La princesa y el pueblo
Desde hace seis décadas, una mujer de linaje polaco y alma mexicana ha estado en el centro de la vida literaria en este país: Elena Poniatowska. Su vocación social, su oído sensible al habla popular y su leal compromiso ideológico con las corrientes de izquierda, aun las más radicales, recuerda la actitud de los nobles eslavos como Kropotkine o Tolstoi, que despreciando las rudas costumbres y pasiones de la burguesía, se acercaron a los campesinos y vieron en su vida el embrión de una utopía social. Elena, la rubia y risueña Elena, la traviesa e indignada Elena, se volvió una especie de soldadera de nuestra literatura, acompañando a Juan Pueblo en su búsqueda, si no de una utopía, al menos de una vida posible y mejor.
Su literatura convocó, desde un principio, a un coro de voces. Comenzó practicando el arte de la conversación, cruzando palabras con personajes del arte, la política y las letras, pero su primer libro perdurable fue La noche de Tlatelolco. Ese libro, que recogió los estremecedores testimonios de las víctimas de la represión gubernamental en el movimiento estudiantil de 1968, dio voz a nuestra generación, justificó nuestra historia. “¡Qué bueno”, escribió Gabriel Zaid, “que Elena Poniatowska haya tenido el valor de enfrentarse al espejo de esa noche horrenda, durante meses, durante años, recomponiendo el espejo roto, en mil pedazos, por nuestra furia y nuestro desconsuelo!”.
Elena transitó temprano del periodismo al cuento y la novela, atrayendo al ámbito literario procedimientos del periodismo. Es el caso de su primera novela, Hasta no verte Jesús mío (1969), monólogo de una lavandera que Elena construyó a partir de las cientos de horas grabadas con Jesusa Palancares, mujer del pueblo que en su juventud vivió de cerca los estragos de la Revolución.
Siguieron sus retratos literarios (sobre Tina Modotti, en Tinísima), recreaciones íntimas (Querido Diego, te abraza Quiela, sobre las desdichas de la primera mujer de Diego Rivera), biografías y novelas vivaces sobre contemporáneos que admiró y quiso como Elena Garro (Paseo de la Reforma), Leonora Carrington (Leonora), Octavio Paz (Las palabras del árbol) y Juan Soriano (Niño de mil años).
Pero la voz principal de sus libros (y la de su corazón) es la de los desheredados, como en Nada, nadie, libro sobre las víctimas del terremoto que sacudió a México en 1985, o Las soldaderas, que rinde homenaje a las mujeres que hicieron también la Revolución.
“Escuchar”, escribió Octavio Paz, en un encomio a La noche de Tlatelolco “es un arte sutil y difícil pues no solo exige finura de oído sino sensibilidad moral: reconocer, aceptar la existencia de los otros”. El Premio Cervantes a Elena Poniatowska no es solo un reconocimiento a México sino a la entraña de México.
El País