La soledad de los estudiantes venezolanos
La mayoría de los estudiantes de Venezuela no tienen memoria de otro régimen que no sea el chavista, y no quieren envejecer con él. Sus democráticas voces se escuchan a todo lo largo y ancho de Venezuela. Marchan arriesgando la vida. En 2007, salieron a las calles a protestar contra la confiscación del RCTV, la más antigua estación de televisión independiente en el país. A fines de ese año, fueron la principal fuerza de oposición al proyecto chavista de confederar a Cuba con Venezuela. Y lograron detenerlo, al menos en su aspecto formal. Sus hermanos menores han decidido recoger la antorcha.
En Venezuela hay 2,4 millones de estudiantes de nivel medio y 400.000 de educación superior. Aunque los estudiantes activos en todo el país suman varias decenas de miles, la mayoría simpatiza con el movimiento opositor. Prueba de ello es que, desde hace años y hasta la fecha, la principal universidad pública —Universidad Central de Venezuela— elige sistemáticamente a líderes opositores al chavismo.
No buscan revertir la atención social a los pobres. Critican la ineptitud económica del régimen y —sobre todo— el ocultamiento de la gigantesca corrupción, que alguna vez saldrá a la luz. Saben que Hugo Chávez acaparó uno a uno todos los poderes (legislativo, judicial, fiscal, electoral) y enmascaró, con el velo de su discurso, el dispendio sin precedente de más de 800.000 millones de dólares que durante sus mandatos entraron a las arcas de la empresa estatal de petróleo PDVSA. Saben que los niveles de inflación en Venezuela son los más altos del continente, que la deuda pública se ha vuelto tan inmanejable que hay una carestía crónica de alimentos básicos, electricidad, medicinas, cemento y otros insumos primarios (como producto de las masivas expropiaciones a las empresas privadas y la caída brutal de la inversión). Y saben muy bien que la criminalidad en su país es también la más alta del continente.
Los jóvenes calibran estos problemas, pero su mayor agravio es el ahogo sistemático y creciente de la libertad de expresión, que impide a la gente tomar conciencia y sopesar por sí misma las realidades del país. Chávez voceaba sus logros (algunos reales, la mayoría imaginarios) a toda hora y en especial en su maratónico programa dominical Aló presidente, pero su sucesor Nicolás Maduro (primitivo, proclive a disparates y fantasías) ha recurrido a la represión directa de las voces disidentes. La idea es hacer que prive la verdad única, la verdad oficial. Ya desde 2012, el Gobierno chavista absorbió Globovisión, la última cadena abierta de televisión independiente en el país. También desfallece la radio independiente. Y se ha limitado a tal extremo la venta de papel periódico que la prensa escrita tiene los días contados. Venezuela, es la dramática verdad, se encamina hacia una dictadura y, en varios sentidos, lo es ya.
Los estudiantes venezolanos cuentan con el apoyo de sus padres y maestros y de al menos la mitad de la población que en 2013 votó contra Maduro (y que si no sale a las calles es por una natural precaución frente a los delatores en los barrios). Pero, en el ámbito latinoamericano, los jóvenes están casi solos. Es sorprendente la cantidad de usuarios de Twitter (jóvenes por añadidura) que en América Latina asumen el libreto del Gobierno venezolano y atribuyen “los disturbios” a las fuerzas “fascistas”, “reaccionarias”, “de derecha” que, aliadas con el “Imperio”, en un oscuro “complot”, traman un “golpe de Estado” para “derrocar al Gobierno”. Ante el alud de vídeos en YouTube que circulan mostrando el asesinato a mansalva de estudiantes por parte de unidades móviles de las milicias formadas en tiempos de Chávez (La Piedrita o los Tupamaros), muchos usuarios comentan que las imágenes están “truqueadas”. Paradójicamente, Maduro ha condenado el uso del Twitter (“esas máquinas imbéciles”, llamó a esa red) y se declaró víctima de una “guerra cibernética”.
En México, la prensa de izquierda —con gran ascendiente entre los jóvenes— apoya sin cortapisas a Maduro. En esos ámbitos, Leopoldo López resulta ser el instigador de la insurrección y no lo que es: un líder desarmado y ahora sometido a un juicio ilegal sobre cargos falsos y fabricados.
El poder de la ideología en Venezuela es explicable: en millones de personas perdura el convencimiento de que la obra social de Chávez fue tangible y de que si no hizo más por ellos fue porque se le atravesó la muerte. Otro factor es la dependencia directa de millones de venezolanos del erario, consecuencia del debilitamiento progresivo de la actividad empresarial y la inversión privada. Las simpatías de los países dependientes del petróleo venezolano tienen la misma raíz. El clientelismo tiene intereses creados en creer en el chavismo. Pero ¿cómo explicar la popularidad de la ideología chavista o sus variantes en países que no pertenecen a su órbita?
Aunque la Revolución cubana ha perdido su aura mítica, la democracia representativa y el liberalismo no han podido arraigar de manera definitiva en la cultura política de América Latina. Por eso el chantaje ideológico de Cuba y Venezuela funciona aún: nadie quiere parecer “de derecha” en un continente enamorado de la Revolución, donde los ídolos políticos no han sido demócratas como Rómulo Betancourt, sino redentores como Eva Perón, Che Guevara, Fidel Castro o Hugo Chávez. Octavio Paz señaló la razón de este anacronismo: tras la caída del muro de Berlín, sectores amplios de la izquierda latinoamericana se negaron a practicar la crítica del totalitarismo cubano. Y si no lo hicieron con Cuba, menos lo hacen con esa versión derivada que es la Revolución Bolivariana.
Debido a esta falta de autocrítica, hoy en México vivimos una paradoja. El movimiento de 1968 fue una hazaña de los estudiantes y de las corrientes políticas e intelectuales de izquierda. Los estudiantes fueron masacrados por el Gobierno de Díaz Ordaz y grandes líderes de izquierda fueron encarcelados. Hoy, no pocos herederos de esa izquierda defienden las acciones represoras del Gobierno venezolano, que son equiparables a las de Díaz Ordaz. Hoy muchos herederos de esa izquierda han volteado la espalda a la democracia.
El apoyo al chavismo es, en el fondo, un derivado del prestigio menguado, pero extrañamente vivo de la Revolución cubana. Estar contra ella es estar con “el Imperio”. Que Cuba sigue siendo una meca de la ideología latinoamericana se comprobó cuando en la reciente Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), celebrada los días 28 y 29 de enero de 2014 en La Habana, prácticamente ningún presidente faltó. Y Fidel fue proclamado “guía político y moral de América”. En esa cumbre, por cierto, todos los participantes (incluida Cuba) firmaron respetar los derechos humanos. Su firma vale el papel en que está escrita.
Pero más importante que la ideología son los fríos intereses materiales. En este sentido, la postura de Brasil es tan paradigmática como cínica: las oportunidades económicas (turísticas, energéticas, sobre todo) que se abren en Cuba después de la eventual muerte de los hermanos Castro son demasiado importantes como para tomar posturas idealistas y arriesgar la estabilidad de la isla. Y esa estabilidad implica mantener intacta la alianza entre Venezuela y Cuba. Solo así se explica que Dilma Rousseff, que en su juventud fue una estudiante torturada por los militares, ahora apoye a un Gobierno cuyas fuerzas policiacas emboscadas reprimen estudiantes.
Esta lógica es ajena a los estudiantes venezolanos. Aquilatan el valor de la libertad porque —a diferencia de sus coetáneos en otros países de la zona— la ven seriamente amenazada. Saben que en el mundo prevalece y avanza la democracia. No tienen pensado emigrar del país. Pero América Latina —sus Gobiernos, sus instituciones, sus congresos, sus intelectuales y aun sus estudiantes— es ingrata con Venezuela. El país que en gran medida la liberó hace 200 años, hoy lucha solo por su libertad.
El País