entrada de la imprenta que había fundado años atrás. Representaba una variación de La maestra rural, el famoso mural de Rivera en la Secretaría de Educación Pública. En un árido paraje del campo mexicano, como en una misa cívica al aire libre, un público respetuoso y atento escucha a la maestra: un viejo campesino con su sombrero en mano, una mujer con su bebé bajo el rebozo, hombres circunspectos, mujeres descalzas, un niño con una penca de maíz. Pero al lado, en vez del guardia rural de la escena original, destacan las prensas de pie y las máquinas de impresión offset en plena producción de unas publicaciones. Mi padre y su socio aparecen también, trabajando con los obreros. En el extremo inferior, un humilde niño, vestido de overol y con cachucha, vocea los impresos que lleva en sus manos. Podrían ser periódicos o revistas. En las ocho columnas de uno se lee “La imprenta al servicio de la cultura”.
Pasé las vacaciones de infancia y adolescencia trabajando en esa fábrica y muchas veces me detuve a ver aquel mural, pero tardé años en imaginar las posibilidades de su significado. Cuando comencé a leer, por ejemplo, agradecí la rica y variada oferta de las librerías mexicanas sin reparar en la discreta figura que toda esa producción tenía detrás, ese puente entre el autor y el público, entre la imprenta y la cultura, que es el editor.
El primer editor que conocí fue Daniel Cosío Villegas. Su trayectoria me deslumbró a tal grado que para asimilarla, para hacerla mía, escribí su biografía. En ella dedico un largo capítulo al Fondo de Cultura Económica (FCE), no solo a su oferta intelectual (que educó a generaciones en México y América Latina) sino a su organización como empresa. Siendo yo historiador por vocación pero ingeniero industrial de profesión, me ganaba la vida en la empresa de mi padre y quizá por eso me interesaba descubrir cómo don Daniel había construido, en la práctica, esa institución. Compartía mis hallazgos con otro ingeniero escritor, Gabriel Zaid, quien en un momento supo nombrar el sentido de la vida de aquel intelectual que había puesto la imprenta al servicio de la cultura. “Don Daniel es un empresario cultural”, me dijo, uniendo dos palabras (empresa y cultura) que nunca había yo visto juntas.
Cosío Villegas, en efecto, inventó para sí un papel desconocido en esa sociedad. No fue un funcionario público de alto nivel o un secretario de Educación que ordenara la edición de libros, como Vasconcelos o Torres Bodet. Tampoco fue un editor privado, como los Porrúa o Agustín Loera y Chávez, heroicos defensores de la cultura clásica. La ambición de don Daniel era distinta: advirtiendo la carencia editorial en español de libros modernos sobre temas económicos, sociales, filosóficos, históricos, antropológicos, vio la oportunidad de una oferta para el momento histórico que se vivía, pertinente para sus necesidades de conocimiento, comprensión y crítica. Esa oferta de libros humanísticos traducidos al español encontraría su demanda en toda América Latina. Así persuadió a algunas instituciones del sector público y a patronos de la iniciativa privada (como don Alberto Misrachi) a crear el FCE. Además de su formidable elenco de autores y traductores, el rigor e impecable calidad de sus ediciones y la sabiduría de su director, la clave de su éxito fue su autonomía económica. Dependía parcialmente de los lectores así como del patronazgo limitado, acotado, sin ataduras, de instituciones públicas y un puñado de donadores privados. El empresario debía cuidar cada aspecto, hasta los aparentemente pedestres como la contabilidad. Si no vendía no vivía. Azarosa, difícil, incomprendida a veces, la figura del empresario (no la del empleado, no la del funcionario) le permitía vivir con libertad, condición esencial de la cultura.
Ya como autor conocí a otros grandes editores que fueron también empresarios culturales. Menciono a algunos. Don Arnaldo Orfila Reynal, antiguo director del FCE cesado por orden de Díaz Ordaz, creó la editorial Siglo XXI a los setenta años de edad. Su filiación política e ideológica nunca estorbó su buen gusto literario, su equidad de juicio, su talento de lector, su habilidad financiera. El caballeroso Joaquín Díez-Canedo, formado también en el FCE, creó el sello Joaquín Mortiz, hogar editorial de toda una generación “contemporánea de todos los hombres”, como había anticipado Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Recuerdo sus oficinas, sus diseños, sus libros, elegantes como él mismo. Se quejaba de los tiempos, porque siempre ha sido difícil ser editor, pero sobrevivía con gran dignidad. En los años ochenta tuve cerca a dos editores admirables por su gusto literario y su sensibilidad humanística: José Luis Martínez y Jaime García Terrés. Aunque el FCE que dirigieron sucesivamente había perdido su independencia financiera del gobierno, ambos recobraron la vitalidad original de esa casa. No obstante, la fórmula original, la del empresario cultural, se había perdido. Para mi fortuna, la volví a hallar años más tarde en la pareja perfecta: Antonio López Lamadrid y Beatriz de Moura, el empresario y la editora de Tusquets. En la elegancia de sus libros, la originalidad de sus colecciones, la capacidad de descubrir autores (entre ellos, por cierto, el Premio FIL 2016, Norman Manea), Tusquets podía equipararse con las mejores editoriales del mundo. Para entonces, el mercado del libro, dominado ya por España, no requería patronazgos de ninguna índole: el patrono era el público lector. En ese marco trabé amistad y una fructífera relación de trabajo con editores profesionales de grandes casas internacionales, como Cass Canfield Jr. de HarperCollins, Cristóbal Pera de Random House y José Calafell de Planeta.
Pero además del mundo editorial de los libros estaba el de las revistas, que conocí de primera mano. A lo largo de esos años trabajé en una pequeña empresa cultural al lado de un gran ensayista y poeta cuyo sueño de toda la vida había sido ser editor, como lo habían sido su padre y su abuelo. Esa empresa fue la revista Vuelta. Curiosamente, también Octavio Paz había vivido de niño entre prensas, respirando el inconfundible olor de la tinta. Yo aprendí el oficio imprimiendo cajas plegadizas, etiquetas y calendarios que reproducían cuadros de la tradición clásica; él lo había aprendido imprimiendo periódicos y revistas. En cada década de su vida hubo una revista, a veces real, a veces solo imaginada, siempre fugaz. Por fin, casi al cumplir sesenta años, pudo fundar Plural y poco más tarde Vuelta. Pero Plural no era una empresa cultural porque dependía de otra empresa, la cooperativa del periódico Excélsior. En cambio, Vuelta nació en 1976 siendo una empresa cultural. ¿Podría vivir del público y de sus anuncios? Nadie lo sabía pero Paz y sus amigos cercanos (en particular Gabriel Zaid, Alejandro Rossi y José de la Colina) echaron al mar ese barco. Me incorporé en el número 5. Paz era el editor de tiempo completo y yo el secretario de redacción.
A su lado entré a un universo nuevo, el cultivo de lo que podríamos llamar imaginación editorial: la búsqueda de temas o ángulos sorprendentes u originales, la capacidad de conectar libros interesantes con reseñistas pertinentes, la atención a revistas y diarios internacionales, la comunicación y amistad con escritores de otras lenguas, el esmero estético y gráfico, el cuidado de la tipografía y la ilustración, el cultivo de los autores consagrados, la bienvenida a los nuevos, el respeto a la tradición, la vocación de modernidad. Vivíamos apasionadamente nuestra lucha por la libertad. En Vuelta detestábamos a los enemigos de la sociedad abierta.
Pero estaba el otro aspecto, más prosaico y terrenal, que yo llamaba la parte publishing. En ese ámbito la figura clave fue Zaid. Además de ser el colaborador más asiduo y comprometido, fue el consejero más cercano en todos los aspectos de la revista. Fue él quien perfiló Vuelta como una empresa. A partir de ese diseño, por mediación de Celia García Terrés, exploramos un territorio desconocido: persuadir a la iniciativa privada de que patrocinara a la cultura. No queríamos vivir de los anuncios del sector oficial, aunque eran públicos y transparentes. Para ser una genuina empresa cultural necesitábamos vender ejemplares, suscripciones, espacios publicitarios del sector público y el privado. Solo así, sin ataduras, en libertad, consolidaríamos una genuina empresa cultural. Lo logramos. Vuelta vivió mientras vivió Paz. Fue el capítulo editorial de su magna obra.
He querido hacer el recuento y el homenaje a mis maestros editores. Su legado ha resistido el paso del tiempo. Sus editoriales, sus libros, sus revistas, los han sobrevivido. Clío y Letras Libres, las pequeñas empresas culturales que dirijo, no se comparan con las suyas. ¿Me sobrevivirán? No lo sé. Y este no es el espacio ni el momento de bosquejar lo que ellas han sido. Puse mucho empeño en llevar la historia a un público amplio a través de las historias y biografías ilustradas de Clío. Tras publicar casi ciento cincuenta títulos el esfuerzo cesó porque era imposible mantener los precios bajos sin una publicidad privada que prefería los medios electrónicos. Por eso Clío buscó la salida de los libros ilustrados de formato amplio y los documentales históricos, género poco habitual en México. Desde hace dieciocho años esos programas (son casi cuatrocientos) llegan a cientos de miles de hogares. Integran una videoteca de la memoria histórica, no en papel sino en imágenes.
En cuanto a Letras Libres, la fundamos en 1998 para dar una cierta continuidad a la misión de Vuelta. Lo hicimos a sabiendas de que Vuelta era entonces y sería siempre incomparable: una revista trascendental en la historia literaria y crítica en nuestro idioma. Pero ha valido la pena. Los fanatismos que combatió Vuelta han renacido bajo nuevas caretas y es preciso darles pelea. Además, nuevas generaciones de escritores se han incorporado a la arena literaria y hemos querido brindarles un espacio. En 2001 tendimos un puente entre las dos orillas del Atlántico y fundamos Letras Libres España. Y desde el inicio creamos esa cosa extraña e inasible, un sitio de internet, que ahora es un centro de irradiación y conversación con presencia en América Latina y en todo lugar donde se hable español.
Un empresario cultural no es más que un catalizador de esfuerzos. El mérito editorial de Clío y Letras Libres, lo digo con sinceridad, sin formulismos, no es mío. Yo participo, desde luego, en la planeación de los libros, documentales y números de la revista, pero la dirección es colectiva y democrática. El mérito mayor corresponde a las personas que han desempeñado (entonces y ahora) su labor. Muchos dejaron huella. Unos se han independizado para integrarse a otras empresas o formar las suyas. Otros han seguido colaborando. Nuevas generaciones se han incorporado. Imposible nombrarlos a todos: son centenares. Pero en esta ceremonia no puedo dejar de mencionar con gratitud a algunos de ellos. En primer lugar a Gabriel Zaid, que como autor, consejero y amigo ha desplegado el mismo generoso entusiasmo y sabiduría de los remotos años de Vuelta. Tampoco puedo omitir a cuatro personas clave en esta travesía: la formidable productora Viviana Motta, el gran editor Ricardo Cayuela, el imprescindible consejero Fernando García Ramírez y Leonor Ortiz Monasterio, que edificó e hizo viable Letras Libres en su edición española.
Aquel mural que acompañó mi infancia preside ahora la escalera de Clío y Letras Libres. Lo miro y toco cada mañana. Me gustaría ser digno de la frase que vocea aquel niño: “La imprenta al servicio de la cultura.” El tiempo dirá.
Discurso de aceptación en el homenaje al mérito editorial, llevado a cabo en la FIL 2016
Publicado en Letras Libres, enero de 2017.